II

Antes de alejarse para atender a los repetidos llamados de su amo, Wilderkin le había dicho:

—Podrá usted ver a la dama Hild en seguida, señorito Walter.

Aquello era un inesperado placer. La salud de su madre era tan incierta, que el muchacho no estaba seguro de poder verla antes de ir a Bulaire.

Desde hacía diez años o más, aquella señora no había salido de su habitación sino en raras oportunidades, cuando se presentaba a comer o, en ciertas tardes, más raras aún, cuando salía a pasear por su jardín después de la caída del sol. Si acudía a la mesa, se sentaba en la grada, al lado de su padre, mas entre ellos no se cambiaba palabra alguna.

Walter siempre había estado convencido de que su madre se mantenía oculta porque la vida había perdido para ella todo sabor. Su camera era la habitación más amplia del piso alto, aunque no muy apropiada para una estancia tan continua. Tres de sus costados daban al exterior, lo cual significaba que era muy calurosa en verano y fría en invierno. Sin embargo, de ningún modo había podido convencérsele a la señora de que cambiara de cuarto. Cuando Walter le hablaba del asunto, ella le sonreía suavemente diciéndole que era una criatura de costumbres, y que no podría estar contenta en ninguna otra parte. El muchacho sabía cuál era el verdadero motivo de aquella terquedad; por la ventana que daba al este, podía ver muy a lo lejos, recortadas contra la negra silueta de Algitha Scaur, ¡las almenas de Bulaire!

Wulfa, su doncella, compartía su soledad. Era una mujer enjuta, de expresión amarga y reconcentrada. En aquella mujer, Walter no había podido descubrir jamás un rastro de suavidad. Nunca sonreía, y en cuanto a los chistes, no correspondían a su modo de ser. Pero se mostraba abnegada para con su ama, y le dedicaba todo su tiempo. Sólo salía de la habitación cuando alguna de ellas necesitaba algo, caso en el cual se afanaba con rapidez y en silencio. Con las demás personas de la servidumbre, se mantenía en un estado de incesante beligerancia.

Aquella fiel criatura fue la que contestó a su llamado a la puerta. No le sonrió, sino que le hizo una reverencia tan breve ya rápida que el muchacho esperó oírle crujir las rodillas.

—La dama Hild está levantada y quiere verlo, señorito —murmuró.

Y el muchacho oyó que su madre exclamaba «¡Walter! ¿Eres tú, hijo mío?».

Estaba sentada en un sillón esterillado cerca de la ventana que daba a Bulaire, y se habría levantado para saludarle si Wulfa no se hubiese precipitado hacia ella con exclamaciones casi frenéticas.

—¡No, señora! ¡No debéis levantaros! ¡Con lo débil que estáis!

Los oscuros ojos de su madre le sonrieron a Walter por sobre el hombro de la inclinada doncella, como para decir: «Perdóname por no levantarme, pero ya ves cómo estoy». Walter se quedó inmóvil por un rato, observándola con una sensación de sorpresa y reverencia. Nunca le había parecido tan encantadora. Tenía el cabello blanco, pero no obstante ello, rebosaba juventud y frescura. Los ojos resaltaban, enormes, en aquel pálido rostro y sus rasgos eran tan delicados como los de una estatua de santa de catedral. Wulfa se había preocupado por su tocado, y la señora vestía un delicado traje de brocado y llevaba un peplo envuelto alrededor del cuello.

Había otro motivo por el cual se mostraba sorprendido. Walter creía encontrarla profundamente desesperada, pero en cambio su madre se hallaba rodeada de una serena calma. Hasta parecía feliz.

—Hijo mío —dijo, cogiéndolo de la muñeca y haciéndolo sentar en un sillón cercano—, ¿sabes que ha muerto? En un primer momento, cuando Wulfa me lo dijo, creí que había llegado el fin de todo. Era fuerte, valiente y hermoso. Pero ahora veo las cosas con mayor claridad. No era feliz, Walter, y ahora está en paz. Siento que está más cerca de mí que nunca, y comprendo que es para mejor, que es la voluntad de Dios. Antes de que entraras, Walter, estaba sentada aquí, observando el cielo y recordando, recordando muchas cosas. Me sentía muy feliz.

Y siguió hablando en voz baja. A Walter le costaba mucho seguirla, pues su madre hablaba mucho de cosas que él ignoraba por completo. La mujer le había cogido del brazo y lo atraía hacia ella mientras le murmuraba algunos de sus recuerdos agradables. Walter miró el cuarto, a su alrededor, y vio que Wulfa había introducido algunos cambios mientras él se hallaba ausente. La cama, tapizada, tan alta que Wulfa dormía bajo ella en un catre, tenía por entonces una colcha carmesí; sobre el estante superior del viejo bargueño, en el rincón, las velas blancas habían sido sustituidas por otras de color rojo. El único tapiz del cuarto, que colgaba de la pared opuesta a la cama, había sido restaurado con tanta prolijidad que el muchacho no pudo ver rastro de sus familiares desgarraduras. Los cambios introducidos alegraban mucho la habitación.

—Te pareces mucho a él, hijo mío —murmuró su madre—. Estoy orgullosa de ti, muy orgullosa, por ello. En la universidad te convertirás en un hombre instruido, Walter. Tu padre tenía muy poca instrucción, le aventajarás en eso.

Y entonces empezó a hablar en tono casi lírico de cosas ocurridas antes de que el muchacho naciera. Todo aquello se hallaba tan lejos de su conocimiento, que antes de que pasara mucho tiempo Walter se dio cuenta de que su atención se distraía. Se puso a pensar en lo importante que había sido ese cuarto en su vida. Allí había nacido (aunque en un principio no se estuvo seguro de que su abuelo permitiera que el acontecimiento pasara en su casa), y había sido durante años su verdadero hogar. Además, allí era donde viera por primera vez a Engaine.

La chica tenía por entonces unos ocho años, y él era tres años mayor. La confiscación era en aquella época cosa nueva, y entre Gurnie y Tressling reinaba el más concentrado de los odios. Muchas anécdotas sobre aquella caprichosa niña habían llegado a Gurnie, y la chicuela era tan mal considerada como su despótico padre. Walter pudo no haberla visto nunca de no ser por un accidente.

Fue un frío día de fines de invierno, en que la nieve se acumulaba en altos montones y soplaba un fuerte viento del oeste. A Engaine le habían dado permiso para salir a dar un paseo o había prescindido del permiso, lo cual parece más probable. La acompañaba un solo paje, jovencito barbilampiño, nuevo en la región y en el feudo que mediaba entre las dos casas. Cuando su joven ama se sintió completamente aterida de frío, el paje llamó a la puerta principal de Gurnie, para pedir que los dejaran entrar a descansar y entrar en calor. La dama Hild recibió a la chiquilla y la llevó a su cuarto, donde, en el hogar, ardía un alegre fuego. Sentó a Engaine frente a la chimenea y mandó a Wilderkin que calentara un poco de hipocrás para ella. Walter se hallaba en la habitación, sentado en un rincón sin perder nada de aquella joven visitante de encantadores ojos celestes y pequeño y delicado rostro. Esperaba, en vano, que también le dieran un poco de hipocrás a él.

Aún recordaba que la niña vestía una rica túnica azul sobre su chupa. Aquella túnica había sido evidentemente achicada. No era de extrañarse, pues hasta en las mejores familias el traspaso de ropas de personas mayores a jóvenes y de ricos a pobres era una práctica común. Walter estaba seguro de que la túnica, por ser exactamente del mismo color de sus ojos, le sentaba mejor a ella de lo que le hubiera sentado a su dueña anterior. La ajustada capucha que le cubría la cabeza era de armiño, y su barbijo era de terciopelo azul.

Ya a esa edad Engaine tenía una lengua descarada y atrevida. Hablaba con la dama Hild con una tranquilidad bastante asombrosa en una niña tan pequeña, y en varias oportunidades rió a carcajadas. Hasta tuvo la audacia de hacer con la cabeza una seña de asentimiento ante el humeante hipocrás, y exclamar: ¡Waes hael! Por entonces ya había entrado en calor. Le había vuelto el color a las mejillas, un delicado matiz rosado, y los ojos le brillaban al hablar. Walter nunca había visto a nadie tan encantador en su vida, y no es extraño que su admiración empezara entonces y allí mismo.

La chica miraba a su alrededor con una curiosidad vivaz, sin dejar de incluir a Walter en su inspección. Lo que veía no pareció impresionarla, pues dijo, dilatando levemente las ventanas de la preciosa nariz:

—Esta casa es pequeña. No puede compararse con Tressling ni Bulaire.

—No —contestó la dama Hild—, es humilde, comparada con Tressling y Bulaire.

—Nuestro castillo es el mayor del mundo. Tiene seis torres.

Aquello estaba tan lejos de la verdad que Walter tuvo deseos de contradecirla a gritos. Tressling sólo tenía dos torres. El chico se quedó en silencio con gran dificultad.

—Mi padre tiene cien arqueros y cincuenta hombres de armas.

Aquello estaba llegando demasiado lejos.

—Sólo hay veinte arqueros en Tressling —dijo Walter—. ¡Y sólo diez hombres de armas!

La chica se volvió y lo miró con tanta frialdad que Walter se arrepintió de haber hablado.

—Ese chico tiene muy mala educación —dijo ella, y, dirigiéndose a la madre, preguntó—: ¿Cómo se llama esta casa?

—Gurnie. Es una casa muy antigua. Creemos que data de la época de nuestro gran rey Alfredo.

—¿El rey Alfredo? Jamás oí hablar de un rey Alfredo.

Y la chica se puso a pensar intensamente.

—Ahora sé. He oído a mi padre hablar de Gurnie. Ustedes no tienen arqueros ni hombres de armas. Son sajones.

—Sí, hijita, somos sajones.

—¡Y muy orgullosos de ser sajones! —exclamó Walter.

—Bueno —dijo Engaine después de una larga pausa durante la cual se quedó mirando con fijeza al chico—, creo que eso no puede enmendarse, ¿verdad? Me parece usted muy buena. ¿Cómo se llama ese chico?

—Se llama Walter.

—Entonces es Walter de Gurnie. Es un nombre más bien bonito. ¿Tiene el cabello rizado natural o se lo riza usted? El mío es natural.

—Y el de Walter también.

—Sabe usted —dijo la chica después de otra pausa—, se parece mucho al primo de mi padre, el conde de Lessford. ¿Cree usted que será tan guapo como el conde cuando sea crecido? Pero se me ocurre que sería mejor que se peinara el cabello.

Walter la vio bastante a menudo con el pasar de los años. Engaine se dignaba a veces hablarle, y siempre lo hacía con una cierta amabilidad bajo su displicente tono. El muchacho nunca se sentía muy feliz después de verla, pues la muchacha le demostraba a las claras que lo consideraba de sangre inferior. No obstante, aquellos encuentros con ella le proporcionaron la mayoría de los recuerdos que quería tener de una triste infancia.

—Walter —dijo su madre por fin—, ahora que tu padre ha desaparecido, creo que he de contarte la historia entera. Tienes derecho a saber. Walter la miró con ansiedad, pensando en lo mala que tenía la memoria su madre. Le había relatado aquella historia muchas veces, y como nunca variaba en la narración, el muchacho habría podido recitarla de memoria, palabra por palabra. Se puso de pie, sabedor de que había que observar el ritual de siempre. Wulfa había desaparecido ya. Walter se dirigió una por una a todas las puertas, las abrió para asegurarse de que nadie escuchaba, y hasta visitó las ventanas.

Cuando su madre empezó el familiar relato, escuchó con renovado interés, esperando que la muerte de su padre sirviera para revivir nuevos recuerdos en la memoria de la narradora.

—Tu abuelo estaba contra nosotros, Rauf y yo. Rauf tenía veintidós años, y yo, casi dieciséis. Como ambos éramos de sangre noble y yo iba a heredar Gurnie, no habría sido una alianza desproporcionada. Pero Rauf era de la sangre de aquellos invasores normandos, mientras que yo era anglosajona pura, de modo que mi padre no quiso oír mencionar el asunto. Juró que una hija suya no se casaría jamás con un extranjero. ¡Imagínate, considerar extranjero a Rauf! Había nacido en Bulaire, como su padre y muchos de sus antepasados. Pero papá odiaba a los normandos y nunca había podido perdonarles la batalla de Hastings.

Dio un largo suspiro.

—Claro está que solíamos encontrarnos. ¡Oh, todo era de lo más correcto! —Wulfa, que ya entonces me servía, siempre estaba presente y Rauf tenía a su escudero. Ni siquiera nos apeábamos, sino que deteníamos nuestras cabalgaduras lado a lado en algún punto del bosque. Rauf me hablaba en murmullos. Estábamos seguros de que terminaríamos por casarnos.

Suspiró más profundamente aún.

—Luego regresaron los frailes llevando la Cruz y predicando la necesidad de otra cruzada para ayudar al buen rey Luis de Francia. Levantaron una Cruz de madera, recuerdo que tenía unas doce varas de altura. Llegó gente de todos los alrededores, y, cuando uno de los sacerdotes nos contó las cosas que había visto en Tierra Santa, tuve ganas de levantarme y exclamar, como lo hacían todos los hombres, que el Santo Sepulcro no debía quedar por más tiempo en manos paganas. Me alegré porque Rauf fuera el primero en adelantarse y besar la Cruz. No habría podido seguir amándolo si hubiese permanecido indiferente. Canté con el mayor fervor, hasta El Viejo de la Montaña. Más de doscientos de nuestros hombres juraron la Cruzada aquel día.

Como siempre, hizo una larga pausa a esa altura del relato. Hasta entonces, nada le había contado que Walter no hubiera oído antes. El muchacho sintió que nacía en él un sentimiento de rencor contra las Cruzadas. Habían sido muchas y ocasionado muchos males y sufrimientos. Tuvo la tentación de decirle a su madre que en Oxford los estudiantes habían tomado la costumbre de comentarlas a la ligera y hasta con irreverencia. Un hombre que expresara su deseo de ver otra Cruzada no era considerado como empeñado en acción caballeresca. En cambio se le aplicaba una expresión: «Está cansado de tener a su mujer cosida a sus calzas». Nadie tenía ya paciencia para escuchar los relatos de los cruzados que habían vuelto de Asia. Todos eran ya demasiado familiares. Ponían a los cruzados motes burlones; a veces los estudiantes, al aludir a alguno de ellos, solían decir que tenía «la cabeza llena de pulgas arábigas». Hasta había una expresión particular para expresar el hecho de que un hombre estuviera cautivo en Oriente: «Le quemaron la Cruz sobre las nalgas». Esa expresión se debía a que aquél constituía uno de los modos en que los sarracenos trataban a sus prisioneros cristianos.

Su madre reanudó el relato.

—¡Qué valientes y buenos eran los jóvenes que habían jurado reconquistar la Ciudad Santa! Marchaban con la Cruz en el brazal y una devota expresión en el rostro. Sabíamos que de cada cinco no habría de regresar más que uno, porque las otras veces había sido así. Se morían de calor y de sed o resultaban muertos en la lucha; peor aún, a veces caían en manos de los sarracenos y eran tenidos como esclavos o desollados vivos. Les quedaba poco tiempo que vivir, y ¡eran tan jóvenes!

Inclinó la cabeza, y pasó un largo rato antes de que prosiguiera.

—Dieciocho fueron los niños que nacieron en la región a los nueve meses de marcharse los cruzados; uno de ellos fuiste tú, hijo mío. De los otros, nadie hizo caso pues siempre ocurría lo mismo, pero yo era de sangre noble, y aquello provocó tantas murmuraciones que creí morir de vergüenza. Pero estaba segura de que Rauf y yo habríamos de casarnos en cuanto él regresara; él habría de volver, Dios y la Virgen mediantes; aguanté pues las iras de tu abuelo y me obligué a conservar la cabeza alta.

Volvió a producirse la acostumbrada pausa.

—Pasaron cuatro años antes que Rauf regresara. Cuando volvió, traía a su esposa.

Hasta entonces, aquél siempre había sido el final de la historia. Sin embargo, al rato prosiguió con inusitada pasión:

—¡No se habría casado de haber sabido tu existencia, hijo mío! —y se le subió un poco de calor a las mejillas—. No había modo de comunicarle la noticia. Y estaba terriblemente endeudado. Había hipotecado sus tierras para conseguir dinero para ir, y al volver su nave naufragó en las costas de una isla de Grecia. Allí lo mantuvieron de rehén, como los germanos hicieron con el rey Ricardo.

Sus parientes de Normandía, la familia de ella, pagó el rescate. Así, pues, se casó y permaneció un año en Normandía antes de regresar con su fea esposa normanda y su hijo. Walter, hijo mío, ¡si hubiera sabido de ti, habría hecho frente a sus deudas y cumplido su promesa para conmigo!

—¿Cómo puedes saberlo con certeza, madre?

La dama Hild estaba bastante cansada ya, pero contestó con un resto de triunfo en la voz:

—Me lo dijo. Sí, Walter, una vez vino a verme. Era cuando tu abuelo estaba cabalgando por los pantanos de Gales. Tuvimos una larga conversación; Rauf se mostró muy triste y arrepentido, y me dijo que habría vuelto con alegría para hacerse cargo de sus deudas si lo hubiera sabido, y que hubiese vendido a Bulaire si fuese necesario. Había estado ausente cuatro años, y estaba seguro de que yo lo había dado por muerto mucho antes. Hasta pensó que yo me había cansado de esperar y que me habría casado con otro.

Walter la interrumpió, ansioso:

—Nunca me dijiste que había venido a verte. Creo… Creo que eso hace variar las cosas.

—Sí, hijo mío, las cambia por completo. No creo que hubiera podido vivir hasta ahora si no lo hubiese vuelto a ver. ¡Pero vino! Y me dijo —prosiguió, cogiendo la mano a su hijo y apoyándosela en la mejilla—, me dijo que yo era la única a quien había amado. ¡Eso he tenido para consolarme durante todos estos años!

—Hay algo que nunca te conté, madre —confesó Walter—. Yo también tuve una conversación con él, y me dijo que no era un hombre fuerte, que cedía con facilidad a las influencias. Ahora veo que estaba tratando de explicarse conmigo.

Hubo un momento de silencio, después del cual la señora dijo en un susurro:

—Nunca he visto a su mujer, Walter. ¿Cómo es?

Los sentimientos del hijo se tradujeron en enojadas palabras.

—¡Es una normanda! ¿Acaso necesito decir más? Está resuelta a salirse siempre con la suya; es dura, codiciosa y cruel.

—¡Qué vida triste ha tenido él!

—Madre —preguntó Walter, ansioso—, ¿estás segura de que se habría casado contigo si las circunstancias hubiesen sido otras? ¿Y de que yo hubiera podido ser hijo legítimo?

—Sí, hijo querido, estoy segura de ello.

—¿Estás segura de que te prefería a ti antes que a su mujer legítima? ¿Y a mí, antes que a su otro hijo?

—Walter —contestó ella seriamente—, nunca dudes de que en lo más profundo de su corazón Rauf sentía que yo era su verdadera esposa y tú, el hijo que habría querido tener a su derecha. ¡Nunca lo dudes!

Walter se sintió invadido por una gran sensación de alivio y felicidad. «¡Ahora no necesito seguir odiando su memoria!», se dijo para sí.

La doncella volvió y se dirigió apresuradamente hacia su ama.

—Ha hablado usted demasiado, señora mía —dijo con inexpresivo tono que, sin embargo, lograba dar una impresión de reproche—. Ahora ha de acostarse usted. Venga, apóyese en mí, señora.

La madre de Walter se había reclinado hacia atrás en su sillón. Cerró los ojos, y el muchacho pudo ver que estaba temblando.

—¡Oh, se ha excedido usted, señora mía! —exclamó Wulfa—. Ya sabía que lo iba usted a hacer.

Y, dirigiéndose a Walter con tono suplicante, le dijo:

—Será mejor que se vaya usted, señorito.

Lo acompañó hasta la puerta, donde le dijo en un suspiro:

—Está empeorando. Los ataques se producen más a menudo. Me doy paulatinamente cuenta de lo mucho que empeora.

La señora sentada en el sillón se había erguido. Miró a los dos, que estaban en el marco de la puerta, con aspecto de conspiradores. Mas en su mirada no había comprensión ni conciencia.

—¡Wulfa! —exclamó, en tono agudo y poco natural—. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué te propones hacer?

Y la voz subió de tono.

—¡Vuelve aquí! ¡Wulfa! ¿Quién es ese hombre?