I
—Ha llegado un mensajero al campamento —anunció Walter, temblando de frío—. Lo manda Bayan, el de los Cien Ojos. Parece que al fin y al cabo no hemos de ver a Maragha.
Tristram se levantó de su asiento, en la tienda.
—¿Qué pasa ahora?
—Estamos retrasados, y Bayan ha resuelto salir sin más espera. Nos uniremos al grueso de sus fuerzas en un cruce de caminos a unas leguas de las puertas de la ciudad y seguiremos inmediatamente hacia el este. El mensajero dice que la segunda caravana de Antioquía es esperada en el cruce de caminos al mismo tiempo que nosotros, dentro de dos días. También se dice que Bayan está furioso por tener que llevarse a las mujeres consigo.
El alto arquero echó a andar de un lado a otro, golpeándose los brazos contra el cuerpo, para entrar en calor. Sus lecciones de Bi-chi no habían progresado, y aún dependía de Walter para enterarse de las noticias del campamento.
—Otro camello cayó muerto al llegar a las líneas —informó éste—. No pueden soportar el frío de las alturas. Algunas de las muchachas están enfermas. La vieja sangra por la nariz y siente un gran dolor en su enorme vientre.
—Nunca he sentido un frío como éste —dijo Tristram.
Walter había fruncido el ceño, y su nariz estaba adquiriendo un pronunciado color azulado.
—Los persas dicen con mucha unción que la tierra se divide en siete climas y que el de ellos es el cuarto, el perfecto. ¡Perfecto! Hace dos semanas nos ahogábamos en el polvo del desierto, y ahora parece que vamos a morir congelados. Sin embargo, seguimos. Maragha es un largo trecho de nuestro viaje.
—¿Siempre te sientes apremiado por tus ansias de prisa, pues?
—Lo mismo que antes —contestó Walter, con sombría sonrisa.
La oscuridad estaba cayendo con tanta rapidez que Mahmoud se había precipitado para terminar de alzar la tienda. Era aquélla la misma que Anthemus les había destinado, pero Mahmoud había encontrado nuevas maderas para el armazón y zurcido minuciosamente hasta el último agujero, de día, mientras viajaba montado en El Cantante, y de noche, después de la cena. Hasta había logrado encontrar buena cantidad de seda celeste, de aquélla que usan los mongoles para forrar sus tiendas (los ingleses se habían abstenido cuidadosamente de hacer pregunta alguna acerca del origen de esa seda), de modo que podían pasar sus horas de descanso con cierta comodidad y hasta con un toque de lujo.
Al rato, el criado llamó alegremente a sus amos a comer, y los dos amigos se apresuraron en contestar al llamado. Mahmoud, que se había metido bajo las ropas unos mechones de pelo de camello y llenado las babuchas de paja, para entrar en calor, les preguntó en el poligloto idioma del desierto que usaban para entenderse entre sí:
—¿Les gusta la comida, mis buenos amos?
—Es excelente, bribonzuelo —contestó Walter, quien añadió en voz baja—: Tenemos por criado al ladrón más listo de la caravana.
Tristram destapó la olla en busca de una pata de gallina, y soltó un profundo suspiro:
—¿Crees que ella estará bien?
—¿Quién? ¿Tu encantadora Maryam? No he tenido más noticias de ella.
Durante las largas semanas transcurridas desde que salieran de Antioquía, Walter sólo la había visto una vez, y Tristram, ninguna. Una tarde, a última hora, apareció bruscamente en el horizonte una neblina amarillenta y grisácea. De un extremo al otro de la caravana se levantó un fuerte clamor: «¡Arena, arena!». Y todos se precipitaron a alzar las tiendas y a asegurarlas con arena en su parte baja para protegerse contra la tormenta. Hasta algunas de las muchachas ayudaban en aquella febril actividad.
Tristram estaba ayudando a Mahmoud a levantar su tienda, y Walter se había precipitado a auxiliar a otros. Por el terrible aspecto de la nube, que se acercaba velozmente, podía ver que era menester no perder tiempo. Plantó estacas con un cabo de lanza hasta que pareció querer rompérsele la espalda, levantando de vez en cuando la cabeza para mirar al cielo, donde ya la vanguardia de la tormenta se desencadenaba con un sibilante viento premonitor. Walter nunca había visto cosa semejante, y el espíritu se le llenó de todos los relatos que oyera sobre las misteriosas y malignas fuerzas de Oriente.
Antes de que abandonara el trabajo, las tiendas de las mujeres habían sido levantadas y aseguradas. La tormenta, por entonces, estaba por desencadenarse con furia, y el muchacho estaba por volverse para echar a correr, cuando se dio cuenta de que una de las muchachas había estado trabajando a su lado. De pronto ésta se volvió a mirarlo. La cubría un fino velo, de modo que, a pesar de no poder estar completamente seguro, le pareció que se trataba de la hermana de Anthemus.
Lo que ocurrió entonces fue en contra de todas las normas. En vez de huir a su tienda, la muchacha dijo algo con ansioso tono. Como el muchacho no comprendiera las palabras, la chica acudió a la fórmula de presentación del desierto. Se tocó el pecho y pronunció su nombre:
—Bi, Maryam.
Cuando el muchacho contestó: «Bi, Walter», se sobresaltó, asombrada. Dijo «¿Walter?», en un tono que parecía indicar que el nombre significaba algo para ella. Luego, sonrió y exclamó:
—¡Walter, Londres!
Y se quedó repitiendo esas dos palabras en una especie de éxtasis.
El viento ya aullaba en los alrededores y les arrojaba partículas de arena, pero ambos se enfrentaron sin pensar en su seguridad inmediata. Walter elevó la voz para hacerse oír por sobre el rugido de la tormenta, y gritó en griego:
—¡Londres! ¿Qué sabe de Londres?
—Mi padre…
Y el resto se perdió en el loco aullido del viento. Walter se acercó a ella, levantando su capa para protegerla de la arena.
—¿Dice usted que su padre era de Londres? —preguntó—. ¿Y que también se llamaba Walter?
—Sí, sí. ¿Quién es usted? —exclamó la muchacha asintiendo con movimientos de cabeza—. ¡Oh, dígame que también viene de Londres!
—Soy inglés.
Maryam se inclinó hacia adelante y le tocó el brazo con gesto de súplica. Hablaba con tanta rapidez que el muchacho no podía seguir lo que decía, aunque estuvo seguro de comprender una palabra; «¡Auxilio!». A pesar de la dolorosa lluvia de arena, la muchacha se levantó el velo y Walter pudo ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. Volvió a oír la palabra «auxilio».
En ese momento un guardia se precipitó hacia ellos y obligó a la muchacha a apartarse, con gesto de enojo. Le gritó algo al inglés y se puso a arrastrar tras de sí a la muchacha en dirección a las tiendas de las mujeres. A los pocos segundos, la pareja se había perdido en la ardiente nube de arena que barría el campamento. Walter se volvió y echó a correr.
Tardó un buen cuarto de hora en correr azotado por la arena para llegar a su tienda. Una vez bajo techo, le dijo a Tristram con voz jadeante:
—Tengo noticias para ti, Tris. Es algo casi increíble.
—¿Qué pasa? Estaba muy asustado por ti, Wat. Casi desesperaba de volver a verte.
—¡Tenías razón! —murmuró Walter—. La muchacha tiene sangre inglesa. Te lo contaré todo en cuanto me haya quitado esta arena de la garganta.
Pocos minutos después prosiguió con su relato:
—La vi y conversamos por un minuto. Su padre era inglés. Se llamaba Walter y había venido de Londres. Es lo único que pude comprender, aparte del hecho de que pide desesperadamente auxilio. ¿Crees, Tris, que su padre puede haber sido Wat Stander, el escudero de mi padre? Como recordarás, Joseph nos habló de él.
A Tristram se le iluminó el rostro de interés.
—Quizás hayas tropezado con la verdad. Claro está que habría cientos de ingleses llamados Walter con los cruzados, pero queda la posibilidad de que se tratara de Wat Stander.
Hizo un rápido cálculo de años.
—Tu padre estaba aquí en el 54. Si Stander fue tomado prisionero, sí, todo cuadra. Pero eso no es lo importante. La muchacha tiene sangre inglesa, y eso es lo que me hace pensar. Wat, tenemos que hacer algo por ella.
Walter hizo una seña de asentimiento.
—Sí, tenemos que encontrar algún modo de ayudarla. Pero ¿qué podemos hacer? Has visto que las tiendas de las mujeres están estrechamente vigiladas. Y en caso de que lográramos sacarla de allí, ¿adónde la llevaríamos?
—Ya se presentará la oportunidad de hacer algo —declaró Tristram, confiado—. Pero si no se presenta, tendremos que producirla nosotros.
Las cautelosas averiguaciones que hicieron desde entonces, no tuvieron resultado alguno. Los guardias tenían órdenes estrictas de no hacer comentario alguno acerca de las mujeres, aunque el campamento entero hervía de rumores acerca de lo que pasaba detrás de las sedosas paredes de las tiendas. Los ingleses se habían enterado enseguida cuando una exaltada mujer del Lejano Sur había apuñaleado a una de las muchachas circasianas por una bagatela. Sabían que los celos y las envidias eran comunes y que casi todos los días se daban azotes, pero nunca el nombre de Maryam había sido mencionado en relación con episodio determinado alguno.
Y por las noches, sentados al lado de la fogata, se ponían a hablar del encuentro de Walter, con la muchacha el día de la tormenta de arena.
Una vez, Tristram meneó la cabeza, pensativo.
—He estado devanándome los sesos pensando en varios proyectos para rescatarla —dijo—. Ninguno de ellos valía la pena de volver a pensarlo. Es enloquecedor, Wat. A esta chica le espera un futuro peor que la esclavitud, y nosotros, hombres de su propia raza, estamos aquí sin poder hacer nada para impedirlo.
—Yo he estado haciendo lo mismo, con idéntico resultado. La única satisfacción que veo para nosotros es que pronto, nos uniremos al grueso de las fuerzas, donde la mano de Bayan contendrá a estos mongoles, que han estado demostrando una peligrosa curiosidad por las mujeres. Mucho he temido que llegaran a sublevarse.
—Si eso llega a ocurrir, podemos hacerles frente —aseguro Tris.
Como siempre, estaba cuidando su arco, lustrando la madera y probando la cuerda. Le dio una afectuosa palmada.
—Me gustaría intervenir si hubiese pelea. Sería un placer para mi meter algunas flechas en sus grasosos pellejos.
Walter meneó la cabeza.
—Los Tsao-ta-tse son siempre peligrosos. Esos estúpidos eunucos jamás los contendrían. Si llegan a sublevarse, la vieja arpía sólo podrá entregar bellezas violadas en Khan Bhalig.
De pronto se oyó la armoniosa voz de Mahmoud que, en la puerta de la tienda, anunciaba:
—Viene alguien, amos míos.
—Era El Ave Que Empluma Su Nido, Lu Chung. El chino había estado muy en evidencia en todas las etapas del viaje, en que actuara como senescal del campo, y, según los rumores, hacía pingües ganancias en cada transacción. Estaba envuelto en una vistosa túnica de seda bordada, de mangas lo bastante largas para cubrirle las manos, y un pañuelo de tela de oro le envolvía el cuello bajo su cabeza de gárgola. Había substituido las botas de doble suela que calzaba durante el día por unos escarpines de púrpura y oro.
Dirigiéndose a los ingleses en la lengua común murmuró lentamente:
—El humilde Lu Chung tiene un mensaje para los poderosos señores del Occidente.
Walter le indicó un asiento con el gesto, y encendió una lámpara mongol que suspendió de un gancho que colgaba del travesaño principal de la tienda. La lámpara estaba llena de aceite, y daba una luz hermosa y cálida. Lu Chung contempló el azulado forro de la tienda y las mantas extendidas sobre una cama de ramas de tamarindo, e hizo un gesto de aprobación.
—El criado de los poderosos señores de Occidente es un excelente criado.
—Sí, es muy buen criado, pero trabaja demasiado.
El visitante consideró esa información en silencio. Luego, en lo que pareció ser un tono de considerable satisfacción, dijo
—Muy bien. Eso significa que se necesita otro muchacho. Este humilde individuo se ocupará de eso.
—¿Qué trae al ilustre Lu Chung a nuestra tienda?
El gigantesco chino se puso de pie y dejó caer la portezuela de fieltro que cerraba la tienda. Se inclinó hacia ambos amigos para murmurar:
—Un asunto, muy secreto. ¿Guardarán silencio los nobles señores?
—Puede usted confiar en nosotros —contestó Walter.
—Una palabra imprudente, y… —dijo Lu Chung, haciendo un gesto como si se clavara un puñal en el pecho, después de lo cual murmuró—: Este humilde individuo ha conversado con la pequeña Rosa Negra.
Walter sólo sabía que ése era un nombre que se daba al clavo de olor, la más preciada de las especias de Oriente, de modo que calló esperando mayores detalles. Lu Chung hizo un gesto que en él era una sonrisa.
—Me refiero a la muchacha —dijo—. Esa muchacha no es como todas las demás. Tiene un gran espíritu, un sabor de rosa negra. Las demás —añadió con el mayor desprecio—, son insípidas como calabazas frescas.
—¿A cuál de las muchachas se refiere el ilustre Lu Chung?
—A la hermosa hermana del estimable Anthemus —contestó el gigante inclinándose en rígida reverencia—. Está en serio peligro. Tiene valor, mas aun sigue llorando mucho de noche. Este humilde individuo le ha prometido ayudarla. En Maragha. ¿Quieren los poderosos señores ayudar también? —preguntó en cauteloso susurro.
Walter fue tomado totalmente por sorpresa. Le parecía increíble que el chino, famoso por su venalidad interviniera en asunto tan peligroso y de tan poco provecho. Observó minuciosamente a su visitante, pensando para sí que nunca había visto la falsedad tan patente en un rostro humano. Pasó largo rato antes de que preguntara.
—¿Qué podemos hacer?
—Muy poco. Es posible que los nobles señores no lo sepan ni aun mientras lo estén haciendo.
—¿Ha reclamado la muchacha nuestro auxilio?
—Sí, joven señor. Le pidió a Lu Chung que viniera aquí —contestó el chino, cuyos modales se hicieron aún más misteriosos—. Otros nos ayudarán en Maragha. Todo está arreglado. Habrá mucho dinero para Lu Chung y también para los jóvenes señores.
—¡No queremos dinero! —replicó secamente Walter.
El pedido de auxilio de una mujer desamparada no podía ser desoído, pero a Walter se le hacía difícil aceptar aquella situación y los peligros que importaba para sus planes. A pesar de todo, añadió:
—Mi amigo y yo ayudaremos. Díganos qué hemos de hacer.
—Lu Chung hizo otra de sus horrorosas sonrisas.
—¡Bien! Se lo diré a la muchacha. Ahora no puedo decir más.
—¿Cómo podremos ayudar si nada se nos dice? —preguntó Walter, exasperado.
—Esperen. Confíe usted en el humilde Lu Chung —contestó el gigante, inclinándose y saliendo de espaldas hacia la puerta, donde se detuvo y tendió una mano—. Mañana llegamos a una población con mercado de esclavos. Lu Chung comprará otro muchacho para los nobles señores —añadió, empezando a restregarse las yemas de los gordos dedos—. Paga Anthemus. Pero quizá los nobles señores…
El gesto era inequívoco, y Walter metió de mala gana la mano en la bolsa que llevaba a la cintura. Sacó un dinero de oro y lo dejó caer en la codiciosa mano.
—¡Bien! —suspiró Lu Chung—. Recuerden. Silencio.
Cuando hubo partido, Tristram preguntó:
—¿Qué quería ese canalla?
—Ven a dar un paseo, de modo que podamos hablar tranquilamente.
Y salieron en la noche. Aquella zona había sido azotada recientemente por una tormenta, pues la arena formaba largas ondas como si la superficie hubiese sido rizada por agujas celestiales.
—Se ha presentado la oportunidad por la cual hemos estado esperando —dijo Walter, caminando lentamente y golpeándose los brazos en el cuerpo para calentarse.
Y se puso a relatar todo cuanto le había dicho Lu Chung.
—No estoy seguro de que El Ave Que Empluma Su Nido no sea lo que siempre creímos que era, un canalla mentiroso y traicionero —dijo—. ¿Cómo hemos de saber que no cobrará una segunda recompensa al descubrir el plan a Anthemus?
—Es un riesgo que tenemos que correr —exclamó Tristram—. ¡Yo, por Dios vivo, estoy dispuesto a correrlo!
—La muerte lenta no es agradable. Cortan un miembro por día empezando por los dedos. Generalmente se tarda una semana en morir desangrado —dijo Walter estremeciéndose, aunque luego logró hacer sonreír a su compañero—. Sin embargo, opino lo mismo que tú. Tenemos que hacer cuanto podamos.
—No es probable que tengamos parte en lo que se haga con ella después que haya logrado escapar. Pero a mí me parece dudoso que podamos quedarnos en la caravana.
Walter había estado pensando en aquello y calculando el costo, de viajar por sí mismo con el resto del oro que aún le quedaba en la bolsa.
—Tris —dijo, meneando tristemente la cabeza—. Dudo que podamos llegar a China solos. Sólo nos quedará un camino abierto. Si salimos de ésta con vida, tendremos que separarnos. Tú tienes que regresar. Para eso alcanzará el dinero. Yo te metí en este baile e insistiré en que regreses. En cuanto a mí, me dirigiré hacia el sur y veré si puedo llegar por mar.
Tristram echó a reír.
—¿Cómo puedes creer que yo te abandonaría? No, Walter, pase lo que pase, tenemos que afrontar las consecuencias juntos. Si uno puede ir por mar, del mismo modo pueden ir dos.
—La separación es el único medio sensato —persistió Walter—. Tengo el Oriente metido en la sangre. Tengo que llegar a ese fabuloso país o nunca he de conseguir paz en mi espíritu. Pero ése no es motivo para sacrificarte a ti.
—¿Acaso estaríamos aquí si nos hubiésemos propuesto observar un proceder sensato? No, no quiero oír hablar más de ello. Nos quedamos juntos.
Dieron unos pasos en silencio. Y de pronto a Walter le vino a la boca aquella vieja frase de Oxford: «¡Idiota integral!». Luego de una pausa añadió:
—Bueno, pues, está resuelto nos quedamos juntos, terco amigo. Me siento feliz de tener un compañero como tu.
La viajera del cielo, como habían llegado a llamar a la luna después de pasar tantas semanas en compañía de la gente del desierto, estaba bastante alta cuando ambos amigos volvieron a su tienda. Mahmoud estaba terminando la última de sus tareas consistente en limpiar la olla con un puñado de crines de la cola de un caballo. Estaba tarareando una melopeya interminable, la única canción que parecía conocer. Les había dicho que se llamaba Viajo en un camello con una barba como la del Profeta.
El muchacho les dio una animosa bienvenida:
—Mis buenos amos llegan tarde.
Al recordar la promesa de Lu Chung, Walter dijo:
—Mahmoud trabaja demasiado. Hemos de conseguir a otro muchacho para que le ayude.
—¡No quiero a otro muchacho, no, amo! —protestó el pequeño criado, indignado y alarmado a la vez—. Mahmoud ibn Asseult es el único muchacho que ustedes necesitan Los otros muchachos no sirven —prosiguió indignado, y, haciendo un gesto con el dedo de oreja a oreja, añadió—: Si viene otro, Mahmoud lo degollará.
—Bueno, pues, ya veremos. Buenas noches, Mahmoud.
Tristram se quedó dormido en cuanto se hubo estirado sobre la fragante cama de tamarindo. Walter se quedó despierto por un tiempo, llena la mente de las dificultades que se les presentaban. Mahmoud tampoco dormía. Walter podía oírlo volverse en su cama detrás de la cortina tendida a un costado de la tienda.
—¿Está despierto el amo?
—Sí, Mahmoud.
—Por favor, amo —dijo el chico con infinito dolor en la voz—. A Mahmoud le gusta el trabajo. A Mahmoud le gustan sus buenos amos. ¡Por favor, amo, no traigan a otro muchacho!