II
Joseph se ocupaba del comercio de granos. Su casa era alta y destartalada, de una construcción que hacía recordar en cierto modo a un árbol de Navidad. De una de las guardillas del frente colgaba un aparejo de poleas, y una desvencijada escalera exterior subía a un costado, hacia el alto techo. El letrero, recién pintado y bastante alegre, mostraba a un niño que se tambaleaba extáticamente.
Joseph era de escasa estatura e inclinado a tener una barriga prominente. Su rostro parecía más joven de lo que habría podido esperarse con sus grisáceos mechones de cabello, y sus ojos brillaban amistosamente bajo gruesas cejas.
Los recibió en la puerta de calle.
—Le conozco a usted por su nariz aguileña —le dijo a Walter—. Si no es usted hijo de mi viejo amo, entonces no me llamo Joseph Maule.
—Me llaman Walter de Gurnie.
—¡Ah, ésta sí que es buena! —exclamó el exescudero escrutándole el semblante y restregando las sucias manos en la parte trasera de su túnica—. No esperaba verle tan pronto, señorito. ¿Cómo está mi buen amo, el señor Rauf de Bulaire?
—Mi padre ha muerto —dijo Walter.
El hombre se quedó mirándolo por un momento como si no pudiera creer lo que oía.
—¡Muerto! —exclamó por fin—. ¡Muerto, mi señor Rauf! Son amargas noticias, señorito. La última vez que supe de él fue hace un mes; dijo que vendría a Londres y se detendría a visitarme. Nunca venía a Londres sin verme.
Se restregó los ojos, que se le habían llenado de lágrimas.
—¡Ah, señorito Walter! Estaba tan profundamente apegado a mi amo Rauf que… mucho me cuesta creer en la triste noticia que me trae.
—Ha muerto hace nueve días —dijo Walter, vacilando antes de proseguir—. Mucho podría hablarse acerca de la forma en que murió, y si nos hace entrar en su casa estaremos en libertad para hablar.
—Sí, señorito Walter. Entren, entren ustedes. Estoy tan impresionado por sus noticias, que no sé qué digo ni qué hago.
El comerciante en granos tropezó al abrir la marcha hacia una habitación llena de arcas e impregnada del dulce y saludable olor a grano. Indicó dos sillas para que se sentaran sus huéspedes y se apoyó en una de las arcas con expresión de desesperada tristeza. Su amable semblante se había nublado y se puso a menear la cabeza sin encontrar más palabras para expresar lo que sentía.
Volvió a prestar inmediatamente atención cuando Walter habló del hallazgo del cuerpo de su padre y de los acontecimientos que siguieran a su muerte.
—¡Su padre se habría indignado ante eso! —exclamó Joseph cuando el relato llegó a mencionar a los ahorcados—. Esa señora es una mujer dura y despiadada. Tengo buenos motivos para saberlo. No quería que hubiera un solo inglés al lado de mi señor. Yo nunca habría dejado que viniera aquí de no ser por ella. Siempre me alegró de estar lejos de ella, desde el primer día.
Cuando Walter habló del ataque al castillo, los bondadosos ojos de Joseph se encendieron de pronto.
—¡Bien y valientemente hecho! —exclamó—. Soy de Engster, y muchos paisanos míos debieron haber intervenido en eso. ¡Me jugaría mi parte de dicha eterna!
—Todos los hombres de Engster estaban con nosotros —dijo Tristram.
Walter había tenido buen cuidado de no mencionar el papel que Tristram y él desempeñaran en el asunto. Joseph Maule alzó rápidamente la vista y miró alternativamente a uno y a otro.
—Esperaba oírlo —dijo—, aunque no dudaba que ustedes dos estuvieran metidos en el asunto. ¡Bravos muchachos! Y ¿por eso han huido ustedes a Londres?
Walter asintió con un movimiento de cabeza.
—Puede que nos sea necesario salir del país por un tiempo.
—Aquí en Londres estarán ustedes seguros —repuso el exescudero meneando la cabeza con positiva expresión de certeza—. Puede ocuparme de ello, y me alegraré de hacerlo, Londres es como el mar. Una vez que se desaparece en esta ciudad, la ley nunca vuelve a dar con el fugitivo. Muchos habrá dispuestos a prestarles ayuda.
La pared que había detrás de él estaba cubierta de recuerdos de sus épocas de cruzado; su cota de mallas, bruñida tan reciente y celosamente, brillaba como cristal, y la tosca túnica de hilo colgaba a su lado, así como su pica, afilada, como cuando fuera una amenaza para las costillas sarracenas, su maza de armas, sus estribos de hierro, y algunos curiosos ejemplares de armamento oriental, como una cimitarra y una gualdrapa de cuero color púrpura. Al ver que las miradas de sus dos visitantes estaban fijas en aquellos belicosos recuerdos, sonrió placenteramente.
—¡Épocas bravías eran aquellas en que seguí a mi señor Rauf a las guerras de Oriente! —exclamó—. Pero éramos dos, y en Wat Stander confiaba para que lo siguiera donde el combate era reñido. ¡Oh, yo tuve mi parte de toma y daca, pero era más útil en buscar alimentos, instalar las tiendas en buen orden y cuidar a los caballos, pobres bestias fieles! ¡Valiente Wat! ¡Nació y se crió en Londres, y su brazo era tan fuerte con la maza o la espada como la de cualquier caballero!
—¿Fue muerto?
—Nunca lo supimos a ciencia cierta. Quizá haya sido tomado prisionero, y si así ha sido, confío en que nuestro Padre Misericordioso se haya compadecido de él y le haya librado prontamente de esta vida. No nos quedamos allí hasta el fin. Los franceses, al mando del buen rey Luis habían partido el año anterior y lo único que vimos fueron escaramuzas de frontera. Nada útil podía hacerse allí, pero la lucha fue encarnizada y sangrienta mientras duró. Vi caer a Walter en momentos en que nos dispersaba una carga de aquellos clamorosos diablos oscuros. ¡Dios se apiade de su alma! Era un buen camarada y un buen hombre de armas.
Hubo un rato de silencio, y Walter sacó el pergamino de su bolsillo.
—No nos proponemos mezclarle en nuestras dificultades —dijo—. Así, pues, le diré lo que nos ha traído aquí, a su casa, y luego nos iremos. Quería entregarle esto.
—Entonces tiene usted que leérmelo, señorito. Puedo barajar números en mi cabeza como el mejor, pero cuando se trata de escritos, bajo las armas.
Walter leyó el mensaje en voz alta. El exescudero se mostró profundamente conmovido por las referencias que de él se hacían y se pasó el antebrazo por los ojos.
—Me siento orgulloso de que me haya tenido en buen concepto —dijo, cuando terminó la lectura—. Si quiere usted venir conmigo, Walter de Gurnie, cumpliré con las instrucciones que mi señor Rauf me dio hace unos cuatro años.
Se dirigió hacia la puerta y Walter lo siguió. En el momento en que se volvían para subir por la escalera exterior, dos niños de corta edad llegaron corriendo del patio trasero y gritando a plena voz:
—¡Abuelito! ¡Mira, hemos puesto una trampa, y quizás haya algún pato salvaje para cenar!
—¡Vamos, niños, vamos! —los regañó el abuelo—. Ya deberíais saber que las aves salvajes nunca vuelan por el humo de la ciudad. Lo único que podéis esperar cazar son ratas. Y ¿qué es ese modo de conducirse? ¿No veis que tengo una visita?
Y mientras subían los inseguros escalones, el comerciante en granos miró por sobre su hombro y se rió:
—He sido bendecido con mis nietos. Tengo un hermoso lote; doce, ni uno menos.
—Y ¿viven todos aquí con usted?
—Sí, por desgracia. No es que no me guste tenerlos conmigo, sino que me duele la mala suerte de sus padres. Mi hermosa y pequeña Wencie murió de mal de pecho, y su marido se contagió de ella. Y luego, mi buen Nick, que siempre andaba pensando en la luna, no hizo caso al grito de ¡Beauseant!, que resonó detrás de él en la calle y un caballero templario lo atropelló con el caballo. Conand, el único hijo que me queda, me ayuda en mi trabajo, y su Elpsie le ha resultado una esposa muy prolífica. Sí, tengo doce y hay uno más en camino, de Adehala.
Un tercer chicuelo, mucho menor que la robusta pareja que se hallaba abajo, estaba agazapado en el descanso de la escalera, oculto el rostro detrás de los entrelazados brazos. El chico trató de alejarse sin alzar la vista.
—¡Gilly! —exclamó el abuelo—. ¿Qué haces aquí, muchacho?
El niño se detuvo enseguida con expresión de intenso alivio.
—Creí que me perseguía el gigante con su manojo de serpientes —balbuceó—. Harry y Toby dijeron que iba a venir aquí hoy y que se llevaría a todos los niñitos de los cuales podría echar mano.
—Les voy a sacudir el polvo de las posaderas por haber dicho eso —declaró Joseph, acariciándole el pajizo cabello al chicuelo—. El gigante no viene hoy, y aunque viniera, no tengas miedo Gilly mío, yo me encargaría de él. Le partiría la cabeza, como hice con los infieles.
—Sí, abuelito. Estaba seguro de que así lo harías. Pero temía que el gigante me cogiera antes.
—Bueno, ahora vete abajo con Harry y Toby. Un nieto mío no debe tener miedo a los gigantes.
Contempló con afectuosa mirada la bajada del chiquillo.
—Es Gilbert, el segundo hijo de mi Wencie. Lo llamamos El Andariego, pues cuando se siente inquieto pasea por todas partes. ¿Advirtió usted que no le dije que no había gigantes al acecho de pequeñuelos? No quería quitarle el miedo. El temor a los gigantes hace que la vida a los niños le ofrezca mayor interés.
La habitación en que entraron estaba en los fondos de la casa. Gran parte de ella estaba destinada a ser depósito de sacos de grano y semilla, apilados hasta el techo. En el fondo había una cama extraordinariamente ancha, sin cabecera ni pies. Al ver que Walter se asombraba ante aquellas inusitadas proporciones, Joseph explicó que aquella cama la había construido él mismo.
—Mi buena mujer murió hace unos años —dijo—. Si hubiera vivido, habría sabido cuidar mejor de los nietos. Los niños seguían naciendo, y yo creí enloquecer. Construí dos camas como ésta. Los muchachos duermen aquí; los seis, Harry, Toby, Joseph, Timothy, Gilly el Andariego y el pequeño John. La otra cama está en el cuarto de abajo y en ella duermen las seis chicas. ¡Qué chasquidos de lengua cuando se van a dormir!
—No he visto más que varones —dijo Walter—, y estaba empezando a preguntarme si no tenía usted nietas.
—Sí, media docena de cabecitas alocadas. Hoy tienen lección de costura, y cuando hayan terminado, este lugar parecerá cubierto de mariposas.
Después de explicar, disculpándose, la necesidad que tenía de almacenar sus mercaderías en toda la casa, Joseph empezó a apartar los sacos de grano hasta dar con una pequeña bolsa que había estado bajo las demás en la pila. La puso a los pies de la cama, y, después de abrir la navaja que llevaba a la cintura, la dejó al lado de la bolsa.
—Es el escondite más seguro que se me ocurrió —dijo con una sonrisa de satisfacción—. Hace cuatro años, mi señor Rauf me la entregó y la oculté en este rincón. Nadie la ha visto desde entonces. Lo que encontrará aquí tenía que serle entregado cuando llegara el momento. Ábrala, Walter de Gurnie. Mis nietos barrerán el grano.
Salió de la habitación haciendo un guiño de satisfacción, y Walter le oyó gritar mientras bajaba las escaleras:
—Vamos, chiquillos, un poco menos de ruido.
El contenido de la bolsa se derramó en la cama, y los dedos de Walter tropezaron con una bolsa más pequeña oculta entre los granos de maíz. Era de terciopelo; estaba cerrada con una correa de cuero y tenía bordada en un costado la cruz de gules de Bulaire. El muchacho la sopesó y oyó en el interior un ruido de metal. Luego la dejó caer sobre los cuadros escarlatas de la colcha y se quedó mirándola por largo rato con brillantes ojos.
—¡Hace cuatro años! —murmuró—. Padre, ¡tanto tiempo hace que pensabas en mi bienestar!
Tenía la seguridad de que aquella bolsa estaba llena de oro, pero en ese momento la naturaleza de ese inesperado legado no le pareció tener importancia alguna. Estaba henchido de orgullo y agradecimiento por no haber sido relegado, al fin y al cabo, con obsequios puramente simbólicos y un destino al servicio del Rey. No estaba claro el motivo por el cual su padre había dispuesto esa forma de asegurar su futuro, pero ni ello parecía tener importancia.
«Pensó lo bastante en mi para arreglarlo todo de este modo», se dijo varias veces, brillantes los ojos ante aquella prueba del amor de su padre. La desilusión que había sufrido ante las disposiciones del testamento le pareció muy mezquina, y sintió vergüenza de haberse permitido pensar tanto y tan amargamente acerca de ello. Al desatar la correa saltaron de la bolsa unas monedas de oro. Eran libras de oro, nuevas y brillantes, sin recortes en los bordes. Diez, veinte, infinidad de monedas, que tintineaban orgullosamente y parecían hacerle guiños con su dorada promesa de seguridad y riqueza. Trató de contarlas por montones de diez, pero sus dedos estaban tan temblorosos que los montones se deshacían y tenía que volver a empezar continuamente. Tardó algún tiempo en tener las monedas amontonadas y contadas. ¡Cuatrocientas libras! ¡Una verdadera fortuna!
Walter no abrigaba duda alguna acerca de lo que iba a hacer con el dinero, pero extasiado durante varios minutos, dejó que su imaginación se figurara los diversos destinos que podría darle. Se imaginó a sí mismo montado en un caballo de ricas gualdrapas, orgullosamente encabritado ante Engaine, con una pluma en el sombrero y una espada de acero de Toledo al costado, mientras sus espuelas tintineaban con los movimientos de la cabalgadura. Pensó en entrar temerariamente en el cuarto de trabajo de su abuelo sin ser llamado y sin necesidad de que Wilderkin oficiara de intermediario en la conversación y derramar sobre la mesa dinero bastante para recuperar, comprándolas, algunas de las fanegas de tierra quitadas a Gurnie. Se dijo que eso último debía hacerse, pero como no se atrevía a regresar a Gurnie, habría que cumplirlo de otro modo.
Absorto en aquellas agradables especulaciones, no advirtió en un primer momento que una puerta interior acababa de entreabrirse y que un niño muy pequeño estaba observándolo por la rendija. Por último, el chicuelo estornudó y Walter se volvió en aquella dirección.
—¿Quién eres? —preguntó Walter al niño.
Soy John —contestó el pequeño—. Soy el menor de todos. Los demás me llaman John el Añadido.
—Y ¿eres añadido? ¿Te tienen en menos los demás por ser más pequeño que ellos?
—No me dejan intervenir en todos sus juegos —contestó el chiquillo alzando la cabeza con orgullo—. Cuando mi abuelo está presente, son buenos conmigo. Él les daría una buena zurra si no me dejaran jugar. A veces me hace sentar a su lado a la mesa, y me corta las presas más tiernas. Creo que soy el favorito de mi abuelo.
—No estés muy seguro de ello, John. No estoy dispuesto a creer que tu abuelo sea de la clase de hombres que tienen favoritos. Es un hombre muy honrado y justo. Y ahora, John el Añadido, ¿quieres tener la bondad de bajar y pedirle a tu abuelo y a mi amigo que suban?
Cuando Tristram y el exescudero entraron en la habitación, Walter señaló el oro amontonado sobre la cama.
—Mi herencia —dijo con orgullo—. Fue dejada aquí hace cuatro años, en las manos más honradas del mundo. Mi padre sabía lo que hacía al confiársela a Joseph.
Joseph pareció intimidado ante aquel franco elogio.
—Mi señor Rauf ha confiado en mí con relación a muchas cosas —dijo, después de lo cual vaciló y carraspeó—. Quizá se pregunte usted por qué lo mandó aquí de ese modo. Debería usted saber, Walter de Gurnie, que su esposa nunca le permitió olvidar que fue el oro de ella el que pagó todas las deudas del conde cuando volvió de la guerra. Ella sabía cómo el señor de Lessford había redactado su testamento, y no quería que nada fuera dejado a usted. El conde era un hombre de buen carácter, y… pues vivía en continuo temor de las humoradas de su esposa. Este dinero fue ahorrado para usted sin que ella lo supiera.
—Ahora tengo que entregarle un recibo, Joseph.
—No es necesario, señorito Walter, La transacción fue entre mi amo y yo. Ahora, él ha muerto. ¿Para quiénes habría de necesitar yo un recibo?
—Sin embargo creo prudente que se lo extienda. ¿Tiene usted tinta y pluma?
Joseph se rió.
—¿Tinta y pluma? Soy un pobre comerciante en granos y no un estudiante.
Tristram estaba contemplando los montones de oro con incrédulos ojos.
—Es toda una fortuna, Wat —dijo—. Poco sé del valor del dinero, pero me parece que con esto podrías comprar todas las propiedades de Bulaire.
—Eso no, pero creo que bastará para realizar un plan que tengo en la mente. Joseph, con lo que tenemos aquí, ¿pueden dos hombres viajar hasta el Cathay?
El exescudero pareció asombrado.
—¿Al Cathay? Ningún cristiano se ha aventurado a llegar tan lejos, señorito. La distancia es terrible, y el camino está frecuentado por dragones y magos malignos.
Pues enfrentaremos a los dragones y magos malignos. Pero ¿tendremos lo bastante para pagamos el viaje?
Joseph hizo con la cabeza una señal de asentimiento y de sombría certeza.
—Sí, con lo que tiene allí puede usted ir a cualquier parte del mundo. Pero debería ser prudente y no hacer saber que lleva ese oro en la bolsa. Hay ladrones por todas partes, y astutos orientales, seres mucho más temibles, se lo aseguro, que todos los dragones y magos malignos.
Walter se volvió hacia Tristram.
—He concebido un plan. Quiero convertir este oro en una fortuna inmensa, y ¿dónde habría mayores probabilidades que en aquellas fabulosas tierras del Cathay? Una fortuna para cada uno de nosotros, Tris. Y también quiero ver las maravillas de Oriente. Esa idea me la dio tu gran maestro de Oxford, Roger Bacon. Tenemos que enterarnos de los secretos del Cathay y traerlos con nosotros a Inglaterra. Roger Bacon sabrá darles buena aplicación. Nos haremos tan famosos como ricos. Y aún tengo otro propósito que quizás hayas adivinado ya.
Hizo una pausa.
—Bueno, Tris, ¿quieres venir conmigo?
Tristram había estado contemplándolo con nublados ojos.
—El viaje es largo. Me pregunto, Wat, si tienes clara conciencia de lo que significaría tu plan.
De pronto se le iluminó el rostro con una lenta sonrisa.
—¿Crees acaso que te dejaría ir solo? No, Wat, iría contigo aunque no tuviésemos una sola moneda entre los dos.
Walter le palmoteó alegremente la espalda.
—¡Mi valiente amigo! Sabía lo que ibas a decir. ¡No me quedaba duda alguna!
Luego añadió afectuosamente:
—¡Idiota integral! ¡Siempre estás pronto para cualquier riesgo sin un solo pensamiento para tus propios beneficios, ni la seguridad de tu tremendo cuerpo! Muy bien, pues, saldremos juntos. Ese arco tuyo, mi buen Tristram, sembrará el camino del Cathay con huesos de dragones muertos.
—Comprendo que una palabra de apaciguadora cautela no les sentaría bien a sus estómagos —dijo Joseph—. Es hora de almorzar. La comida de mi mesa resultaría mucho más sabrosa si ustedes me hicieran el honor de compartirla. Les advierto que serán platos sencillos y que habrá mucho ruido. Mucho es lo que tienen que decir doce lenguas jóvenes.
—A mi vez tengo que advertirle que tenemos buen diente —dijo Walter—. Hace tres días que no hemos comido bien. Dejaríamos a usted sin comida, lo cual no es poco decir con tantas bocas que llenar. Esos niños han de ser una carga pesada, Joseph. Me gustaría dejar una de estas monedas a cada uno de ellos. ¿Qué dice? Usted me ha guardado noblemente este dinero.
—¡No, no! Me enorgullezco de que usted lo considere así, señorito Walter. Pero me va bastante bien con el comercio de granos. Cuando muera, habrá un poco para cada uno de ellos. Eso y un nombre honrado. ¿Qué más han de necesitar?
Hubo una larga pausa.
¡Sí, tendrán un nombre honrado! —exclamó Walter—. Creo, Joseph, que es la mejor herencia que podrían pedir. Yo sé lo que significa carecer de él.
Sus sentimientos lo vencieron, y se sorprendió dando el motivo que determinaba sus planes y que no había mencionado antes.
—En cuanto puedo recordar, nunca me han tratado sino de «bastardo», como si no tuviese sentimientos que pudieran resultar heridos. Mi abuelo nunca me ha dirigido la palabra directamente. Sólo he visto tres veces a mi padre, y no se me permitió seguir su cuerpo hasta la tumba. Ya viste, Tris, como andaban las cosas en Oxford y lo que tuve que aguantar allí.
»Me voy al Cathay —prosiguió con un repentino apasionamiento que no pudo reprimir—, porque es la única forma que conozco para modificar todo eso. Es un país rico, y dicen que allí puede recogerse el oro en la calle. Pronto volveré con la bolsa repleta de oro, rubíes, esmeraldas y diamantes. Seré un hombre famoso y la gente me tratará con respeto. Entonces no se reirán de mi ni me llamarán “bastardo”. Compraré tierras y tendré también un nombre que me pertenezca. Hasta puede que regrese para casarme con la muchacha a quien amo —añadió después de una pausa.
Un molesto silencio había caído sobre la habitación. Tristram había vuelto la cabeza, pero era evidente que se compadecía de su amigo. Walter recogió su bolsa, que había dejado al lado de la cama, y sacó el copón.
—Hay otra cosa más que arreglar antes de que me vaya. Tengo que enviar dinero a Gurnie. Tengo que preocuparme por el bienestar de mi madre. Quizá Joseph quiera hacer lo necesario. No sería prudente que yo me mostrara en Londres ni en Gurnie.
Y puso a LUKE EL MÉDICO con reverencia sobre la cama.
—Es el objeto más hermoso que haya visto en mi vida. ¡Miren qué precioso es el cincelado de plata! Es un copón muy antiguo, y estoy seguro de que ha sido fabricado en Oriente.
Lo contempló con la mayor atención y advirtió que había pequeños rubíes y esmeraldas incrustados en el pie y que el borde estaba ricamente labrado.
—¿Cuánto cree que podrá valer?
—Mucho —dijo Joseph—. Pero supongo que no pretenderá usted venderlo, ¿no es cierto?
Walter meneó resueltamente la cabeza.
—Nunca lo venderé. Me lo legó mi padre. Pero no puedo llevarlo conmigo, y quizá pueda dejarse en garantía de un préstamo a uno de esos mercaderes de Lombardía. ¿Quisiera llevarlo, Joseph y preguntar cuánto me darían por él?
—Sí, haré por usted el mejor negocio que me sea posible. ¿Desea que el dinero lo mande a Gurnie?
—Primero hay que deducir diez chelines para cada uno de sus nietos. Insisto en esto, Joseph. Y quiero que mi madre se entere de lo que me propongo hacer. No puedo arriesgarme a visitarla antes de salir del país.
—Será más seguro para usted embarcarse en otro punto cualquiera que no sea Londres —declaró Joseph—. Un primo mío trabaja en el comercio francés. Navega entre Portsmouth y Brest. Una palabra mía y lo dejará a usted en seguridad en tierra francesa.
Walter hizo una señal de asentimiento y sonrió a Tristram.
—Parece que ambos estamos decididos para nuestro viaje. ¿No se te aceleran los latidos del corazón al pensarlo? El mío me golpea en el pecho y mis pies están prontos a marchar al compás de El Viejo de la Montaña. Sacó las botas de cuero de su bolsa y las sostuvo en el aire.
—Este regalo de mi padre me lo llevaré conmigo. Me pondré estas botas cuando visite la corte de Kublai Khan.