II
No hubo postergación de la misión que trajera a Walter a Kinsai. Chang Wu llegó a la mañana siguiente e informó que se habían arreglado muchas conferencias con personas importantes de la ciudad. Tenían que salir enseguida.
—Nada se ha sabido de los criados de Sung Jung —añadió el enviado—. Parece improbable que nuestros dos amigos estén aquí, aunque la búsqueda proseguirá con gran celo y perseverancia. En esta inseguridad, hay un solo rayo de esperanza. Se ha sabido que Lu Chung está en Kinsai. Los dedos de la justicia ya se cerrarán sobre su enorme cuerpo de pestilencial corrupción. Entonces hablará. Y ¡con qué prisa y ganas lo hará! Entonces el joven estudiante sabrá qué ha sido de sus amigos.
Walter no ignoraba que Lu Chung era la llave de la situación, y se sentía seguro de que la presencia de El Ave Que Empluma Su Nido en Kinsai significaba que Maryam y Tristram también se hallaban en la ciudad. Se convenció tanto de eso que salió a la calle aliviado.
Su primera visita los llevó a un extraño mundo nuevo bajo la superficie de la ciudad. Se llegaba a él por una angosta escalera de hierro que salía de la trastienda de un negocio de curiosidades, que Chang Wu admitió modestamente era de su propiedad, y que resultó ser tan larga que el inglés pensó que jamás llegarían a su término. Por último salieron a un corredor casi tan ancho como una calle de ciudad. Aunque podían oír que por sobre sus cabezas estaban agitando abanicos, la atmósfera era húmeda y fétida.
Chang Wu dijo con orgullo:
—Esto es como una segunda ciudad. Nada en el mundo puede comparársele. Aquí hay teatros, garitos y fondas. En algunos de estos negocios su indigno servidor tiene algún pequeño aunque provechoso interés. Hay, claro está, casas de tolerancia, aunque ninguna de ellas puede compararse con las de la calle de Las Flores Deliciosas. Para mover estos abanicos se necesitan muchos centenares de hombres. Son esclavos, y algunos de ellos nunca ven la luz del día. Por la noche, esta ciudad subterránea nace a la vida, y entonces, joven estudiante, presenta un espectáculo verdaderamente extraño. Los corredores están tan concurridos como las calles de arriba. Pero —añadió con un movimiento de cabeza—, un extranjero no podría aventurarse por aquí sin escolta conveniente.
Pasaron por un ancho portal y se encontraron en unas habitaciones cálidas y bien iluminadas que reflejaban comodidad y lujo. En una de ellas, un grupo de hombres estaban sentados alrededor de una mesa redonda. Las paredes, rojo vivo, estaban adornadas de ramas de sauce.
Los hombres que rodeaban la mesa eran de cierta edad todos, y estaban envueltos en hermosos mantos bordados de estrellas y ceñidos de pieles de foca, lo cual sugería cierta clase de comunidad entre ellos. Sólo uno de ellos se distinguía de aquella uniformidad de ropas, pues vestía el amarillento hábito de los sacerdotes taoístas. Su arrugado cuero cabelludo no ostentaba un solo pelo, y su rostro tenía el color tumbal de la ancianidad avanzada. A su lado, en el suelo, tenía su molinete de exorcismos.
Estaban comiendo ávidamente aunque con decoro. En el centro de la mesa había una enorme fuente de arroz, y, a su alrededor, otras con gran variedad de platos. Había pollos deshuesados y hervidos enteros, gallinetas, asadas hasta resquebrajárseles la piel y pinzas de langosta que flotaban en una espesa salsa amarillenta. Una fuente contenía peras de enorme tamaño y de carne curiosamente pulposa y blanca. Lo que interesó más a Walter de cuanto había sobre la mesa era un líquido que bebían a cada bocado. Lo servían en tazas pequeñas; era muy fragante, de color castaño oscuro y transparente. Lo llamaban por un nombre que le sonó al oído como «té»[2]. Y el muchacho advirtió que el sacerdote taoísta se limitaba, quizá por su avanzada edad, a tomar una clara sopa de arroz.
La comida prosiguió sin interrupción. Se trajeron sillas para los visitantes, y Chang Wu le pidió a Walter que contara a los presentes lo que sabía del estado de cosas en el frente de guerra. Así lo hizo el inglés, hablando en voz baja para que el padre Theodore con la ayuda del enviado, pudiera retrasmitir la información a los comensales, que asentían con lentos movimientos de cabeza. Habló de la importancia de los ejércitos mongoles y su irresistible poder ofensivo, de las fuerzas que convergían del sur, según la táctica del tulughma y del mortífero fuego de los Hua-P’ao. Luego siguió hablando de la devastación de que habían sido objeto muchas de las ciudades tomadas y explicó que Kinsai sufriría el mismo fin si se proseguía con aquella inútil defensa.
—Kinsai es la mayor ciudad del mundo —dijo en serio—. Está condenada a caer en sus manos, pero ¿ha de ser destruida esta flor de adelantada civilización porque unos pocos ancianos a la cabeza de su gobierno son demasiado tercos y están demasiado deseosos de imponer su propia autoridad?
Los ancianos que rodeaban la mesa seguían comiendo mientras él hablaba, aunque era evidente que los había abandonado todo entusiasmo. Formularon muchas preguntas, a las cuales el muchacho contestó con detalles más completos. Uno de los ancianos tenía a su lado una pila de papel moneda, en su mayoría de gran valor. Al mencionarse el nombre de Sung Yung, el chino cogió el papel con ambas manos y se puso a romperlo en fragmentos pequeños.
El sacerdote taoísta levantó su calva cabeza y formuló una pregunta en Bi-chi.
—¿De dónde es usted?
—Vengo de una lejana tierra llamada Inglaterra. Es una isla situada frente a la costa occidental de Europa.
Por la forma de menear la cabeza el sacerdote, pareció que nunca había oído hablar de eso.
—El joven visitante tiene cabello de oro. ¿Viaja solo?
—Sólo me acompaña este sacerdote.
El taoísta pareció desilusionado. Miró de cerca a Walter y luego preguntó:
—¿Qué pasará a la ciudad si sus puertas se abren a los odiados Tsa-tat-se?
—Bayan, que nunca habla con doble lengua, ha prometido que Kinsai no será molestada. Ni siquiera Bayan intentará entrar. Se respetarán las vidas de todos excepto las de unos pocos ministros que son responsables por la muerte de enviados mongoles. Y —añadió con una pausa para destacar lo que seguía— todas las propiedades serán plenamente respetadas. La vida de Kinsai seguirá como hasta ahora, sólo que el gobierno pasará a manos de los mongoles. Eso se haría de todos modos.
Esas palabras completaron su participación en las deliberaciones, aunque durante casi una hora los solemnes comensales conversaron con Chang Wu. El tono de la conversación era a veces voluble y enojado; pero en general el inglés pudo percibir resignación y aceptación de lo inevitable en sus voces. De pronto Chang Wu se levantó y dijo:
—Venga, tenemos que ver a muchas personas más hoy.
Toda la gente que visitaron vivía bajo la ciudad. Por todas partes, Walter vió papel moneda en el suelo en enormes y descuidadas pilas, como si no valiera la pena protegerlo ni llevarlo.
A medida que se acercaba la tarde, encontraron a sus oyentes empeñados en partidas de chet-sin o jugando con discos de marfil en tablas a rayas negras y rojas. En ningún caso se permitió que la conversación detuviera el juego. Dos veces hablaron con personas solas, y en ambos casos resultó evidente que eran personajes de considerable importancia. Los encontraron en cuartos aislados detrás de puertas con barrotes de hierro y pesados cerrojos, y conversaron con Chang Wu en tono bajo y reservado.
Después de muchas horas de esas visitas y conversaciones, el diminuto enviado dijo a Walter con tono de satisfacción:
—Está bien, joven estudiante. Lo que hemos dicho ha producido una profunda impresión. Pronto todos los hombres importantes de la ciudad estarán coaligados contra la terca insistencia de luchar de los ministros del Emperador.
Walter puso una mano en el brazo al anciano:
—Estimado Chang Wu —le dijo—, ¿se preocupará usted porque hagan cuanto esfuerzo sea posible para encontrar a mis amigos? Tengo tantos temores por lo que pueda haberles ocurrido, que mucho me cuesta ocuparme de la misión que me ha sido confiada.
Deseche todo temor. Pronto el nefasto Lu Chung estará en nuestras manos. Dentro de pocos días, quizá dentro de pocas horas.
Cuando Walter y el cansado padre Theodore hubieron llegado a la calle de Las Flores Deliciosas, el atardecer había envuelto a la ciudad en un manto de solemne placidez. Por contraste les llegaron unos fuertes ruidos de la casa frente a la Morada de los Doce Pimpollos de Fucsia.
El sacerdote suspiró y dijo:
—He estado haciendo preguntas sobre este distrito de opulento vicio. Aquélla se llama La Casa de la Alegría Alborotada. Es un lugar de la mayor iniquidad.
La puerta de aquella casa estaba abierta de par en par y unos hombres entraban y salían libremente de ella. En respuesta a una proposición del inglés que deseaba averiguar qué motivaba el bullicio, el padre Theodore meneó la cabeza. Dijo que el día nestoriano empezaba con la puesta del sol y que tenía muchas plegarias que recitar. Walter resolvió por lo tanto ir solo. Lo que presenció no fué inspirador ni provechoso, excepto que vió una prueba aún mayor del desprecio que se tenía por la Moneda Volante.
En la entrada había un corpulento individuo que parecía estar a cargo de aquélla, la menos deleitosa de las casas. Su pelo era lacio y negro, y las cejas tenían un movimiento hacia arriba que le daba al rostro, tatuado de azul, un aspecto de desorden completo. El hombre cogió a Walter del codo.
—¿Viene el alto extranjero de alguna tierra lejana? —preguntó en Bi-chi—. ¿Quiere una chica? ¿Quizá quiere una chica que menee los talones y haga muchas pruebas?
El inglés lo apartó y se encontró en una larga estancia cuyo ambiente era color de índigo debido al incienso que en él se quemaba. Unas muchachas estaban sentadas en divanes, tan completamente desnudas, que el inglés les echó una apresurada mirada colectiva y se volvió. Una de ellas, que tenía la piel particularmente oscura, estaba bailando en el centro del cuarto, empleando todos los músculos de su cuerpo con sonriente energía. El lugar estaba lleno de clientes, en su mayoría ebrios, y el ruido era ensordecedor.
El bullicio se hizo mayor cuando una delgada muchacha entró en el cuarto cubierta sólo por un trozo de seda que llevaba alrededor de las caderas. Traía una bandeja llena de una substancia espesa, como pasta. Los clientes la rodearon y empezaron a tocar la pasta con billetes de papel moneda, todos del mayor valor. Luego una mujer enorme y grotescamente gorda apareció por una puerta trasera. Estaba totalmente desnuda, y sobre la cabeza sostenía en equilibrio un enorme cilindro, del diámetro de un brazo humano, con una mecha en su parte superior. Alrededor de aquel cilindro había atados otros más pequeños. La mujer era inconcebiblemente fea.
Empezó a recorrer el cuarto en algo que pretendía ser una danza, y, al pasar, cada cliente se levantaba y con expresivo gesto le pegaba el papel que llevaba en la mano en cualquier lugar del cuerpo con fuerte palmada. El papel se le quedaba pegado a la mujer, y en un santiamén la gorda quedó cubierta desde el cuello a los pies por Moneda Voladora. La diversión se hizo más entusiasta y precipitada, y los clientes se alborotaban en busca de más pasta y oportunidad de pegarla.
El encargado de aquella casa volvió a aparecer al lado de Walter.
—Quizá el extranjero quiera una muchacha hermosa y agradable —insinuó—. Aquí no hay ninguna. Pero puedo mandar por una.
La mirada del muchacho se fijó en la delgada chica que llevaba la bandeja. El propietario meneó la cabeza.
—No, ésa es mía. Y, de todos modos, no es distinguida.
La gorda eligió ese momento para poner fin, al juego. Alzó los brazos y desató los pequeños cilindros de su cabeza. Después de acercar cada uno de ellos por turno a la antorcha que había a un costado de la pared hasta que se encendiera la mecha, se puso a arrojarlos a su alrededor, a los pies de los clientes. Esos cilindros estallaban en llamas con un ruido seco y fuerte.
Entonces encendió el cilindro grande. La mecha empezó a arder con fuerte crepitación, y la mujer miró a su alrededor buscando dónde arrojarlo. De pronto, se volvió y lo arrojó bajo un diván en que estaban sentadas unas seis o siete muchachas. Aquello estalló con ruido tan ensordecedor, que Walter pensó en los Hua-P’ao que había visto en acción en el río Amarillo. Sobresaltadas por el estrépito sus ocupantes cayeron al suelo, chillando de miedo y echando a correr hacia las escaleras.
El propietario alzó los brazos, entusiasmado, y gritó:
—¡Siempre se divierte uno en la Casa de la Alegría Alborotada!
Walter había visto bastante. Al cruzar la calle en dirección al establecimiento más tranquilo donde se alojaba, hizo unos rápidos cálculos. Llegó a la conclusión de que si todo el dinero pegado en el obeso cuerpo de aquella mujer tuviera en realidad su valor nominal, la gorda estaría cubriendo sus desnudeces con el precio de un palacio en Kinsai.