II

Hacía ya dos horas que Walter estaba levantado cuando apareció Engaine con una varilla en la mano.

—Buenos días —dijo la muchacha, en tono algo tenso—. No dormí bien debido a mis preocupaciones. Ése es el motivo por el cual llego tarde.

Walter miró la hora en el viejo cuadrante solar de piedra.

—Pues has llegado mucho antes de lo que esperaba —dijo—. ¿Quieres que vayamos hasta la laguna? No hay árboles por allí, y la hierba estará menos húmeda. Tus zapatos parecen frágiles como pimpollos de fucsia y no están hechos para pisar suelo húmedo.

Engaine levantó un pie del suelo para mostrar la punta de un escarpín rojo.

—Son mi debilidad —dijo—. Si fuese reina de Inglaterra, tendría centenares de pares y nunca usaría uno dos veces.

Echaron a andar lentamente en dirección a la laguna, y Engaine se puso la capucha para protegerse el rostro contra el sol.

—He visto la habitación adonde me llevaron la primera vez que vine a Gurnie —dijo—. Estabas presente, Walter, espero que lo recordarás. ¡Qué chiquillo hosco eras! Tenías espíritu de contradicción, a pesar de ser muy guapo.

—Es que tú estabas dándote aires, y me veía obligado a contradecirte.

—Aún recuerdo lo que parecías. Tu rizado cabello te caía sobre los ojos.

—A decir verdad —declaró él—, siempre fuí prolijo en mi persona. Estoy seguro de que estaba bien peinado.

—Quizá. No estoy segura, pero de lo que sí lo estoy, era que te mostrabas muy discutidor y hasta rudo conmigo.

—Es que te hacías la desdeñosa ante nosotros. Siempre has sido desdeñosa conmigo, Engaine.

—Y ahora —contestó ella con un suspiro—, he llegado a Gurnie implorando protección. No me queda desprecio alguno, Walter. No he sido feliz desde que me casé con Edmond —prosiguió, alzando la voz—. Estoy segura de que lo odias, pero igualmente segura estoy de que no tienes idea de lo codicioso, cruel y despreciable que es.

—Aunque le he visto poco, aceptaré todo cuanto tengas que decir con respecto a él y a su madre. ¿Qué opinas de la normanda?

Engaine echó, enojada, la cabeza hacia atrás.

—Creo que habría podido manejar a Edmond de no haber sido por ella. Al principio, estaba muy orgulloso de mí, pero ella, su madre, me tomó antipatía en seguida. Quería seguir siendo el ama de Bulaire. Eran dos contra una, Walter, y nada podía hacer yo de ese modo. Siempre estaban con las cabezas juntas, tramando y conspirando. Parecían no pensar sino en ahorrar, acumular y añadir otra bolsa de oro a las enormes cantidades que tenían almacenadas en alguna parte. ¿No has observado cómo se parecen en la nariz? Inclinaban la cabeza sobre la mesa hasta que las puntas de aquellas feas narices se tocaran casi, y murmuraban entre sí. Siempre estaban murmurando para que yo no pudiese oír.

Y echó a reír, exasperada.

—¿Me creerías si te dijera que nunca he tenido una sola moneda en la mano ni en la bolsa desde que me casé?

El muchacho le echó una mirada de duda.

—Pero Engaine, tu padre ha muerto, de modo que has de haber heredado.

—Edmond reclamó a todo Tressling como dote mía. En seguida se hizo cargo, y él mismo procedió en persona a cobrar los arrendamientos y la contribución de las cosechas. Fué porque salió ayer a una de esas recorridas que pude salir de allí. Tenía que regresar anoche. ¡Qué escándalo debe haberse armado!

—Lo que me cuentas parece increíble.

—Es que son una pareja increíble. Su madre es un poco loca. Se ha negado a que sacaran el ataúd de tu padre de la capilla. Los cirios habían ardido hasta el fin, pero aún no quería que tocaran el cuerpo.

Y Engaine le cogió el brazo a Walter y se inclinó a susurrarle al oído:

—Siempre que me miraba, podía ver la locura en sus ojos. Estoy segura que quería matarme y que lo habría hecho si yo hubiese seguido en el castillo.

—Edmond se presentará aquí con hombres de armas cuando descubra dónde estás —declaró Walter—. Mi abuelo y yo lo comentamos anoche y resolvimos que sería prudente conservar a todos nuestros hombres aquí mientras estés con nosotros.

—No te preocupes mucho a ese respecto. Es tan avaro que ha estado disminuyendo el número de sus hombres de armas. No hay en el castillo más de doce arqueros y otros tantos alabarderos. Los que vinieron conmigo son gente mía, de Tressling. Pero hasta los de Bulaire le tienen poco aprecio a su señor. En este momento no está en situación de intentar un golpe de fuerza.

Siguieron caminando en silencio por largo rato.

—¡Qué mal casamiento hiciste! —dijo por fin Walter, comparando en su mente el gran contraste entre lo ocurrido a Engaine y la dicha que él conociera en la Morada de la Felicidad Eterna.

—Pero no te he contado lo peor —dijo ella—. Es muy cruel. Tortura a su gente terriblemente si llegan a contradecirle. Jack Daldy ha tenido mucho trabajo en las mazmorras. La ley real para nada se observa en el castillo de Bulaire.

—Algo de eso oí cuando estaba en Londres.

—Ha estado ejerciendo represalias contra los campesinos por lo que hicieron a la muerte de tu padre. Represalias horribles, Walter.

Hubo una pausa.

—Y eso no es todo. Hemos… Hemos vivido aparte desde que nació mi hijo. Lleva mujeres al castillo y las exhibe ante mis narices. Algunas de ellas son víctimas inocentes. ¡Edmond parece creer en el derecho de pernada!

Y soltó una amarga carcajada acosta de sí misma.

—Es extraño pensar que eso pueda haberle ocurrido a Engaine de Tressling, la orgullosa joven heredera, tan segura de sí y de su poder de cautivar y manejar a todos los hombres. Quizá debí haberme contentado con Ninian. O haber escuchado a otro pretendiente —añadió echándole una rápida mirada que apartó en seguida.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó Walter al rato.

—No lo sé. Lo único que se me ocurrió fué la necesidad de huir de allí. Se que no he de volver jamás a Bulaire. ¿Qué me aconsejas?

—Deberías ir a Londres en seguida y someter tu caso al Rey. He oído hablar mucho de su ecuanimidad. Te concedería una audiencia, y creo que seguramente dispondría que te devolvieran al menos parte de tus bienes.

—¡Ir a Londres! No sería posible ir sola. ¿Y cómo crees que podría vivir allí con mi gente? Walter, las cosas son como te las he contado. No tengo una sola moneda en mi bolsa.

—Eso no ha de preocuparte —dijo él—. No volví con las manos vacías de Oriente. Puedo proporcionarte lo que necesites para vivir en Londres hasta que el caso sea considerado.

La muchacha lo miró, asombrada.

—¿Harías eso por mí? ¡Y yo que siempre te traté tan mal, querido Walter! ¿Cómo pueden dos hermanos ser tan diferentes?

—Insisto en que sólo somos medios hermanos —dijo él—, y que siempre ha de constar lo limitado de nuestro parentesco.

El muchacho había estado mirando distraídamente el paisaje, y de pronto se sobresaltó.

—Allí viene —dijo—. No ha perdido tiempo. Tu caballeroso señor y dueño se presenta con una docena de hombres de armas, por lo menos, para reclamarte. Tenemos que volver a casa en seguida.

Engaine observó por un rato en silencio a los jinetes que se acercaban.

—No tengo sino desprecio por él —dijo luego—. No, prefiero aguardarlo aquí. No puedo dejar que crea que le tengo el menor temor.

Walter no hizo esfuerzo alguno por convencerla. Sin embargo, se volvió y dió un fuerte grito con las manos puestas en forma de bocina. Una señal análoga le llegó desde atrás de los muros.

—Al menos —dijo—, tenemos que disponer de unos hombres detrás de nosotros.

Ocho rudos hombres de Gurnie se habían alineado detrás de ellos cuando el conde de Lessford se acercó, a caballo. Edmond sofrenó e hizo seña a sus hombres que permanecieran atrás. Los últimos cinco años habian producido un gran cambio en él. Su rostro tenía una expresión madura; su mirada era grave y pensativa, y su cuerpo había engrosado perceptiblemente.

Se rió mirando a su mujer por largo rato.

—Conque ¿éste es el lugar dónde te encuentro, dulce compañera? ¡Y en la mejor de las compañías! ¿Estás dispuesta a montar en tu jaca y volver conmigo en seguida?

—Nunca volveré a Bulaire.

—Eso no has de decidirlo tú —dijo el joven noble—. Está en mis manos resolverlo. Y te ordeno que reúnas a tu gente y estés pronta a partir de aquí dentro de diez minutos.

Engaine rió despreciativamente

—¿Te falla el oído, amo y señor? Te he abandonado para siempre. Ningún poder de la tierra podrá hacerme variar de opinión. Quiero agregar que te desprecio tanto que moriría antes de volver a vivir bajo el mismo techo que tú.

El conde no contestó en seguida. Volvió su mirada a Walter.

—No sabía que el bastardo de Gurnie estaba de regreso de su viaje —dijo con tono inexpresivo—. ¿Será que su presencia tiene que ver con tu repentina resolución, querida mía?

—Llegué a Gurnie ayer —declaró Walter—. Ni siquiera mi abuelo sabía mi llegada de antemano.

—Sin embargo, la coincidencia es extraña. Es cosa muy curiosa, por cierto. La consideración en que siempre ha tenido usted a mi mujer —prosiguió el conde, demostrando por primera vez enojo—, es cosa que he sabido siempre. Sin duda ha estado usted incitándola a adoptar esta actitud de desobediencia.

—No tengo obligación de darle explicación alguna. Pero creo que es justo para con la señora Engaine decir que sus decisiones han sido tomadas exclusivamente por ella.

—Tienes a mi hijo —dijo el conde, volviéndose hacia Engaine—. Eso es algo que no podré tolerar por una hora. Lo que hagas tú tiene mucho menos importancia.

—¡Es mi hijo!

—La ley no lo dispone así.

—¿La ley? —exclamó Engaine—. Es la primera vez que pareces pensar en ella, suave Edmond.

Hubo una larga pausa. El amo de Bulaire se irguió en su silla, volviendo continuamente la vista de uno a otro.

—Entonces tendré que hacer uso de la fuerza —dijo.

—Piénselo bien antes de adoptar decisión alguna —dijo rápidamente Walter—. Mis hombres, como usted lo ha visto, tienen ya preparadas las flechas en los arcos. Los arqueros de Gurnie tienen buena puntería.

—¡Podría arrollarte, bastardo de Gurnie! —exclamó Edmond—. Sería una tarea muy de mi agrado.

—Pudiera ser que te encontraras acribillado primero, medio hermano —contestó Walter, riéndose—. Una flecha en la garganta es cosa muy decisiva, hasta para una garganta noble.

El conde tiró de las riendas con repentina furia.

—Engaine, te doy una última oportunidad. Apróntate y trae a tu hijo al castillo.

—¿Podrá ser que sumes la cobardía a tus demás defectos? —exclamó Engaine, riéndose—. Hace un rato hablabas de emplear la fuerza. ¿Has perdido ya todo el deseo de usar de ella?

—¿Acaso crees que me propongo honrar a ese patán mal nacido oponiendo mis fuerzas a las suyas?

—Estoy a pie, del mismo modo que todos mis hombres —declaró Walter—. Tú tienes la ventaja de tu parte, querido medio hermano. ¿Mal nacido, dices? Provenimos del mismo padre, aunque desde todos los puntos de vista menos uno, creo que hizo más para mí. Tú eres conde de Lessford, Edmond, pero he de recordarte que estás en tierras de Gurnie. A menos que vea tus espaldas inmediatamente, te va a caer una lluvia de los frutos más mortíferos que produce la tierra.

—¡Os arrepentiréis de esto ambos! —dijo Edmond, y, después de mirarlos por un rato, hizo girar su caballo.

—¡Adiós dulce esposo! —gritó Engaine, cuando empezó a levantarse el polvo que produjo su partida.

La muchacha se mostró en buen estado de ánimo mientras regresaban, caminando, y tarareaba una canción,

—Me siento mucho mejor ahora que la suerte está —echada dijo—. ¡Qué simple de espíritu es! ¿Cómo pude haber cometido el error de casarme con él? Fué culpa tuya, Walter. Debiste haberme arrancado de mi caballo aquella mañana y arrastrado al sacerdote más cercano.

—Tuve intención de hacerlo. Pero siempre me habías tratado con tal desprecio y te mofabas tanto de mis pretensiones, que no pude creer que me tenías el menor cariño.

—¡Sabías que gustaba de ti! Y ahora —dijo la muchacha, mirándolo de frente con aquellos brillantes ojos—, me he enterado de que me has olvidado hasta el punto de casarte. ¿Era acaso necesario dignificar tus relaciones con aquella pagana llegando hasta casarte con ella mediante determinada forma de servicio religioso?

—Conque ¡estás enterada! A nadie hablé de eso hasta anoche, cuando conversé con mi abuelo.

—Claro que estoy enterada. Siento curiosidad por todas las cosas que se relacionan contigo, Walter. Has de saber que la bendición de aquel sacerdote oriental no fué sacramental ni válida. En realidad no estás casado con aquella pagana.

—No es pagana. Su madre era griega, y su padre, inglés. En cuanto al casamiento, fué realizado por un sacerdote cristiano de la orden nestoriana. Fué sacramental y válido.

—Evidentemente que por entonces estabas convencido de que la amabas.

—Sí, la amaba. Y la amo aún. Sigue siendo mi mujer, aun cuando nos separe el mundo entero y sepa que nunca he de volverla a ver.

—Vamos, Walter, ¿acaso se necesita tanta vehemencia? ¿Me lo dices… como advertencia?

Y Engaine se volvió mirándolo con una sonrisa que tenía un dejo de burla y al mismo tiempo cierto enojo.

—Ya se te pasará, aunque he de decir que me duele tu inconstancia. No, eso no es justo. Me había resuelto casarme con esa pobre imitación de hombre que acaba de alejarse. Así te lo dije, y no eres culpable por haber buscado todo el consuelo que pudieras hallar.

Y acentuó su sonrisa.

—Pero, Walter, me pareces ridículo al profesar una fidelidad duradera para con aquella pequeña pagana a la cual no esperas volver a ver jamás. ¿Vas a contentarte para el resto de tu vida con un fútil juramento?

—Vivo tanto en el pasado con la imaginación, que apenas si he dedicado algún pensamiento al futuro.

Engaine se rió.

—Todos hemos de conspirar para alejar tus pensamientos del lóbrego pasado, Walter —dijo.