II
En las últimas horas de la tarde siguiente, la pequeña Anne, que se había instalado ante una de las ventanas del piso alto, gritó con excitada voz:
—Oigo la voz de mi abuelo. Está muy contento, pues habla con rapidez.
Después de infructuosas horas pasadas en el centro de la ciudad, horas de continuas preguntas, suposiciones y rumores sobre el paradero de Maryam, rumores que resultaron todos falsos, Walter había regresado a casa de Joseph Maule para ver si se tenía noticias de los demás buscadores. No se detuvo a interrogar a la niña sino que salió de la casa en un santiamén.
Su mirada se posó primero en el triunfante Joseph, al frente de una procesión de media manzana de largo. El exescudero estaba echando su sombrero al aire y tomándolo al vuelo mientras caminaba, como un juglar o trovador en la vanguardia de un ejército que regresara de la batalla, y tenía el rostro resplandeciente en una amplia sonrisa. A su lado caminaba uno de sus nietos, mucho más alto que él, e inmediatamente detrás un personaje envuelto en un sucio albornoz que le azotaba las negras pantorrillas, cubierto por un enorme turbante que le ocultaba casi todo el rostro. Aquella aparición de ébano llevaba a un niño de la mano. A su lado, con leve cojera, iba una mujer vestida de blanco. Estaba rodeada de cerca por curiosos burgueses, y en un primer momento Walter no pudo verle el rostro sino por un instante. La forma de su mejilla evocó en Walter muchos recuerdos. No estaba seguro de si era cosa de su imaginación, pero el corazón empezó a latirle apresuradamente en el pecho. La mujer volvía la cabeza en todas direcciones con unas ansias que no se dejaban reprimir, y, quizá por la fuerza de la costumbre, una vez gritó con débil voz: «¡Walter!». El muchacho comprendió que no se trataba esta vez de una alucinación; era aquélla la voz que tan a menudo oyera en un jardín de Kinsai, ronca y debilitada por entonces, pero con el mismo timbre dulce. Ya no tuvo dudas. Ante una repentina y abrumadora comprensión de que el milagro se había operado, gritó: «¡Maryam!», y empezó a abrirse paso apresuradamente entre los grupos de personas que se habían reunido para ver pasar a la extraña procesión.
Joseph lo vió y gritó:
—No hay duda alguna, señor Walter: es su esposa.
El muchacho, habiendo oído o no, no contestó. Tenía la mirada fija en la frágil figura al abrirse paso hacia ella, mientras la sangre le pulsaba, exultante, en las venas. ¡Ya! Pudo lograr verle el rostro. Era aquél un rostro delgado y pálido, y los ojos parecían aún mayores. Walter echó a reír por el infinito alivio que sintió al reconocerla.
—¡Maryam! —volvió a gritar.
La muchacha se detuvo y miró a su alrededor, erguida la cabeza ante la revivida esperanza. Entonces lo vió. Por un rato se quedó perfectamente quieta, como incapaz de creer lo que veían sus ojos. De pronto su rostro adquirió una expresión de éxtasis, y, dejando caer un pequeño lío que llevaba, echó a correr hacia él.
—¡Walter! ¡Walter! ¡Al fin te encuentro!
Cuando se abrazaron, a Maryam le faltaron las fuerzas, y fué un cuerpo inerte el que Walter tomó en sus brazos. El muchacho se sentía tan feliz que habría querido prorrumpir en gritos de agradecimiento a la Divina Providencia por el milagro que había vuelto a unirlos. Al rato, sin embargo, se dió cuenta de que la cabeza de su esposa le había caído, inmóvil, sobre el hombro.
—¡Paso! —gritó—. ¡Abrid paso, la señora está enferma!
De pronto oyó una voz familiar a su lado que balbuceaba:
—¡Amo, amo!
Y a pesar de su desesperado impulso por echar a andar hacia la casa, volvió la mirada atrás por sobre su hombro y vió un sonriente rostro negro.
—¡Mahmoud! —gritó—. Conque ¡me encontraste a pesar de todo, excelente y fiel muchacho!
—Sí, amo. El viaje fue largo…
Entonces Walter advirtió que le costaba moverse. Un peso se le había sujetado a una pierna. Con considerable esfuerzo logró volver la cabeza y mirar hacia abajo. Un chiquillo se le había agarrado con un brazo y ambas piernas, y con la mano libre le golpeaba furiosamente.
—¡Mahmoud! —exclamó Walter—. Parece que hay dificultades aquí. Líbrame de ese enojado hombrecito.
Mahmoud obligó al niño a soltar su presa y lo alzó, mientras el chico seguía llorando y luchando, para sentárselo en el hombro.
—Es el amo chico —dijo con amplia sonrisa—. Tiene miedo que se lleve usted a su madre.
—¡Su madre! —repitió Walter, mirando asombrado al esclavo—. Mahmoud, ¿qué quieres decir? No puede ser…
Mahmoud asintió, y su sonrisa se le acentuó todavía más.
—Sí, amo. Gran sorpresa. Hijo de familia. Hermoso chico, amo. Casi tres años.
Walter se sintió incapaz de hacer un movimiento. Miró otra vez al criado y luego a su hijo, que estaba, luchando porque lo dejaran en el suelo, evidentemente para acudir en ayuda de su madre.
—¡Mi hijo! —se dijo Walter para sí—. Bastante difícil es concebir que mi mujer me haya sido devuelta. Pero ¡esto! ¡Esto excede ya de lo creíble!
—Su esposa, se ha desvanecido —dijo la voz Joseph a sus espaldas—. Debería usted llevarla a casa inmediatamente.
Walter miró la cabeza que descansaba sobre su hombro. Maryam tenía los ojos cerrados, y sus pestañas se destacaban muy largas y negras contra la palidez de sus delgadas mejillas. Walter no podía estar seguro de que respirara, y una ola de temor lo asaltó de que pudiera serle arrebatada. Estirando su brazo libre, empezó a abrirse paso por entre los curiosos.
—Está muy enferma, Joseph —dijo, pues su ansiedad le apartaba de la mente todo otro pensamiento, hasta el de la existencia de un hijo de tres años—. ¡Qué liviana es! Me cuesta tan poco llevarla, que… que temo lo peor.
Joseph, que estaba ayudando a abrirles camino, volvió la cabeza para mirarlo con tranquilizadora sonrisa.
—Una buena comida y bastante descanso es todo lo que necesita —dijo alegremente—. Elpsie tendrá ya una olla de sopa sobre el fuego. Eso la reanimará en seguida.
¡Dios quiera que tenga usted razón!
Llegaron a la puerta, bajo la enseña del comercio de Joseph, y Walter se detuvo por un momento para mirar hacia atrás.
—Me dicen que ése es mi hijo —dijo en un tono tan lleno de reverencia que fué casi un susurro—. No estoy seguro de poder creerlo. Todo esto tiene que ser un sueño.
Y le faltó la voz.
—Un sueño maravilloso, Joseph.
—No necesitaba que me lo dijera, señor —declaro el exescudero—. Una sola mirada a ese hermoso niño me bastó para reconocerlo por hijo suyo. Es la imagen viviente de usted y de mi señor Rauf, aunque juro que veo en él algo de mi viejo camarada, Wat Stander. Y ¡qué ánimos! ¡Cómo le pegaba a usted!
Elpsie surgió de su escondite para hacerse cargo de su papel. Puso a Maryam en una de las enormes camas que había en un cuarto trasero y le obligó a tomar un trago de fuerte vino. Luego se puso a restregarle las finas muñecas, murmurándole en tono solicito:
—¡Pobrecilla! ¡Qué hermosa, qué hermosa es usted, señora!
Mientras se afanaba en esa tarea, mantenía la cabeza baja, teniendo particular cuidado en no permitirse la presunción de que su mirada se encontrara con la de Walter.
El muchacho estaba de pie al lado de la cama y contemplaba el inmóvil cuerpo de su mujer con una aprensión tal que Joseph, por último, le pidió que bebiera también un poco de vino. Así lo hizo Walter, aunque sin apartar la mirada de su esposa.
—¿Cree usted que se repondrá, Joseph?
—Claro que sí, señorito. Vea, ya le vuelve el color a las mejillas.
Era cierto, la respiración de la paciente se había tornado más regular, y ya podía verse que las mejillas se ponían un poco sonrosadas. Walter se sentó al lado de la cama y le tomó una mano. Ya no estaba fría. Miró a Joseph e hizo, feliz, una seña afirmativa con la cabeza.
A su contacto, Maryam se estremeció, y sus ojos se abrieron lentamente. Fijó la muchacha su mirada en el rostro de Walter con tal expresión que éste comprendió que su esposa estaba tratando de creer que no era uno de los sueños que obsesionaran su inconsciencia.
—Walter —murmuró—. ¿Eres realmente tú? ¿No ha sido un sueño, pues?
—No es un sueño, Maryam mía —dijo él, inclinándose sobre ella y cogiéndole la otra mano—. ¡Por fin estás en casa, querida mía! A mi también me costó mucho tiempo convencerme de que no era un sueño.
Hizo una pausa y se inclinó aún más.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, Walter.
Joseph los interrumpió diciendo:
—Creo que la señora necesita comer.
Maryam trató de protestar cuando Elpsie le trajo un tazón de sopa y le ofreció un poco en una cuchara. Walter le dijo que tenía que tratar de tomarla y le pasó un brazo por los hombros para incorporarla. Maryam dejó descansar su cabeza en el hombro de su marido, contenta de gozar una vez más de su protección y apoyo. Su mirada le sonrió, trémula.
—Te hará bien, Taffy —dijo él, estrechando el abrazo—. Vamos, toma un poco.
A Maryam le supo mal tener que apartar la mirada de su marido, pero al rato obedeció. El calor de la sopa le hizo bien, y la muchacha sacudió la cabeza.
—Ya basta, Walter. La terminaré después.
Walter la dejó recostarse en la almohada pero no retiró su brazo. Inclinándose sobre ella hasta rozarle las oreja con los labios, murmuró:
—Soy muy feliz, y sin embargo me veo incapaz de decir las cosas que quisiera hacerte oír.
—Ya tendré tiempo de oírlas más tarde.
A la muchacha le costaba tanto esfuerzo hablar, que no pudo decir nada más, aunque hizo que su mirada expresara algo de lo que ella misma dejara sin decir.
—Te he echado terriblemente de menos —prosiguió él al rato—. No sabía que hacer. El mundo entero nos separaba.
Maryam asintió lentamente.
—Ya sé, Walter. No… No podías encontrarme a mí. Era yo la que tenía que encontrarte.
Hizo una pausa para recuperar aliento.
—¡Todo habría sido tanto más fácil, si me hubieses enseñado algo más que las dos palabras que sabía!
—Walter y Londres. Pareces haberlas empleado muy bien, querida mía.
Ella no le contestó por largo rato. Luego:
—Esas palabras me trajeron hasta Londres, Walter querido —dijo.
—Eso no dejará de asombrarme mientras viva.
—Creí, cuando ya estaba esto por terminar, que no acabaría nunca. Me sentía muy enferma, abandonadas todas mis esperanzas. Pero el Dios del cual tanto me hablaste me dió fuerzas. Y así vine.
Elpsie trajo tazones de sopa para el niño y Mahmoud, que empezaron a tomarla con toda clase de muestras de aprecio y goce. Los recién unidos enamorados sólo se dieron cuenta de ello por los sonidos, pues sus miradas no se separaron. Estaban gozando una fiesta emocional; durante largo rato se miraron con profunda intensidad; luego, sonrieron y volvieron a sonreírse, hasta que por fin, como cerrando un ciclo, empezaron simultáneamente a parpadear para retener las lágrimas de felicidad que pugnaban por saltárseles de los ojos.
Por último, Maryam le hizo un gesto para que se acercara más a ella.
—Creo que ahora debieras ir a hablarle a tu hijo —murmuró.
Walter se levantó y cruzó la habitación. Miró al niño, que había terminado su sopa y se hallaba tranquilamente sentado en el suelo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, en griego.
—Soy Walter.
—¿Walter? ¡Claro está! Mucho me habría desilusionado si te hubieses llamado de otro modo. Eres el tercer Walter, y esperemos que haya muchos más en línea directa, todos Walter de Gurnie. ¿Tienes otros nombres?
El chiquillo meneó la cabeza como intrigado por la pregunta.
—Soy Walter —dijo.
—Entonces he de preocuparme porque tengas otros cuando te bauticen. Alfgar por mi abuelo; Eduardo, por nuestro gran rey y Rauf por el abuelo tuyo. Walter Alfgar Eduardo Rauf Fitzrauf. ¡Vaya un hermoso nombre para un niñito!
Después de un rato de silencio, el orgulloso padre preguntó:
—¿Te gustaría ir a hablarle a tu madre, hijo mío? El niño hizo una rápida señal de asentimiento. Walter lo alzó en brazos muy alto en el aire. El niño sonrió por primera vez y golpeó los talones, lo cual era una evidente señal de que se proponía gustar de ese alto desconocido a pesar de todo.
Cuando ambos estuvieron sentados al borde de la cama, Walter, con su hijo sobre las rodillas, Maryam les sonrió con amor imparcial.
—Espero que te guste el regalo que te traje —dijo.
—Nuestro hijito es un muchacho espléndido. ¡Qué gran luchador llegará a ser! Como sus dos abuelos. Tengo la mente llena de proyectos para él. Y para nosotros, Maryam.
La muchacha volvió a sonreír y dijo con un leve resurgimiento de su antiguo humor:
—¡Qué largo viaje he tenido que hacer en busca de mi honorable marido fugitivo!