II

El viaje fué desilusionador en muchos aspectos. A menudo, los buques habían quedado amarrados en puerto durante muchos días debido al tiempo nublado, y Walter recorrió las cubiertas acusándose por la negligencia de haber perdido la aguja magnética que habría liberado al comercio de semejantes demoras. Le daba lástima ver a los marineros esforzar la vista para vislumbrar objetos lejanos y saber que estuvo en su poder el introducir en el atrasado mundo occidental la maravilla del Ojo Que Ve Lejos.

En cuanto zarparon de Alejandría, dejando Oriente a sus espaldas, Walter advirtió que flotaba en el ambiente una sensación de fatuidad y confianza. La actitud de los hombres de Europa expresaba como en palabras: «Hemos alcanzado la perfección en la vida que llevamos. Tenemos razón en todo, a los ojos de Dios y de los hombres».

Al recorrer el Arsenal de Venecia y los muelles de Génova y Marsella, mucho le costó escuchar lo vano de las conversaciones y aceptar las supersticiones, tan profundamente arraigadas, que parecían dictar toda acción. Reflexionaba continuamente sobre los grandes cambios que se habrían registrado si él hubiese regresado con pruebas de las cosas nuevas que viera.

Un día caluroso, se hallaban cabalgando por un soleado camino de Provenza, y se cruzaron con un caballero armado de pies a cabeza. Detrás del caballero seguía una larga comitiva: escuderos, pajes, hombres de armas, un consejero espiritual, un limosnero, un trovador, un juglar y una docena de criados. El caballero cabalgaba orgullosamente, con el velo de su dama atado a la moharra de la lanza en señal de que estaba dispuesto a combatir con cualquiera de igual rango que pudiera desear luchar contra él, de acuerdo con las prácticas establecidas de la caballería. Llevaba un ojo tapado, debido, sin duda, a algún voto.

Los ingleses se echaron a un costado del camino para dejar pasar a la cabalgata. Walter vió el brillo de un arrogante ojo detrás de los barrotes de acero de la visera, y comprendió que el valiente viajero lo consideraba como un villano indigno de un saludo.

—Tris —dijo Walter cuando hubo pasado el último componente de la cabalgata—. Acabamos de ver un perfecto ejemplo de la futileza de nuestra civilización. Ese pisaverde armado era la esencia misma de la caballerosidad. Está viajando en alguna misión absurda que tiene que ver con —¿cómo es la estúpida frase?— el ganar culto con culto. Arriesgará su vida para congraciarse con alguna noble dama, y matará a otros en la empresa. Pudo habernos arrollado con cualquier pretexto sin volver a pensar en nosotros, excepto, quizá, para lamentar alguna salpicadura de sangre en su armadura de acero.

—Si se hubiese caído del caballo no habría podido levantarse sin ayuda —dijo Tristram, riéndose.

—¡Qué espectáculo de absurdo orgullo presenta ese idiota irracional montado en su paciente caballo, saliendo a luchar protegido por su armadura! Me estremezco al pensar en lo que ocurriría si los mongoles se resolvieran invadir a Europa. Bayan, el de los Cien Ojos, haría pasar a sus jinetes a través de las filas de esos títeres de armero como flechas a través de las hojas de papel que nos pondremos a hacer en cuanto lleguemos a Inglaterra.

—Antes de que vengan los mongoles —declaró Tristram— estos bravos caballeros sabrán sin duda qué significa hacer frente a los arcos de Inglaterra. En ese caso, no sobrevivirán para enfrentar a los ejércitos de Oriente.

Walter señaló los campos a cada lado del camino, en que pacientes campesinos trabajaban, dobladas las espaldas.

—Se necesita el trabajo de centenares como éstos —dijo, lúgubremente—, para alimentar a esa pandilla de perezosos criados que lo acompañaban tan orgullosamente. Sí, Tris, la verdad se me hace cada vez más clara. Este mundo es malo, cruel y estúpido.

La desilusión se hizo completa cuando, procedentes de Londres, llegaron a Oxford. Sus ansias por terminar el viaje resultaron en una etapa que duró toda una noche, y cuando entraron en la ciudad universitaria el sol apenas si estaba saliendo. Una gran tranquilidad reinaba en las grisáceas calles, aunque de algunas chimeneas se elevaban columnas de humo. De pronto, como si la población se hubiera despertado por algún toque mágico, resonaron por todas partes voces y los estudiantes salieron a la calle, con libros y manuscritos bajo el brazo, húmedos aún los ojos de sueño.

Tristram sonrió cuando llegaron al hospicio en que se alojara Walter, y dijo que esperaría afuera.

—No eres ya un alumno externo —protestó Walter—. Eres un gran viajero y estos jóvenes maestros en artes te mirarán con ojos de asombro.

—Sigo siendo hijo de flechero. No, Wat. No tengo ganas de excitar sus resentimientos de clase. Hay una taberna allí al otro lado de la calle. Veré qué pueden darme como desayuno. Ven a buscarme en cuanto hayas terminado aquí.

Así, pues, Walter se fué solo, asombrándose de lo poco que se parecía el hospicio a la hermosa casa que recordaba. La noche anterior los muchachos se habían mostrado traviesos. Habían roto una silla, y el asiento del excusado fué colgado de una de las puertas de roble. El lugar estaba solitario. Walter subió las escaleras y llegó al primer piso. Colocaron, como de costumbre, un cubo de agua para las abluciones de los estudiantes, y el balde se hallaba en el centro de la habitación, al lado de un trozo de jabón. Sólo quedaban dos estudiantes en el cuarto, durmiendo la mona. Ninguno de ellos se había tomado la molestia de desvestirse, y sus rostros parecían hinchados y repulsivos a la media luz. Las ventanas estaban cerradas, y el ambiente cargado.

Después de bajar las escaleras, Walter llamó y aguardó. De pronto el rostro de maese Hornpepper asomó por una puerta. El mayordomo había engordado con el tiempo, pero Walter advirtió que vestía las mismas ropas que llevara cinco años antes. Las costuras parecían a punto de saltársele a cada movimiento. Pasó un rato antes que el digno mayordomo le concediera al intruso el abrazo de reconocimiento.

—Lo recuerdo a usted. Usted es Walter de Gurnie —dijo el mayordomo con un movimiento de cabeza—. ¡Qué escándalo se produjo aquí cuando usted se fué! Hombres de armas que golpeaban a las puertas y hacían preguntas sobre usted. Fué una gran vergüenza.

Estudió el curtido rostro de Walter con desganado interés.

—¿Ha estado usted navegando?

—¡He navegado por los siete mares! —declaró Walter con orgullo—. Contenga usted la respiración y prepárese a recibir la mayor sorpresa de su vida, maese Hornpepper. He estado en el Cathay.

El mayordomo frunció el ceño con dignidad ofendida.

—Creo ser un hombre inteligente. ¿Me considera usted capaz de creer una falsedad tan extravagante como ésa?

—No tengo tiempo para convencerle de que digo verdad, buen maese Hornpepper. Mi propósito al regresar a Oxford es visitar al fraile Bacon, y sólo fué el impulso de agradables recuerdos lo que me trajo aquí. Siento haber venido. El hospicio de mis sueños era… era diferente de esto.

Maese Hornpepper se sonó despreciativamente la nariz con el pulgar.

—Vino usted en balde, joven señor. Los pecados de Roger Bacon han podido al fin más que él. Hace muchos años que no está en Oxford, y se dice que lo han metido en un calabozo oscuro de donde nunca volverá a salir. Nos pusimos muy contentos al enterarnos, se lo aseguro. Ese vicario del demonio tendrá bastante tiempo para meditar sobre sus iniquidades.

Walter apoyó una agitada mano en la remendada manga del mayordomo.

—Extraña noticia me da usted, maese Hornpepper. ¡No puede ser cierta! ¿Cómo pueden haber encarcelado a tan esclarecida mente? Es imposible creer que la ignorancia de los que gobiernan este oscurecido mundo los haya llevado a semejante crimen.

—¡Nada ha aprendido usted! —exclamó el mayordomo—. Ha regresado balbuceando las mismas inmundas herejías. Domine su lengua, joven señor, o volverá usted a provocar otro alboroto.

Y se secó la húmeda frente con grasoso brazo.

—De todos modos, no fué aquí en Inglaterra donde la mano de la justicia castigó a ese apóstata sin Dios. Volvió a París a enseñar, y por las informaciones que hemos recibido, degeneró más aún. Trató al gran Tomás de Aquino de «maestro de vanidad pueril» y al santo Richard de Cornualles de «tonto de capirote». Habló de astronomía y de la necesidad de sus infames experimentos, exhortando a los estudiantes a mezclarse en la negrura de sus cálculos mágicos. Me alegro de que hayan resuelto encarcelarlo.

Walter sintió que le dolía el corazón.

«De todos modos de nada habría valido que trajera mis pruebas —pensó—. ¿Quién sino Roger Bacón habría podido utilizarlas?».

Apartó violentamente al mayordomo y echó a andar por la calle, en que el sol de la mañana caldeaba los techos de pizarra de la ciudad. Miró a su alrededor y meneó la cabeza.

Ésta es la sede de toda la Sabiduría de Inglaterra —dijo en alta voz—. Juro que ninguno de aquí se da cuenta del enorme crimen que se ha cometido. Todos son como ese estúpido borrico, y aprueban con alegría lo que ha ocurrido.

Tristram estaba desayunándose con sopa y un hueso de jamón. Al llegar Walter, alzó la mirada y preguntó:

—¿Has visto un fantasma?

Walter empezó a comer, despreciándose por tener apetito en esas circunstancias. Relató a su compañero la novedad de la cual se había enterado.

—Roger Bacon tenía razón al decir que este mundo era sucio e ignorante —agregó—. Gobiernan la satisfacción y la estupidez. ¡El único hombre que sabía cómo arreglar las cosas ha sido encarcelado en una oscura celda!

—El corazón de la humanidad está sano —declaró Tristram—. Ayer, al pasar, oímos a campesinos que cantaban en los campos. En ellos hay honestidad y mucho valor. Quizás el cambio comience por el fondo, Wat. Tardará más en venir, pero será más seguro.