V

—Edward se marcha a su casa —murmuró el chiquillo, subido en silla ante uno de los criados de Engaine.

Cuando tomaron el camino transversal en dirección a Bulaire, rió y batió palmas.

—Edward muy contento. No le gusta la casa oscura.

—Sale a su madre —dijo Walter, que cabalgaba al lado de Engaine—. Aún recuerdo la poco favorable opinión que te formaste de Gurnie durante tu primera visita.

Engaine volvió la cabeza para mirar hacia atrás.

—Pues ahora ha llegado a gustarme mucho —dijo—. Me recibiste y te mostraste muy bueno conmigo. Siempre lo recordaré.

Y miró a su hijito, que estaba regañando al criado por no querer hacer galopar a su caballo.

—Edmond quiere a su hijo. Es el único consuelo que tengo al ceder a tu opinión. Edward será bien tratado al llegar a casa de su padre.

Después de dos días de discusiones algo acaloradas, Walter había hecho prevalecer su punto de vista. En primer lugar, había sostenido que era un error que Engaine conservara al hijo y heredero de Lessford, pues al negarse a devolverle creaba una predisposición en su contra en los consejeros del Rey. La ley estaba de parte del padre en cuanto al niño, y la obligarían a devolverle. Era pues prudente someter el caso ante el Rey sin la circunstancia agravante de haber raptado al niño. Engaine había cedido muy de mala gana. Habían resuelto hacer escoltar al pequeño Edward hasta el castillo mientras ella, con la otra mitad de su comitiva, tomaba el camino a Londres. Walter tenía que regresar lo antes posible después de haber presenciado la llegada del hijo del conde a Bulaire.

Engaine suspiró.

—Tenías razón. Ahora me doy cuenta. Pero no puedo impedirme estar enojada contigo siempre que pienso en aquella terrible vieja, que se relamerá con el regreso de mi hijo. Tendrá lo que quería: su nieto en el castillo, y su nuera estará fuera de él.

Y volvió a suspirar.

—No se parece a su padre. ¿Saldrá a él en otro sentido?

Después de pensar un rato, Engaine olvidó el asunto y formuló una pregunta sobre Maryam.

—¿Es muy pequeña, esa salvaje que me robó tu cariño?

—No es tan alta como tú. Creo que le llevarás unas dos pulgadas.

—¡Ah! —exclamó la muchacha, triunfante—. Entonces es regordeta, sin duda.

—Por el contrario, es esbelta.

—¿Cómo puedes saber que no ha cambiado? —preguntó Engaine—. Hace más de dos años que no la ves, y tengo entendido que las orientales se marchitan pronto. Ahora ya se habrá vuelto gorda y oscura, y quizá tenga bigote también.

Walter echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Te perdono la maldad, porque… sois muy parecidas en ciertas cosas. No haces más que preguntarme sobre ella, y Maryam se mostraba igualmente curiosa a tu respecto.

—¿Hablaste de mí, pues?

—Desde un principio. Le dije que te había jurado fidelidad.

—¡Y lo habías hecho! —exclamó Engaine—. ¿Cómo puedes ahora justificarte por haber roto ese compromiso?

—Te habías casado con Edmond. ¿No era ya una justificación en sí? Sin embargo, con el giro que tomaron las cosas, era la única forma de salvarla de que volvieran a enviarla a una vida peor que la esclavitud. Es una historia demasiado larga.

—No me interesa esa historia. Pero me alegro de que haya sido un matrimonio de conveniencia o de necesidad, al fin y al cabo.

Entonces se puso a demostrar que se interesaba intensamente por todo lo relativo a la boda.

—Si quieres hacerme el relato, trataré de escuchar. Pero, ante todo, ¿qué dijiste de mí?

—Dije que eras muy bonita y orgullosa, y que tenías todas las cualidades de una dama inglesa de alta cuna.

—Estoy segura de que me odiaba —dijo Engaine.

—Sí, creo que sí.

—¿Qué hacía o decía para que lo supusieras?

—Sólo puedo recordar una cosa. Pero… no puedo contártela.

—Tengo que saberio, Walter. Insisto.

—Bueno —dijo el muchacho después de cierta vacilación—, te enojarás mucho. La había estado criticando por haber bailado con un vestido un tanto corto. Ella se sintió herida, por creer que yo quería decirle que tú no habrías hecho semejante cosa. Me contestó que… Vamos, Engaine, me niego a proseguir. No te gustará, y, claro está, sólo lo dijo porque se había sentido lastimada.

—¡Lo que dijo —declaró Engaine, enfurecida—, es que yo no me habría atrevido a hacerlo! Que tendría motivos para avergonzarme.

Y lo que en realidad había dicho Maryam era: «Estoy segura de que sus piernas no tienen forma». Walter estaba arrepentido de haber dejado que se presentara el tema, y declaró apresuradamente:

—Me niego a decir una palabra más.

—¡Qué injusta fué! —exclamó Engaine—. Ahora me siento bastante justificada al decirte que esa pagana me disgusta, pero mucho.

Cuando pasaron ante la incendiada taberna en Little Tamit, Walter sofrenó involuntariamente su cabalgadura. A la luz del día, no se diferenciaba de cualquier otro edificio desmantelado. Todos sus temores acerca del futuro le volvieron a la mente. ¿A qué decisión se había llegado aquella noche? ¿Cuándo habría de darse el golpe?

Engaine volvió la cabeza y preguntó:

—¿Qué encuentras aquí que sea de interés?

—Esto es lo que queda de la taberna de un amigo mío, el posadero de Little Tamit.

Pareció que Engaine tenía que hacer un esfuerzo para recordar las circunstancias del hecho, pero por fin hizo una señal de asentimiento.

—Era uno de los canallas que atacaron el castillo la noche del funeral del conde Rauf. Edmond incendió la taberna, pero el tabernero se le escurrió entre los dedos. Recuerdo lo enojada que estaba su madre.

—Todos los que tomaron parte, aquellos canallas, han pagado un precio amargo. Todos, menos uno.

Engaine se volvió con rapidez.

—¿Qué quieres decir?

El muchacho no contestó enseguida.

—Engaine, ¿qué has pensado de todo esto? ¿Nada supiste de los hombres y mujeres que la normanda torturó y ahorcó?

—No tenían derecho a sublevarse contra su señor —protestó ella—. Merecían ser castigados. Claro está, Walter, que tú opinas lo mismo.

Y luego, al rato, meneó la cabeza.

—Pero esa mujer fué demasiado lejos. Mucho compadecí a algunos de ellos. Creo que fué la crueldad de Edmond lo que hizo que empezara a disgustarme.

—Me alegro de oírte decir eso. Cuando te dije que había uno que escapó al castigo, me refería a mí mismo. Mi amigo Tristram Griffen y yo somos los responsables de lo ocurrido aquella noche.

—Me lo figuraba —contestó ella, observándolo con fijeza—. ¡Qué temerario eres! No se puede prever en qué absurdas empresas has de empeñarte. ¡Tienes unas ideas tan extrañas!

Y la severidad de su mirada se convirtió en una sonrisa.

—Mucho me temo que no te condene como debería hacerlo.

Desde entonces, la cabalgata fué más agradable. Walter, lleno de orgullo por la proeza de su amigo, empezó a hablar de aquella fría tarde en Margha en que Tristram asombró a los mogoles plantando una flecha inglesa en el blanco más improbable que se hubiese propuesto. Engaine escuchaba con vivo interés.

—Ese Tristram Griffen parece ser un individuo de agallas —dijo, y, sin poder evitarlo, preguntó—: ¿Dónde estaba la oscura muchacha de sangre mezclada durante todo ese tiempo?

—Por entonces estaba oculta en mi tienda. Es que…

—Estoy segura —interrumpió ella—, de que la chica haría todo lo posible por no estar jamás lejos de tu tienda.

Por último, avistaron la negra silueta del castillo de Bulaire, que se erguía por sobre el bosque en el valle del Larney.

—Creo que a la postre habré de desechar tu prudente consejo y alejarme con mi hijo a toda la velocidad con que nos lleven nuestros caballos —dijo Engaine.

Walter le puso una mano sobre el brazo.

—Oye, si cedes a ese impulso, puedes echar a perder la oportunidad para un arreglo justo. La ley se ocupará tarde o temprano de que el niño sea devuelto a su padre, y la separación será tanto más dura.

Siguieron discutiendo el punto con tanta absorción que pasaron de la clara mata de árboles sin darse cuenta de que se acercaban más de lo proyectado; Walter sofrenó en cuanto se dió cuenta de lo que ocurría.

—Ha llegado el momento de separarnos. Desde aquí debes dirigirte al este. Yo me quedaré hasta que vea que el niño y su escolta atraviesen el puente levadizo, y entonces no perderé tiempo en volver a Gurnie.

De pronto, la muchacha soltó un grito. Walter la vió pálida como una muerta. Engaine levantó un brazo como para señalar algo, y lo dejó caer inerte.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—¡Walter! ¡Allí, ese roble! ¡Dios mío! ¿Qué veo?

—El muchacho echó una mirada en la dirección indicada por ella, y le pareció que el corazón dejaba de latirle. Aquel árbol le era familiar. Se lo habían señalado a la luz de las antorchas después del ataque al castillo. La forma del árbol se le había quedado grabada en la imaginación desde entonces, pero en aquella oportunidad había en él algo nuevo. No, al fin y al cabo, no era algo nuevo; ese árbol siempre se lo había imaginado cargado de frutos de muerte.

De una de las ramas colgaba un cuerpo con una flecha clavada en el pecho. El cadáver se balanceaba lentamente por la brisa, girando a un lado y al otro, y podía oírse crujir la cuerda. Walter no necesitó más de una mirada para darse cuenta de que se trataba del cadáver de Edmond, el conde de Lessford.

Cuando logró recuperar dominio de sus ideas, murmuró:

—Ése es el árbol del cual la normanda colgó a los seis campesinos.

Entonces vió que bajo el árbol yacía otro cuerpo, sin duda el del escudero que acompañara a su conde aquella fatal mañana en su cabalgata. Entonces se le aclaró la mente, y gritó al criado que llevaba al heredero de Bulaire:

—¡Vuelve tu caballo! ¡El niño no tiene que ver eso!

Hizo seña a Engaine de que lo siguiera, mas no hizo un solo movimiento para alejarse al oír el rápido ruido de cascos por el camino. Su mirada había descubierto indicios que le convencieron de que la muerte era muy reciente; un birrete en el suelo cerca del borde del bosquecillo, y una rápida visión de un hombre de chaqueta verde medio oculto detrás de un árbol. Tenía clara conciencia de que unos vigilantes ojos lo observaban desde el bosque.

Hizo girar su caballo y se lanzó al galope detrás del resto de la comitiva, conservando vuelta la cabeza para poder percibir cualquier señal de intento hostil.

—¡Bajad la cabeza! —gritó—. Aún están en el bosque. ¡Aprisa!

Oyó un grito que provenía de lo más intrincado del bosque, y nada más. Nadie salió ni se disparó flecha alguna contra ellos. Cuando alcanzó a Engaine, habían llegado ya a un margen amplio de seguridad.

—He estado esperando algo por el estilo —dijo mientras galopaban lado a lado—. El odio, cual espada de dos filos, corta en ambas direcciones.

Pasó largo rato antes de que ella empezara a hablar con insegura voz.

—Me siento en cierta forma responsable. Quizá lo que hice ha ocasionado esta muerte.

—¡No, no! Esa flecha habría llegado a destino con la misma seguridad aunque todavía hubieses estado en el castillo. No tienes que preocuparte a ese respecto.

—Lo odié mientras vivía —murmuró ella—. Ahora no puedo hacerme la hipócrita ni decir que he cambiado de sentimientos porque él haya muerto. Pero ¡qué cosa horrible!

—Cosas tan horribles como ésta han estado ocurriendo por aquí durante los últimos cinco años.

Engaine tiró bruscamente de las riendas y su nervioso caballo escarceó.

—¡Tenemos que huir lo más lejos posible, lejos, lejos!

Y al rato preguntó:

—Walter, ¿qué he de hacer?

—Hay muchas cosas que tienes que hacer, y ninguna de ellas será fácil. Ahora las cosas están en tus manos, Engaine.

—Ya no necesito mandar a mi hijo allí.

Walter soltó una risa corta y sin alegría.

—El miedo parece haberte privado de tu vivacidad de espíritu, que suele ser grande. El niño debe volver allí inmediatamente y tú con él. ¿No te das cuenta de que él es ahora el conde de Lessford?

La muchacha le echó una mirada de asombro, y de pronto lo comprendió todo. Sofrenó bruscamente.

—¡Claro está! Mi hijito es conde de Lessford.

Se quedaron en silencio, mirándose a los ojos. El semblante de Engaine empezó a perder su tensión primitiva.

—¡Walter! —exclamó—. ¡Todo ha cambiado! Ahora puedo volver tranquila. El poder está en mis manos. Soy… ¡Soy la verdadera ama de Bulaire!