IV
—¡Que Dios os reciba en el reino de los cielos! Este chico será el criado de ustedes —dijo el padre Theodore empujando ante sí a un diminuto chicuelo de sonriente rostro negro bajo un enorme y sucio turbante.
El chico se puso una mano en el pecho y dijo:
—Bi, Mahmoud ibn Asseult.
—Así se llama —explicó el sacerdote—. Mahmoud es un buen chico. Yo mismo lo escogí para ustedes. Es un trabajador animoso y robará cuanto necesiten ustedes. Proviene de la región del Mar Rojo y creo que tiene algo de abisinio.
—Pero ¿hemos de necesitar un criado? —preguntó Walter.
—¿Han cargado ustedes alguna vez un camello? —preguntó a su vez el sacerdote, con un dejo de impaciencia en el tono—. ¿Alguna vez han estacado alguno para pasar la noche? ¿Son ustedes ágiles de dedos? No se puede andar en una caravana sin robar las cosas que hacen falta. Pueden ustedes estar seguros de que si Anthemus les proporciona un criado, es que lo necesitarán de veras. Acéptenlo y muéstrense agradecidos.
El muchacho tenía indudablemente algo de sangre africana, pues su nariz era achatada y sus labios, gruesos; además, la oscuridad de su tez se debía a algo más que los efectos del sol del desierto. Por otra parte, tenía cierto parpadeo y un animoso modo de poner los brazos en jarras totalmente ajeno a la severa dignidad de los pueblos nómadas. Su actitud expresaba mejor que en palabras:
—Me gustan ustedes, amos míos, y ya verán qué bien voy a portarme.
—El sacerdote palmoteó primero en el hombro a Walter y luego a Tristram, diciendo en alta voz:
—El amo Walter, el amo Tristram.
Mahmoud repitió con cierta dificultad:
—El amo Watter, el amo Twiss.
Luego volvió a tocarse el pecho y dijo con sonrisa aún más amplia:
—Bi, Mahmoud ibn Asseult.
El padre Theodore dijo algo en un idioma gutural; el muchacho se volvió y desapareció en la poblada plaza. Estaban bajo las derruidas paredes de Antioquía, que no habían sido reconstruidas desde el último ataque de los ejércitos egipcios. La plaza hervía de actividad ante la próxima partida de la caravana.
Walter señaló una parte de la plaza en que todos los camellos estaban cubiertos por gualdrapas blancas y llevaban plumas de avestruz en los arneses.
—¿Significa eso que las mujeres vienen con nosotros? —preguntó.
—Sí, todas. La segunda caravana tendrá que viajar con mucha mayor velocidad que ésta.
—Y ¿qué le pasó a la muchacha?
—Viene hoy, como dijo Anthemus.
—¿Se resignó, pues?
El sacerdote hizo un gesto despectivo.
—Ha cedido. ¿Qué otra cosa podía esperarse? Anthemus la azotó. La hizo desnudar hasta la cintura y él mismo le dio una docena de azotes. Dicen que eso ocurrió ante las demás hermanas, porque él sabía que eso iba a afectarla más que los latigazos. No soltó un quejido.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Tristram.
Temiendo un estallido por parte de su amigo, Walter contestó, sombrío.
—Te lo diré después.
—Pareces impresionado.
—Vamos a tener muchas cuentas que ajustar con Anthemus de Antioquía. Pero hemos de dejar pasar algún tiempo.
En ese momento regresó Mahmoud, que también parecía impresionado. Daba la sensación de ser un perro azotado que se acercara con la cola entre las patas. Le colgaban los labios y en sus ojos brillaba la mayor desesperación. Hasta su enorme y absurdo turbante parecía haber perdido toda su animación. Y se puso a hacerle un largo relato al sacerdote nestoriano.
—Me lo esperaba —dijo este último—. Anthemus ha sido de lo más frugal en sus arreglos. Dice Mahmoud que la tienda de ustedes es vieja y está llena de agujeros. Dice que todo cuanto les han destinado no lo tocaría ni siquiera un leproso. Los camellos son lo peor. Les han dado los tres camellos más miserables que pueden hallarse entre esta ciudad y la tierra del polvo rojizo.
—No estamos en situación de poder quejamos —dijo Walter molesto—. Al fin y al cabo, estamos viajando a costa de su generosidad.
—Muy escasa generosidad, señores míos —dijo el sacerdote, sonriéndose despectivamente—. He aquí las acémilas.
Ya se acercaban por la poblada plaza tres camellos, conducidos cada uno por un sonriente árabe. Aunque nada entendía de camellos, Walter advirtió no obstante que aquéllos eran las bestias más escuálidas, miserables y raquíticas que hubiesen puesto sus lastimeras pezuñas en los caminos del desierto. Los ocupados cargadores dieron un paso atrás para dejarlas pasar, golpeándose en la espalda los unos a los otros y soltando fuertes risotadas de burla para los perros cristianos que iban a viajar en ellas. Hasta el padre Theodore parecía gozar del chiste.
—Los reconozco a los tres —dijo el sacerdote, riéndose tontamente—. Son proverbiales en los caminos, señores míos. El primero es Zoroastro, un montón de huesos decrépitos. Sin embargo, es el más fuerte de los tres, y creo que lo más prudente es que lo monte su amigo, el más corpulento. Luego, está Helen. No es que los hombres se peleen por ella —añadió, gozando de su propio chiste—, sino muy por el contrario. Helen tiene la costumbre de morderles las rodillas a sus jinetes. Lo hace con astucia, cuando el jinete no está apercibido. Sus dientes son como alfileres, señores. El último es Doulahu, que significa El Cantante. Lo oirán ustedes durante toda la noche.
Y el padre Theodore elevó la voz imitando el bramido del camello.
—No los dejará dormir hasta que se acostumbren a él.
Tristram no había comprendido una sola palabra, pero se había hecho inmediatamente cargo de la situación al ver el aspecto de las monturas que se les destinaba. Echó mano del arco que llevaba al hombro y lo dejó caer con fuerza sobre las espaldas del más cercano de los morenos y burlones espectadores. El hombre aulló de dolor y se apresuró a ponerse fuera de alcance. Los demás hicieron lo mismo, por temor a los beligerantes propósitos del alto hombre blanco.
—Haría lo mismo con ese Anthemus si estuviera aquí —declaró Tristram, enrojecido de ira—. ¿Tenemos que aguantar esto, Wat? Preferiría hacer todo el camino a pie antes que montar uno de esos animales carcomidos por las pulgas.
—Pronto cambiaría usted de opinión —advirtió el sacerdote.
Ya estaban apareciendo las muchachas, vestidas de blanco y cubiertos los rostros por espesos velos. Al mirarlas, Walter pensó en los reclutamientos anuales de vírgenes atenienses que tantos siglos atrás fueran presa del Minotauro de Creta. Advirtió, sin embargo, que aquellas bellezas criadas en los harenes no estaban tristes por la suerte que les esperaba. Charlaban entre sí y hasta de cuando en cuando soltaban alguna carcajada.
Hoochin Babahu las precedía, pisando con agresiva fuerza y volviendo la cabeza en todas las direcciones. Resultó evidente que estaba buscando motivos de queja cuando se detuvo de pronto y señaló a los camellos cubiertos de gualdrapas blancas, diciendo algo, con su aguda voz, a Lu Chung, El Ave Que Empluma Su Nido. Sólo dos palabras de las que dijo llegaron a los oídos de Walter:
—Bi abahu…
—¡Yo quiero, yo quiero! —parodió el padre Theodore—. Siempre quiere algo. A eso debe su nombre. Lo que en realidad necesita es una docena de palos en la planta de sus feos pies. Nos ha hastiado a todos con sus «quiero».
—¿Está aquí la hermana de Anthemus? —preguntó Walter.
El sacerdote hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—Su lugar es inmediatamente detrás de la vieja alcahueta. Es la mejor de todas las muchachas, y, al fin y al cabo, es hermana de Anthemus, de modo que le toca el lugar de honor. Allí la tiene; es la que monta en el camello que lleva plumas en el arnés.
Los animales se habían arrodillado bajo las órdenes de sus sudorosos conductores, y las muchachas montaban en silla. Nada distinguía a la que se instalaba sobre el camello más vistosamente enjaezado de las demás. Walter se sintió aliviado. La muchacha no parecía haber sufrido mucho por la azotaina.
De pronto la actividad en la plaza llegó a su punto culminante. Un jinete mongol levantó el brazo y dirigió su cabalgadura hacia la brecha en el muro que otrora fuera una puerta. Hoochin Babahu introdujo su corpulencia en una litera llevada por dos caballos y la blanca procesión la siguió en fila india. La caravana estaba en marcha.
—¡En silla, en silla! —gritó el padre Theodore, contagiado por la fiebre de actividad—. Van ustedes en último lugar, pero tienen que estar listos.
Tristram hizo a su amigo una triste sonrisa.
—Bueno, si hemos de hacerlo, cuanto más pronto terminemos, mejor. ¡Vamos!
Y echó una de sus largas piernas por sobre la joroba de Zoroastro.
—Poco me gusta ser bufón de esos cerdos paganos.
—Domínate, Tris —aconsejó Walter, montando en Helen y prestando atención para prevenir cualquier intento de mordedura—. Saldremos de aquí en pocos minutos. Cuando volvamos, lo haremos montados en caballos árabes de pura sangre. Piensa en lo futuro y te sentirás mejor.
Sin embargo, la prueba resultó ser dura. Los espectadores esperaron hasta que los dos amigos se hubieron puesto en fila al terminar la caravana, y entonces estallaron en carcajadas y gritos más fuertes que nunca. Se retorcían de risa, aullando: ¡Nohuner! ¡Nohuner! (¡Perros! ¡Perros!). Unos chicos se pusieron a recoger verduras podridas del suelo y a arrojárselas a los odiados cristianos. Luego, empezaron a hacer lo mismo con excrementos de camello mientras otros recogían piedras. Walter se inclinó e hizo un gesto a Mahmoud, que iba detrás de él montado en Doulahu, para que pasara adelante. Ya llovían piedras de todas las direcciones, y los tres viajeros tenían que agachar la cabeza sobre las jorobas de sus monturas.
—¡Cruzados, cruzados! —chillaba la multitud, cuyo frenesí empezaba a invadir el terreno religioso.
De entre la multitud, el padre Theodore les gritó:
—¡Buen viaje, señoritos! ¡Animo! Ya volveremos a vernos.
—Anthemus de Antioquía —murmuró Walter—. ¡Te prometo que esta cuenta hemos de saldarla algún día!