I

El hecho de que los ocupantes de la tienda azul pudieran vivir así sin interrupción, no era en forma alguna un indicio de paz en la vida general de la caravana. Eran demasiadas las razas representadas en aquella enorme reunión de personas para que pudiese ser así, y los continuos rozamientos a veces terminaban en hostilidades abiertas. Ecos de aquella lucha diaria llegaban a los ingleses hasta en el vacío en que parecían moverse. A Bayan le costaba cada vez más dominar a sus hombres y mantenerlos alejados de las tiendas de las mujeres. Había sido necesario doblar la guardia alrededor de aquellas paredes de seda.

En sus paseos vespertinos, Walter solía detenerse a menudo a mirar el azulado serrallo que tanto se parecía en su concepción al Tabernáculo de los Hijos de Israel levantado todas las noches en el desierto y que contrastaba tan violentamente con los lugares de culto judíos en todos los demás aspectos. Si se mostraba lo bastante imprudente para acercarse a esas tiendas, inmediatamente se oía una orden de alejarse, y el guardián más cercano introducía alguna variación estética al repetirla, tal como: «Podrido retoño de Occidente, tienes el pestilente aliento de un camello que acaba de comer inmundicias». Siempre había muchos guardias a la vista, que andaban de un lado al otro con los sables desenvainados.

De cuando en cuando, permitían a las mujeres dar un paseo vespertino. Sin embargo, antes de que aparecieran, los hombres del campamento recibían la orden de reunirse lejos de allí, desde donde no tuvieran, la oportunidad de observar de cerca a las hermosas concubinas. El paseo era invariablemente corto, pues aquellas mujeres, criadas en harenes, eran muy indolentes. Paseaban un rato en dos largas filas, velados los rostros, y volvían charlando a su tienda, echando miradas de curiosidad en dirección a los apartados hombres.

Una vez, cuando amenazaba una segunda tormenta de arena, regresaron en desorden, presas del pánico. Walter estaba aquella vez cerca del lugar por donde pasaron en busca de refugio, y como el fuerte viento les había apartado los velos de la cara, pudo ver bien a varias de ellas. Fué una experiencia desilusionadora. Juzgadas por el gusto europeo, eran demasiado regordetas para poder pretender a una verdadera belleza. La mayoría, sin embargo, tenían ojos hermosos, oscuras y límpidas pupilas de temperamento oriental que brillaban de curiosidad al pasar a su lado.

Un hombre, un mercader que se había unido a la caravana en Samarcanda, tuvo bastante temeridad para meterse en el serrallo una noche calurosamente pesada. Unos fuertes chillidos anunciaron su descubrimiento, y pronto se hicieron cargo de él dos de los eunucos. A la mañana siguiente, se anunció que el presuntuoso mercader sería correspondientemente castigado antes de que se emprendiera la marcha. Fué toda una sorpresa, al menos para las ocupantes de la azulada tienda, cuando lo montaron en su camello y le dijeron que se alejara, solo, por las arenas del desierto. Walter vió la expresión de intenso alivio en el rostro del delincuente al tirar desesperadamente del cabestro. Pronto se vió que iba a ocurrir algo más. Los mongoles habían formado dos largas filas y se reían a carcajadas de los esfuerzos del fugitivo para acelerar el lánguido andar de su cabalgadura. A una señal, sacaron las ballestas y al momento el aire se ennegreció de flechas. Camello y jinete cayeron a tierra, y el hombre parecía, a la distancia, un jamón ahumado generosamente sazonado con clavos de olor.

Llegó entonces la vibrante primavera de Oriente, y los caminos del desierto respondieron a ella con un abigarramiento de colores. Walter había tomado la costumbre de levantarse temprano. Una mañana, descubrió que el sol naciente había revelado una alfombra de flores, azules como lupinos, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La noche anterior, nada se había visto de ellas.

«En Oriente las cosas ocurren de pronto», pensó.

Y por cierto que muchas eran las cosas que habían estado ocurriéndole repentinamente. Aquel día en particular, iban a llegar a una culminación de lo más inesperada.

Fué por una lechuza que Maryam había adoptado. Una tarde, algún tiempo antes, un pichón de lechuza había entrado en la tienda en busca de calor. La muchacha lo había aprisionado y, a pesar de las burlas a que la sometieran, resolvió quedarse con ella. Se había encariñado con el extraño animal y por algún oscuro motivo, lo llamaba Peter Doupadoulus.

Su afecto por el ave era motivo de bromas continuas, lo cual tenía por efecto el provocar en la muchacha una vociferada defensa. Sostenía que Peter era descomunalmente vivaz, la más inteligente de todas las aves. De día, la lechuza viajaba con Maryam en una percha construida por Tristram, y de noche dormía atada a la joroba del camello por un hilo. Walter la oía a menudo conversar con el ave detrás de la cortina por las noches.

—¡Ay, Peter! —decía la muchacha—. ¡Si sólo tuviera qué ponerme esta noche! ¡Si mi hermoso Walter y mi buen Tristram pudiesen verme cubierta por aquella dalmática blanca que dejamos atrás!

Una vez, creyendo que no había nadie en la tienda, dijo:

—¡Vamos, cara de piedra! ¿Por qué me miras con tanta dureza? ¿Porque me pongo un poco de colorete en las mejillas? ¿No te parece que tengo que estar bonita?

Hubo una pausa, y Walter la oyó proseguir:

—Me miras como estoy convencida de que me miraría la gran señora Engaine. ¡Con el mismo orgullo, el mismo desprecio y la misma superioridad!

Aquella mañana, al emprender la marcha la caravana, Ortuh el Tartamudo pasó galopando al lado de ellos y advirtió la lechuza que Maryam llevaba al hombro. Sofrenó y soltó una burlona carcajada. Luego, ante un repentino impulso, se inclinó en la silla y trató de ensartar el ave en la punta de su lanza. Tristram interpuso su caballo y tomó al mongol por la cintura. Un vigoroso tirón derribó a Ortuh de la silla. El inglés también se apeó. Mientras el mongol trataba de desenvainar el corvo sable que llevaba al cinto, se vió de pronto tomado en tan poderoso abrazo que no pudo seguir moviéndose. Casi sin esfuerzo, Tristram lo levantó del suelo y se puso a sacudirlo hasta que aquella amarillenta cabeza se moviera de un lado a otro y las combadas piernas se agitaran en el aire como las de un espantajo bajo un fuerte viento. Luego arrojó a su adversario, que cayó rodando al suelo.

Ortuh estaba demasiado atontado para hacer otra cosa que alejarse arrastrándose. Un grupo de jinetes se había reunido a su alrededor al empezar el incidente. No hicieron movimiento alguno para intervenir, sino que se inclinaron en sus monturas riéndose de la derrota de su compañero.

—Cuídate de ese individuo en adelante —le aconsejó Walter a su amigo cuando el mongol se hubo recobrado lo bastante para montar lentamente en su caballo—. Ha sido humillado ante los demás, y no habrá de descansar hasta que se haya vengado.

Tristram se rió.

—La próxima vez —dijo—, le arrancaré el alma de su grasoso cuerpo.

Walter se sintió seriamente preocupado por el incidente. Le pareció que Ortuh se había detenido, antes de echar mano a la lanza, a mirar atentamente el ennegrecido rostro del criado. Si Ortuh el Tartamudo tenía alguna sospecha, era indudable que no dejaría de investigar.

El muchacho se dirigió hacia Maryam con intención de participarle sus temores. La muchacha se había asustado, como era natural, y estaba cabizbaja. Walter pensó que la chica, con su manchada túnica de lana y sucias bombachas parecía un pequeño mendigo negro. La lechuza estaba tratando de huir y lanzaba agudos chillidos. Puede haberse debido a lo fuerte del contraste, mas el muchacho no pudo dejar de pensar en la última vez que viera a Engaine, orgullosa y elegantemente montada en su caballo, el halcón al puño, escapado el dorado cabello de la redecilla, hermosos y altaneros los ojos azules. El contraste era perturbador.

—Quizás hayas necesitado esta lección, Walter de Gurnie —se dijo—. Engaine es perfecta a su modo. Sin embargo, has estado haciendo comparaciones, y no en su favor.

Taloneó levemente a Podarge, habiendo aprendido a montar a lo oriental con las riendas sueltas. Al alejarse al galope, la mente se le llenó de orgullo racial. ¡Ése era el Oriente, ése era el modo de ser oriental! ¡Cuanto más hermoso y limpio era el modo de ser de Inglaterra! Se dijo que tenía que dominar su tendencia a olvidar, a aceptar nuevas ideas, nuevas perspectivas y nueva gente.

Se sintió presa de una sensación de alivio, y empezó a pensar en su patria. Se preguntó cómo estaría su madre y si su partida había afectado su salud. ¿Progresarían los planes de su abuelo para ganar dinero? En Gurnie, todo estaría de color verde; los bosques, llenos de flores. ¿Y Engaine? ¿Se habría casado ya con Edmond? Y si lo había hecho, ¿le pesaría a veces? ¿Quizá pensara en él?

Aquella noche se mostró taciturno. Maryam se dió cuenta de que algo le pasaba, y a su vez perdió toda animación. Escasa fué la conversación entre los tres sentados alrededor del fuego. El inconstante tiempo había variado, y soplaba un viento crudo que hacia que una de las pieles de morsa, que se había soltado, golpeara contra la punta de la estaca con la insistencia de un redoble de tambor. Por último, Maryam se puso de pie.

—Esta noche estamos todos apagados. Creo que Walter está fastidiado conmigo. Me voy a dormir.

Cuando los hubo dejado, Tristram empezó a hablar de un rumor que Mahmoud había recogido durante el día. El Ave Que Empluma Su Nido, Lu Chung, estaba de malas.

Walter prestó atención, repentinamente alarmado.

—¿Se sospecha que ha intervenido en la fuga?

—No, eso no, ¡gracias a Dios! En cuanto pude descubrir, el hombre se ha mostrado demasiado dispuesto a hacer honor a su sobrenombre. Aún efectúa la mayor parte de las compras, y Bayan ha ordenado una investigación. Amenaza entregarlo a sus hombres para hacerle hacer el Paseo de la Cuerda.

Mucho habían oído hablar de la crueldad de ese suplicio mongol, aunque no había sido aplicado aún a nadie en el campamento.

—Lu Chung nunca saldría con vida de la prueba —dijo Walter.

—A veces la víctima llega a vivir. Sin embargo, no creo que haya bastante resistencia en aquella montaña de carne. Quizás haya emplumado su nido por última vez.

El fuego estaba apagándose, y la atmósfera, en el interior de la tienda, se había enfriado mucho. Tristram se puso de pie y se desperezó… De pronto, la lechuza soltó un chillido.

—¿Qué pasa? —preguntó Walter.

Y de pronto vió que Tristram pasaba detrás de él con extraordinaria cautela.

—Quédate donde estás, Wat —dijo el muchacho con temor y repugnancia en la voz—. No te muevas. ¡Por amor de Dios, no te muevas!

Walter volvió la mirada sin mover la cabeza y de pronto se quedó paralizado de horror. Una víbora se había metido en la tienda en busca de calor, y estaba enroscada a unas pulgadas de distancia. Era un áspid; la duda no era posible pues se veían las características de la ancha y repulsiva cabeza, que estaba dirigida hacia él, y el moteado cuerpo enroscado bajo ella. Walter tenía un terror tal a las víboras que instintivamente retrocedía al ver a alguna, pero aquella vez, afortunadamente, sus helados miembros se quedaron inmóviles. Obligándose a mirar hacia otro lado, se quedó quieto, asustado, esperando sentir de un momento a otro la mordedura de los colmillos en su estirado muslo.

Tristram estiraba lentamente la mano hacia el atizador.

—¡Es un feo bicho, pero dentro de un rato daré cuenta de él!

Walter podía sentir cómo se le crispaban los dedos de temor y ansiedad. Oyó un movimiento detrás de la cortina. Maryam ahogó un grito y echó a correr hacia el centro de la tienda.

—¡Atrás! —gritó Walter. Mas la muchacha pasó corriendo a su lado, y con rápido movimiento tomó a la víbora de la cola. Afortunadamente, el reptil estaba entumecido de frío y no reaccionó hasta que la muchacha no lo hubo arrojado, con otro grito, contra el costado de la tienda. Walter estuvo de pie en un santiamén. La víbora cayó retorciéndose e irguió la ponzoñosa cabeza. Pero ya Tristram la esperaba, y con un solo golpe del atizador alejó todo peligro.

Maryam se desmayó, y cayó con la cabeza entre las cenizas que bordeaban el fuego. Sólo entonces advirtió Walter que la muchacha estaba desnuda hasta la cintura, y vaciló antes de poner una mano bajo la cabeza para levantarla.

—¡Mahmoud, agua! —gritó.

Pero Mahmoud, que se había levantado al oír el primer grito, se había trepado a la estaca central y chillaba pleno pulmón:

¡Agkistrodon! ¡Agkistrodon!

Fué Tristram quien trajo agua después de arrojar los restos de la víbora a una distancia prudencial, fuera de la tienda.

—¿Cómo está la muchacha? —preguntó, ansioso.

—Se ha desmayado.

—He oído un gran alboroto en otras partes del campamento —informó Tristram después de un rato durante el cual estudió los pálidos rasgos de la muchacha—. La repentina vuelta del frío debe haber traído más víboras a los alrededores. Ahora voy a llenar de arena la base de la tienda para que no puedan entrar otras.

Maryam suspiró y se estremeció.

—¡Les tengo tanto miedo! —dijo con débil voz.

Abrió los ojos y vió el rostro de Walter inclinado sobre el suyo. En seguida preguntó, alarmada otra vez:

—¿Dónde está?

—Muerta —contestó Walter, con clara conciencia de que tenía la mano puesta sobre los desnudos hombros de la muchacha, y que los pechos de ésta estaban apoyados contra su cuerpo—. Tris la mató. ¿Te sientes mejor?

—Sí, ahora me siento mejor contestó Maryam, que se sentó de pronto, repentinamente consciente de su desnudez.

Se puso en pie de un salto y desapareció detrás de su cortina. Varios minutos pasaron antes de que volviera a aparecer, totalmente vestida. Walter observó que aún tenía las mejillas pálidas.

—Me salvaste la vida —dijo.

—Apenas si me di cuenta de lo que hacía. ¡Ocurrió todo tan pronto!

Luego meneó la cabeza.

—No, no fui yo quien te salvó. Fué Peter. Si él no hubiese visto a la víbora y no nos hubiese avisado…

Y soltó una breve risilla histérica.

—Ya te decía que era inteligente. Te lo dije, Walter.

—Humildemente reconozco que tenías razón. Pero, Maryam, no fué Peter quien alejó a la víbora.

Mahmoud había estado cogido todo el tiempo al extremo de la estaca. Bajó balbuceando:

—¡A Mahmoud no le gustan las víboras!

Tristram volvió, diciendo, animoso:

—Ya no puede entrar ninguna más. ¿Cómo se siente Taffy? No hubo respuesta, pues Walter levantó de pronto una mano en son de advertencia. Se inclinó hacia adelante, escuchando con atención.

—Oí unos pasos afuera —murmuró—. ¡Oye! ¡Alguien se acerca!

Maryam se ocultó detrás de su cortina por segunda vez y buscó apresuradamente la tintura para aplicársela al rostro. Algunos de los ganchos habían caído de sus anillos de metal, y Walter se puso a colocarlos en su sitio para mayor precaución. Se detuvo en medio de su tarea, sin embargo, y señaló a un costado de la tienda, conteniendo la respiración.

¡Por el forro de seda azul asomaba la punta de una daga!

Walter chistó para atraer la atención de los demás. Todos volvieron la cabeza en su dirección, y, entre tanto, la daga penetró aún más en la tienda antes de empezara cortar hacia abajo. Cortó lentamente, con muy poco ruido, el fieltro exterior y el forro de seda, hasta producir un tajo de un pie de largo. Luego, aparecieron unos dedos amarillos por la incisión y la abrieron lo bastante para que apareciera un rostro. Lo único que los ingleses pudieron ver fué un par de ojos que observaban con maligna curiosidad y descansaban su mirada en particular en la cara de la muchacha, parcialmente teñida. Los dedos se retiraron y el tajo quedó cerrado.

En la tienda reinó el silencio por largo rato. Walter lo interrumpió diciendo:

—Estoy seguro de que era Ortuh, el Tartamudo.

Maryam se adelantó hacia él y le puso una mano en el brazo.

—¡Tengo que irme! —murmuró—. Es lo único que me queda por hacer. Si me encuentran aquí, os veréis todos envueltos en el asunto. ¡Y eso no debe ser!

—El mal está hecho —dijo Walter—. Sólo nos queda esperar.

Tristram había cogido su arco y estaba probando la cuerda.

—No podré hacer gran cosa en la oscuridad, pero al menos puedo volver a mandar a algunos de ellos al infierno de donde han salido.

Se volvió rápidamente al oír pasos a la entrada de la tienda, levantando la flecha a la altura del hombro, Walter se adelantó a su lado, daga en mano. Al sentir una mano sobre su brazo, este último se dió cuenta de que Maryam se había unido a ellos.

—¡Por la Cruz! —exclamó el arquero—. ¡Hemos de vender caras nuestras vidas!

Pero quien entró en la tienda fué Lu Chung. Se quedó sorprendido al ver la clase de recepción que le hacían, y se puso aún más pálido. Estaba evidentemente agitado. Le temblaban las manos y los ojos parecían bailarle, desorientados en el amplio y grasiento rostro.

—¿Fué Lu Chung quien hizo ese tajo en la tienda? —preguntó Walter haciendo un movimiento de cabeza en dirección a la abertura.

Y al hacerlo, se quedó boquiabierto de asombro. Porque la daga había sido dejada en la tela, y su peso había hecho que la hoja penetrara todavía más adentro en la tienda.

Lu Chung negaba que aquello fuera obra suya, pero estaba tan preocupado por sus propios asuntos que no comprendió en un primer momento el significado de lo ocurrido. Cuando se hubo dado cuenta, se dejó caer ante el fuego, meneando la cabeza con redoblada ansiedad.

—¡Ahora lo sabrán todo! —se lamentó—. ¡El pobre Lu Chung será condenado a hacer el Paseo de la Cuerda!

—Si mi suposición de que ha sido Ortuh es exacta, ¿por qué dejó su daga? —preguntó Walter.

Al oír eso, el gigante alzó la cabeza con un brillo de esperanza en la mirada.

—Lo dejó en señal de que va a volver. Eso es evidente. Este humilde servidor no cree que Ortuh cuente lo que ha visto inmediatamente. Volverá a hacer un trato. Quizá se proponga vender su silencio. Ese Ortuh es codicioso. Quizá pida oro.

Y la inquieta mirada se posó en Maryam.

—Puede que quiera ver a esta muchacha cuando no tenga tintura en la cara. Quizá pida que se la envíen a su tienda cuando pueda hacerse sin que nadie se dé cuenta. Los mongoles hablan mucho del placer que les causa el contacto con la piel de las mujeres blancas.

Después de un rato de silencio, Maryam dijo en voz baja aunque resuelta:

—Si con ello puedo salvar a mis amigos, iré a la tienda de Ortuh.

—¡No! —exclamó Tristram, y Walter apretó la manos que tenía al lado antes de decir:

—Sabemos que estarías pronta a cualquier sacrificio, Maryam, pero preferiríamos la muerte a eso. Y ha de haber algún modo de salvarnos todos. Si Lu Chung ha acertado en cuanto a Ortuh, estoy seguro de que salimos de ésta.

—¿Qué plan tienes entre manos, Wat? —preguntó Tristram con ansioso interés.

—Dependerá de si Ortuh no hace nada más hasta mañana. Si no me equivoco acerca de la idiosincrasia de esa gente, preferirá esperar, mantenernos en suspenso.

Lu Chung asintió.

—Ortuh jugará como el gato cruel que ha encontrado tres ratones blancos. No volverá por su daga en seguida. Esperará, vigilará y dejará que el terror se cierna sobre ustedes. Entonces obrará.

—A menudo nos hemos rezagado de la caravana —prosiguió Walter—. Mañana simularemos que uno de los camellos se ha enfermado y tardaremos mucho en emprender la marcha. Cuando la caravana se haya perdido de vista, emprenderemos la marcha en dirección al sur. Todo dependerá de la velocidad que podamos obtener de nuestras acémilas.

Había hablado en inglés, y tuvo que traducir lo dicho a Lu Chung. El chino pensó y asintió.

—El joven estudiante propone la única solución posible —declaró—. Lu Chung irá también. Este humilde servidor se expone a una muerte segura si se queda.

Evidentemente, el chino se sentía aliviado por la perspectiva, pues volvió a asentir con cierto vigor.

Lu Chung conoce los caminos. Cree que es mejor seguir el camino a Kinsai.

Tristram se mostraba ceñudo y vacilante.

—¿Cuánto crees que podremos alejarnos antes de que se den cuenta de nuestra ausencia? —preguntó.

—Unas ocho leguas, quizá —dijo Walter—. No más.

—Dudo que sea bastante. Has visto la velocidad con que viajan los jinetes de Bayan. Nos perseguirían con la rapidez del viento. No volverían atrás sino que acortarían camino para encontrarnos. ¿No es además probable que Ortuh, o quienquiera que fuera, nos vigile?

—Es nuestra única oportunidad, Tris.

—Eso lo sé, y tenemos que aprovecharla, claro está. Al menos nos dará la probabilidad de luchar por nuestras vidas en campo abierto. ¡Juro que habrá muchos caballos sin jinete antes de que se nos acerquen!

Ortuh no regresó, y después de mucho comentar proyectos, Lu Chung se despidió. Tristram, cuyos nervios no parecían haber sido afectados por la perspectiva que los esperaba, se dispuso pronto a dormir, pero Walter resolvió que él no podría hacerlo. Avivó el fuego y se acercó a él, necesitado de calor, más que nunca. El proyecto le obsesionaba. Se le había ocurrido un modo de mejorarlo, una idea tan temeraria y original que en un primer momento la aceptó sin atreverse a considerar los peligros a que daría lugar. Más adelante, empezó a sentir dudas y trató resueltamente de disiparla diciéndose: «Puedo morir de cualquier modo. En esta forma, es seguro que los demás podrán escapar».

Aun después de haberse resuelto a intentar el plan, se vió asediado por muchos pensamientos perturbadores. Quizá nunca volviera a ver a Inglaterra, a poner la mirada en el rostro de su madre, en los verdes bosques que rodeaban a Gurnie ni en los sinuosos arroyos que tanto amara. En el mejor de los casos, la oportunidad de hacer fortuna, que tan prometedora se mostrara después de lo que Bayan le había dicho, se desvanecería inevitablemente. Mucho se asombró de poder formularse esa consideración sin pesar. ¿Acaso esa crisis por la cual pasaban lo había cambiado tanto?

Detrás de su cortina, Maryam murmuró:

—¡Walter!

El muchacho se acercó a ella. La chica estaba sentada, y el fuego daba bastante luz para que pudiera verse que tenía los ojos llenos de lágrimas. Maryam se había olvidado de quitarse la tintura de la cara.

—¡Me siento muy desdichada! —murmuró—. Yo os he causado todo esto. ¡Oh, Walter! ¿Qué puedo hacer? ¡Algo ha de poder hacerse!

—No tienes que inquietarte. Les daremos el esquinazo, no te quepa la menor duda. Se me ha ocurrido un nuevo plan. Un plan excelente, que hará las cosas mucho más seguras.

La muchacha no contestó por un rato.

—¿Es algo que tienes que hacer tú mismo? ¡Walter, lo leo en tus ojos! ¡Has de correr un gran peligro!

El inglés se dió cuenta de que no era conveniente exponerle el plan por entero.

—Sí, es algo que he de hacer yo mismo —dijo—. Ven, sécate las lágrimas. El plan es muy sencillo. Me quedaré atrás por un tiempo y haré que Ortuh me vea. Eso le impedirá abrigar sospechas. Luego volveré y os seguiré. Espero alcanzaros mucho antes de la caída de la tarde.

—¡No, Walter, no, no, no!

—No habrá peligro alguno —insistió él—. Estoy seguro de que Podarge puede desarrollar más velocidad que cualquier otro caballo de la caravana.

—La única dificultad que preveo es que no deberé llevarlos en la dirección que sigáis vosotros. Tendré que desorientarlos bien. Puede que tarde uno o dos días antes de alcanzar el lugar que Lu Chung nos ha señalado.

—¡He de morir si te pasa algo, Walter! —exclamó la muchacha, llorando, y las lágrimas le desteñían la pintura del rostro—. ¡Sé que moriré!

—Vamos, no te pongas así. ¡Si vieras cómo tienes la cara!

Levantó la cortina y se puso a secarle los ojos con ella.

—Si todo anda bien, nunca más volverás a tener que ponerte esa horrible tintura en la cara. ¡Piensa en lo agradable que será!

Y Maryam luchó por recuperar el dominio de sus emociones.

—¿Vas a poder dormir? —preguntó.

—No por un rato. Voy a sentarme al lado del fuego y a pensar cuidadosamente la situación.

—Entonces ¿puedo quedarme contigo? Puede… ¡Puede que sea la última vez, Walter!