I

Aunque brillaban de alegría las costas del estuario en que el verdor de fines de mayo y de la campiña inglesa parecía reflejarse, fué una triste pareja de viajeros la que desembarcó en Londres. Los recién llegados no habían tenido tiempo de levantar el ánimo durante el interminable viaje de vuelta a la patria. Walter tuvo la intención de escribir sus notas de memoria, pero tanto su mente como su mano se rebelaron siempre que se propuso empezar. En cuanto a Tristram, el estado de su arco era el índice más seguro de su estado de ánimo. Lo había llevado con negligencia al hombro y dejado descuidadamente en los rincones de las cámaras de buques y cuartos de posada; la cuerda estaba deshilachada y la madera no se hallaba pulida.

Entraron en una taberna y pidieron cerveza y trozos de asado. El posadero les sirvió una costilla a cada uno, y se pusieron a comer con unas ganas que tenían algo de furia. Sólo cuando hubieron tragado el último bocado de roja carne, acompañado de grasa, y hubieron vaciado su segundo jarro de cerveza, Tristram sonrió a su compañero y dijo:

—¡Por la Cruz! ¡Qué bueno es estar en la patria, Wat!

Walter hizo un sobrio movimiento de cabeza.

—Sin embargo, tengo mis dudas. ¡Oh, reconozco que en cierto sentido cumplimos lo que queríamos realizar! Hemos estado en Cathay y regresado sanos y salvos. Tenemos la bolsa llena y relatos maravillosos para contar. Pero ¿qué clase de recepción nos harán? ¿Seguirán imputándonos delitos? ¿Tendremos por recompensa un nudo al cuello?

—No me preocupa la salud de mi cuello. Anoche tuve una conversación con el capitán Camoys, y me habló muy bien del joven rey. Este Eduardo I está dictando nuevas leyes para proteger los derechos de los villanos.

—Nada tenemos que mostrar después de los cinco años transcurridos sino nuestras bolsas, llenas, y nuestras pieles, bien curtidas —dijo Walter, sombrío—. Si hablo de la audiencia de la emperatriz en Kinsai, me dirán: «Hic vigilans omniat… Este sueña despierto».

Y se comió el resto de su carne.

—Estaba aficionándome a la comida de los Manji, pero estoy dispuesto a admitir que ni el pato asado con vino ni el cerdo sazonado con jengibre nada tienen que ver con el rosbif de Inglaterra.

Tristram se reclinó en su asiento y soltó un suspiro de satisfacción.

—¿Qué será lo primero que hagamos? —preguntó.

—Tenemos que visitar a Joseph —dijo Walter, que había estado proyectando cuidadosamente los pasos a darse—. Debemos rescatar a LUKE EL MÉDICO y convertir nuestros tesoros orientales en sólidas libras inglesas. Es lo primero que debemos hacer. También creo que nuestro buen Joseph tendrá una clara noción de cómo sopla el viento político. Entonces será sensato alejarnos de Londres.

Pagaron su escote y salieron rumbo al oeste. Walter contempló las amontonadas casas y las bulliciosas multitudes en las calles. Por último, suspiró y meneó la cabeza.

—Wat Stander nació y vivió en Londres —dijo—. Quizás haya vivido cerca de aquí. Si no hubiese ido a la Cruzada con mi padre sino que se hubiese quedado en casa y fundado una familia, piensa, Tris, que podríamos ver salir a Maryam de una de estas casas. Es inconcebible que no haya nacido, aunque, con una madre inglesa, no habría tenido, algunos de esos dulces contrastes de carácter que aprendí a amar en ella. También me parece inconcebible que no nos reconociéramos los tres si ella saliera ahora, cubierta la cabeza por una cofia inglesa y esa brillante mirada en los ojos, aun cuando ninguno de nosotros nos hubiésemos conocido antes.

Tristram le puso una afectuosa mano sobre el brazo.

—No sé que espectáculo me sería más grato —dijo—. Pero las cosas han salido para mejor, aun cuando la hayas perdido aquella noche en el río. Si hubiese nacido en Londres, hija de un escudero, jamás te habrías enterado de su existencia. Si la hubieses visto vestida a la inglesa, la habrías considerado una bonita muchacha del bajo pueblo. Te juro que nunca le habrías dedicado dos pensamientos. No, Wat tuvimos que irnos hasta el Cathay para que llegaras a pensar como piensas ahora, y para que conocieras a Maryam tal como es —añadió al rato.

—Quizás tengas razón. Si me hubiese quedado en Inglaterra, no habría podido llegar a olvidarme de Engaine.

La vida de la enorme Londres los rodeaba con bullicio y alegre, vulgaridad, y su sugestión de asomante malicia bajo la superficie de las cosas. Se detuvieron a contemplar cómo una compañía de guardias de la ciudad llevaban a un panadero a la picota, con sus pesas falsas colgadas del cuello. En Vintry Ward, vieron gente que se arrastraba por el barro para beber el vino que se había derramado de un casco roto al caerse de una carreta. Unas prostitutas los abordaron y un mendigo, cuyas lamentaciones desoyeran, les chilló una serie de maldiciones de típico corte londinense.

En las cercanías de Temple Bar, oyeron toques de trompetas y se vieron envueltos en un torbellino de gente que corría en aquella dirección. Tristram, que llevaba en la mano el hueso de su comida y chupaba la médula mientras caminaba, lo arrojó apresuradamente al arroyo y exclamó:

—¡Wat, eso significa que el Rey está entrando en Londres!

Corrieron con la mayor rapidez que les fué posible, esperando poder echar una mirada al tan elogiado Eduado I. Las calles estaban tan concurridas que no pudieron acercarse mucho, sin embargo, y hubieron de contentarse en un primer momento con ver las plumas de los arneses y los cascos de los jinetes. Perdieron toda la ceremonia que precediera la apertura de las barreras para permitir el paso de la real comitiva que entraba en la ciudad.

Luego se acercaron lo bastante para entrever al alto monarca. El Rey cabalgaba bajo la azulada bandera de San Edmundo, con sus tres coronas de oro, que indicaban su rango. Llevaba sencillas hombreras de acero y una capa de raído terciopelo rojo estaba atada al descuido a su cuello. El más humilde de los escuderos de aquella comitiva estaba tan bien vestido como ese rey.

Walter estudió aquel rostro que sonreía gravemente bajo la levantada visera del casco. Era un rostro serio y pensativo, aunque no carecía de modo alguno del porte real que caracterizaba a los Plantagenet. Tenía la mirada brillante, los rasgos bien proporcionados, acentuados más bien por una leve caída de la ceja izquierda. Su porte era majestuoso. Eduardo era muy alto, y se mantenía tan erguido en la silla que parecía más apropiado para mandar una carga de caballería que para saludar en rueda de cortesanos.

Cuando la procesión hubo pasado, Tristram se sintió los ojos llenos de lágrimas.

—Wat —declaró—. Lo habría reconocido por rey aunque lo hubiese visto en jubón, desnudas las piernas, entre todos los villanos de Londres. Todo cuanto me dijo el capitán Camoys es cierto. Quizá sea el rey que desde hace tanto tiempo esperábamos.

Walter guardó silencio por un rato.

—Tiene unos rasgos normandos —dijo por fin.

—¡Pero también tiene la marca inglesa! No te equivoques al respecto.

—¿Crees, pues, que hice mal en negarme a entrar a su servicio? ¿Que de puro chapucero me puse en Bulaire en la necesidad de huir?

Tristram meneó la cabeza.

—La voluntad de Dios era que todo ocurriera como ocurrió. Pero ahora que lo he visto, estoy seguro de que tiene fuerzas bastantes para recuperar el poder que han usurpado los barones. ¿Tendrá la fuerza interior necesaria para devolvérselo al pueblo en vez de guardarlo para sí?

Un gordo mercader, con el escudo de su corporación bordado en la manga, había oído lo que estaban diciendo. Los miró con una sonrisa un tanto acidulada.

—No diré que es un buen rey —dijo—, hasta que vuelva a ver en mi mano las dos libras que tuve que pagar para ayudarlo a ir a la Cruzada. Que me devuelvan mis dos libras, y convendré con ustedes que es Alfredo y Eduardo el Confesor y el rudo y viejo Rick, unificados en una sola armadura.

La multitud estaba empezando a dispersarse, aunque quedaban algunas personas como si una nueva atracción las detuviera. Ante la sorpresa de Walter, éste se dió cuenta de que, junto con su compañero, se habían convertido en el centro del interés que los había mantenido reunidos. Los ociosos los habían rodeado y observaban sus menores movimientos.

El gordo mercader parecía compartir la curiosidad de los demás.

—¡Caramba! —exclamó—. Creo que deben ser ustedes los dos que anda buscando todo Londres. Jóvenes, ¿han pasado ustedes muchos días en Calais antes de atravesar la Mancha?

Walter movió la cabeza en señal de asentimiento, sin saber adónde quería llegar el mercader.

—¡Entonces son ustedes los dos ingleses que han regresado del Cathay! —exclamó el hombre, cuyo rostro, normalmente amoratado, se había sonrojado con el entusiasmo—. Hace dos días que vino un buque con informes sobre ustedes. ¿Es cierto que al Gran Khan lo vieron ustedes montado en cuatro elefantes? ¿Es cierto que lucharon contra un dragón con un ojo en cada escama?

Walter sabía a qué echarle la culpa de esas inoportunas preguntas. Aún llevaba el birrete que tuviera puesto al salir de Kinsai, de color anaranjado con una pluma de pavo real. Aquella prenda evocaba inconfundiblemente a Oriente, y, además, ambos compañeros estaban bronceados por los vientos marinos y los ardorosos rayos del sol oriental.

—Sí, estuvimos en Cathay, mi amigo y yo —contestó—. Pero ahora llevamos mucha prisa y no podemos quedarnos.

Cuando llegaron, encontraron a Joseph trabajando en su depósito. Oyeron unos golpes de martillo en la escalera exterior y vieron su encanecida cabeza inclinada al lado de unas vigas que indicaban que el propietario pensaba ampliar su casa. Al verlos, Joseph dió un grito y se echó el martillo al hombro.

—Sabía que estaban ustedes de vuelta —dijo, adelantándose hacia ellos con amplia sonrisa—. La noticia circuló por todo Londres acerca de los dos ingleses que habían estado en Cathay. ¡Ah, señorito Walter, y usted, bravo Tristram, qué contento estoy de verles! ¡Debería darse una fiesta para festejar este día!

—¿Qué hay de una marcha a la horca? —preguntó Walter.

Joseph meneó la cabeza con énfasis.

—¿Después de la hazaña de ustedes? —exclamó—. No se le ocurra, siquiera, señorito Walter. Ahora tenemos un rey que cree en la justicia para todos. Se llama a sí mismo rey inglés, y está dándonos leyes inglesas. Es más probable que sienta usted el espaldarazo del Rey que la cuerda del verdugo en el cuello.

La preocupación de Walter se traslució al empezar a hablar en seguida de Wat Stander.

—Puede que tengamos alguna noticia para usted de su viejo camarada —dijo—. Un inglés llamado Walter fué capturado y muerto poco después. Ocurrió en Alepo. Tris y yo estamos inclinados a creer que se trataba de su cofrade el escudero.

Joseph se irguió al oír eso como un perdiguero al olfatear una perdiz.

—¡Tienen ustedes noticias de Wat Stander! —exclamó—. ¡Hable, hable! No puedo aguantar mi impaciencia. ¡Cuántos ansiosos pensamientos habré dedicado a mi bravo Wat!

Cuando los muchachos hubieron narrado su relato, Joseph hizo una confiada señal de asentimiento.

—Creo que ésa ha de ser la verdad. Era un hombre muy alto y guapo, y las mujeres se enamoraban fácilmente de él. Él es el padre de su encantadora esposa, señorito Walter, me jugaría la cabeza. ¡Fué la mano de Dios la que les llevó a Antioquía, pueden estar seguros de ello! ¡Pensar que un hijo de mi señor Rauf se ha casado con la hija de mi viejo compañero!

—¿No hay forma de asegurarse de que era él?

Joseph meneó la cabeza.

—Que yo sepa, no. Los padres de Wat murieron cuando todavía era niño. En cuanto a su aspecto, era un muchacho alto de ojos tan azules como los de una mujer. Era de carácter tan voluble como el tiempo en abril.

—Todo cuanto usted me dice me confirma en mi suposición —dijo Walter, que volvió a las otras preocupaciones que le embargaban el espíritu—. ¿Tiene usted noticias de nuestro condado?

El semblante de Joseph adoptó en seguida una expresión de la mayor seriedad, y miró a Walter con aire solícito.

—Sí —dijo—, hay noticias, mas ninguna de ellas es agradable de oír. El medio hermano de usted, el joven conde, está tan lleno de rencor normando como su perversa madre.

Hizo una pausa, y luego preguntó:

—Usted sabrá, por supuesto, que la madre de usted ha muerto hace cuatro años, ¿no es cierto?

En el silencio que cayó sobre la habitación, el exescudero miró a uno y a otro, pintado en el rostro el mayor asombro.

—¡Señorito Walter —exclamó—, mucho me duele haberle dado así esa noticia!

Walter se dirigió a la ventana y miró la concurrida calle. Pasó largo rato antes de que hablara.

—Creí que me resignaría a ello —dijo—. Cuando la vi por última vez me convencí de que no duraría mucho, pero a pesar de ello… esperaba regresar a tiempo para volverla a ver.

Hubo otra larga pausa.

—Quizá sea mejor así. Pocos motivos tenía para vivir, y el estado de su mente no era apropiado para la vida. Estoy seguro de que murió contenta.

Se alejó de la ventana y se dejó caer en una silla.

—Hablaba usted de mi medio hermano. No podría resistir el relato de sus maldades, pero tenemos que oírlo todo antes de regresar, de modo que será mejor que nos lo diga ahora. ¿Qué ha hecho?

Joseph se sumió en su narración como contento de aliviar la tensión.

—No se sabe si obra por influencia de su tres veces maldita madre o si sus perversidades le nacen espontáneamente. El hecho es que la gente ha empezado a llamarlo El Cachorro de la Mujer Endemoniada y Edmond, el Tunante. En seguida emprendió el vengarse del ataque al castillo. Dos de los hombres de los cuales se supo que estaban con usted aquella noche fueron apresados y ahorcados en Bulaire.

Tristram se inclinó hacia adelante y preguntó con ahogada voz:

—¿Recuerda usted sus nombres, Joseph Maule?

—Los conocía a ambos. Tom Aske y Rob Tallson. Eran hombres toscos y honrados, e incapaces de los crímenes que les achacaron para ejecutarlos.

Tristram se sintió tan lleno de ira que no logró hablar sino en un murmullo:

—Ambos eran de Cencaster. Eran buenos amigos de mi padre. Estoy seguro de que los eligieron por la parte que tomé en el asunto. Como yo estaba fuera de alcance, los ahorcaron a ellos en represalia.

—Eso sólo fué el comienzo. Harry el Chato se les había escurrido entre los dedos, pero el conde incendió la taberna de Little Tamit; él mismo fué quien aplicó la antorcha con su propia mano. Desde entonces, Harry el Chato está prófugo. Dicen que se ha unido a los bandoleros de la región.

—¡No es posible! —exclamó Tristram, con vehemencia—. Eso no lo creo. Harry el Chato es un hombre honrado. Aun cuando se haya visto obligado a refugiarse en el monte, nunca se juntaría con una banda de malhechores.

—Las cosas han cambiado mucho —dijo el exescudero—. La pesada mano del conde ha impulsado a muchos hombres honrados a unirse a ellos. He oído de más de veinte que se han despojado de la gola de hierro y se han puesto a vivir la vida de los hombres libres. Existe una guerra abierta entre el castillo y los bandoleros. Las bandas libres casi echan mano al hijito del conde hace unos quince días.

Walter había tenido el espíritu tan preocupado con sus cosas, que no había escuchado con atención. De pronto se volvió bruscamente y preguntó:

—¿Su hijo?

Joseph asintió.

—Sí, un niño de dos años. Dicen que es muy hermoso y que se parece mucho a su abuelo paterno, lo cual es una buena cosa, porque su padre tiene un aspecto muy feo, y una nariz de ave de rapiña que cuadra bien a su codicia.

—¿Quién es la esposa del conde?

—La señora Engaine de Tressling. Una gran belleza, como habrá de recordar usted —dijo Joseph, quien hizo una pausa—. ¡Claro está que lo ha de recordar usted, según lo que he oído decir! La cosa es que no se llevan bien. Ella monta mejor a caballo que él, y tiene buena mano para el halcón. Dicen que no lo quiere mucho. ¡Dios mío, espero que sea cierto!

Al darse cuenta de que no se había mostrado un dueño de casa muy hospitalario, Joseph salió de la habitación en busca de comida. Walter miró a su compañero y meneó tristemente la cabeza.

—¡Pobre Engaine! —dijo—. Temo que la vida le resulte muy difícil.

—Pues, yo no le tendría tanta compasión, Wat. Una señora con tantos humos siempre puede hacer lo que quiere. Y, al fin y al cabo, tiene la vida que se ha buscado. Es condesa de Lessford.

—La vuelta al hogar no será agradable para nosotros, Tris. Lo cierto es que te encontrarás con cosas muy desdichadas, y temo a la idea de volver a Gurnie ahora que mi madre no estará allí para recibirme.

—Para mí también habrá trabajo —dijo Tristram lentamente—. Dejé que mis amigos soportaran el peso de todo. Ahora tengo que ocuparme de que nos den el desquite.

—Piensa lo que haces —le advirtió Walter—, y no obres hasta que no veas por tus propios ojos cómo están las cosas.

Joseph regresó con una gran fuente de estaño en que había un suculento guiso de cordero y verduras.

—Mi Elpsie es una excelente cocinera —dijo con orgullo—. Tiene el secreto de los guisos a punto. Pruébenlo ustedes, y verán qué placer es para el paladar.

También hubo unos excelentes vasos de cerveza blanca, con sabor a nuez. A pesar de las malas noticias que habían recibido, se pusieron a comer con el apetito propio de la juventud. El cordero y las verduras resultaron excelentes. Nada se dijo mientras comían, pues los tres tenían la mente ocupada con los problemas que se les presentaban.

De pronto pasó por el vestíbulo un muchacho, que miró con una curiosidad que tanto se refería a la comida como al aspecto de los visitantes.

—Supongo que será Harry o Toby —dijo Walter. El dueño de casa rió cordialmente.

—El tiempo ha volado, señorito Walter —exclamó—. Mis muchachos parecen crecer una pulgada por día. Harry y Toby son ya grandes muchachones, que desempeñan sus oficios. Hasta Gilly me pasa ya del hombro. Ése era John.

—¿Se refiere usted a John el Añadido?

Joseph meneó la cabeza.

—Ya no lo llamamos así. John ya no es añadido. Creo que haré de él un escribiente; sí. A veces le llamamos John Pregúntalotodo.

—Le vimos trabajar en una ampliación de la casa. ¿Se debe a que ha aumentado la familia?

—Elpsie, la mujer de mi Conand, es una esposa fiel. Sí, hay tres nietos más ahora. Me dolió que Harry y Toby se fueran, pero es una suerte que vivan con sus amos. La habitación que voy a añadir no bastaría si todos estuviesen aquí. Uno de mis buenos chicos, Gilly, quizá tenga que dormir conmigo allí, de modo que estoy tratando de hacer que el cuarto sea cómodo y cálido.

De pronto alzó la voz y llamó:

—¡Anne, Anne!

Una pequeñuela regordeta apareció en el umbral. No alcanzaba a tener cuatro años, mas era muy lista y tenía clara conciencia de su blanca y limpia túnica y del lazo azul que llevaba en la cofia.

—Anne, di a estos caballeros quién eres.

—Soy la nena de mi abuelito —contestó la niña con orgullo.

—Sí, eso es lo que eres.

La cogió en brazos, la puso sobre sus rodillas y sonrió ante la rapidez con que la chiquilla estiró la mano hacia la fuente.

—Es la nena de su abuelito. Será como su abuela. Me gusta tanto esta pequeña que temo al día en que la vea crecida, cuando me abandone. Pero, añadió con un suspiro, todas hacen lo mismo. Mis nietos están tan ocupados con sus cosas que rara vez vienen a ver al abuelo.

La casa de Haggai tenía una entrada de aspecto miserable a la cual se llegaba por unos gastados escalones de madera, pero nuestros amigos se hallaron en un mundo totalmente diferente al dejar atrás el oscuro vestíbulo exterior. El lujo de la habitación en la que entraron les hizo mirarse, asombrados. Colgaba del techo una lámpara de plata; en las paredes había ricas colgaduras y una gruesa alfombra en el suelo.

Haggai los recibió con la altanería de los judíos ingleses de aquella época. Como no estaban sujetos los judíos a las leyes del país, sino sólo a la voluntad personal del Rey, se mantenían apartados y trataban a los que comerciaban con ellos con indisimulado desprecio. Haggai había dejado de lado la gabardina amarilla con sus dos tablas de lana que los judíos vestían en la calle como distinción de su raza, y apareció ante ellos envuelto en una brillante túnica de raso blanco. Su barba, recién lavada y perfumada, le caía en abundantes rizos, casi hasta la cintura.

—¿Qué desean ustedes, jóvenes cristianos? —preguntó en francés normando.

—Tendrá que hablar en inglés —dijo Walter—. Mi compañero no entiende el francés.

Haggai asintió con un movimiento de cabeza, como si se confirmara su pobre opinión acerca de sus visitantes.

—Acabamos de llegar del Cathay —prosiguió Walter— y traemos muchos objetos de gran valor que deseamos convertir en oro. También vengo por un copón que le dejaron hace unos años y que quiero rescatar.

Haggai asintió con indiferencia.

—Estaba por disponer del copón porque no esperaba tener noticias de usted después de tantos años. Me debe un fuerte interés.

—¿Tiene usted el copón aquí? Estoy ansioso por volver a verlo.

El mercader salió de la habitación y volvió a los pocos minutos con LUKE EL MÉDICO, que colocó ante sus visitantes, sobre una mesa. El objeto había sido muy bien conservado, y brillaba, hermoso, a la luz de la lámpara. Walter se acercó para examinarlo.

—Había olvidado lo hermoso que es —dijo en tono reverente—. Muy feliz me sentiré por volverlo a tener.

Haggai echó una mirada a Joseph, quien se había quedado respetuosamente un poco atrás.

—Este comerciante me lo trajo hace cinco años. ¿Tiene usted ahora el dinero para devolver el importe del préstamo y el interés, que, como he dicho, asciende a una suma considerable?

—El monto del interés —dijo Joseph secamente—, fué estipulado claramente entre nosotros.

—Confío en que la memoria de este comerciante no le falle. No rebajaré un maravedí de la suma que se me debe.

Walter abrió la bolsa de cuero que llevaba al hombro y empezó a dejar sobre la mesa, al lado del resplandeciente copón, los regalos de la Emperatriz. A Haggai se le dilataron los ojos de asombro, y miró con calculador silencio aquella exhibición. Al rato, cogió el cacharro Sung para examinarlo más de cerca.

—Es bueno —reconoció a regañadientes—. Pero no es antiguo, y en porcelana, la antigüedad es la que establece el valor. Sin embargo, es bueno.

—Eso no está en venta —declaró Walter—. Me propongo regalárselo al Rey en cuanto me conceda audiencia.

—A Su Majestad le gustaría esto —dijo el judío cogiendo el anillo de esmeralda con una mano que temblaba a pesar de sí mismo—. El valor resalta más a la vista. Es evidente —prosiguió después de varios minutos de cuidadoso estudio de los relucientes objetos— que ustedes han estado en la ciudad de Kinsai, pero fué antes de la llegada de los ejércitos de Bayan.

Y Haggai se puso a observar a Walter con la cabeza un poco ladeada.

—Se me convierte en certeza la suposición de que son ustedes los dos ingleses de quienes tanto oí hablar. No lo sospeché cuando entraron, en un primer momento, pues se creyó que no habían salido ustedes con vida de Kinsai.

—En mí está convirtiéndose en certeza otra suposición —dijo Walter mirando con repentino interés a Haggai—. Creo que usted actúa en Inglaterra en representación de Anthemus de Antioquía.

Haggai asintió con indiferencia.

—Es cierto. Es un trabajo no remunerado, pues Anthemus lo exige todo como beneficio para sí. Estoy esperando para pronto una consignación de él.

E hizo un gesto con la mano hacia la mesa.

—¿De qué me sirven, pues, estas cosas?

—Nada de lo que reciba usted de Anthemus —declaró Walter—, igualara lo que tiene usted frente a sus ojos. No necesitaría decirle ni recordarle, Haggai, que el beneficio de lo que le ofrecemos será exclusivamente de usted. No necesitará usted compartirlo con el rapaz Anthemus.

Haggai concedió mérito a esa afirmación echando a los objetos una segunda y escrutadora mirada. Como conclusión, propuso una suma que sólo hizo reír a los tres visitantes. Siguió una segunda oferta, que fué recibida del mismo modo. Por último, llegó el judío a una cifra que a Walter se le antojó cercana a lo menos aceptable. Vaciló.

—No basta —intervino Joseph.

Haggai se volvió hacia él con jadeante indignación.

—¿Pretende ese ignorante mercader en granos saber algo del valor de las piedras preciosas? —exclamó, mirando al techo.

—Sé algo de ladrones cuando los veo actuar.

Siguió el regateo hasta que se hubo hecho una oferta mucho mayor. Walter volvió a vacilar.

—No es bastante —repitió Joseph.

—¿He de soportar los balbuceos de este infame entrometido? —gritó el judío, elevando los brazos como si le hubiesen ultrajado—. Ya pierdo bastante con la suma que acabo de ofrecer. No puedo ofrecer un solo maravedí más.

—Vuelva usted a poner las cosas en la bolsa, señorito Walter —aconsejó el exescudero—. Hay mercaderes de Lombardía que aceptarán gustosos la oportunidad.

—¿He de verme arruinado por ese villano comerciante en forraje para caballos? —exclamó Haggai acariciándose la barba con nerviosos dedos—. Seré lo bastante tonto para subir la oferta. Pero juro por mí fe en el único Dios viviente que es mi última palabra.

Tragó saliva y con esfuerzo casi lastimero, murmuró su última oferta.

—Acepte usted, señorito Walter —dijo Joseph.

—Acepto —dijo Walter—. Necesitaré una cuarta parte de esa suma en oro ahora mismo, y el resto, cuando lo pida.

Y se volvió a Tristram.

—¿Quieres disponer también de tu parte?

—Aún no, Walter —contestó Tristram meneando la cabeza—. No necesitaré dinero hasta que mis planes sean más definitivos.

—Pero ¿acudirá usted a mí? —preguntó Haggai, ansioso.

—No puedo hacer promesas.

Cuando Haggai hubo entregado una bolsa de oro y firmado un papel en que constaba la transacción, Walter contó un montón de monedas de escaso valor.

—Esto es para que se lo mande a Anthemus —dijo—. Con esto se paga el alquiler de los tres peores camellos de todo el desierto, el precio de un esclavo negro y el costo de una tienda de segunda mano llena de agujeros y de pulgas. Usted le hará saber, ilustre Haggai, que he saldado mi deuda con él.