II

La enfermedad de Maryam fué una larga y turbulenta negrura en que viviera durante más de tres años de incesante viaje. Le obsesionaba en particular la época pasada en Amboyna, donde naciera su hijo. Los aromáticos olores que los recibieran al llegar a ese puerto exportador de especias siempre los asoció después con cierta intranquilidad, temor y dolores tan grandes que parecían insoportables. Mientras se revolvía gimiendo en su jergón en la posada de Marsella, volvía a vivirlo todo; el apresurado desembarque, la búsqueda de un lugar donde pudiera nacer el niño y la cariñosa mirada de la china que se ocupó de ella. Aquella china había sido muy charlatana, y los sueños de Maryam resonaban de sus chasquidos de lengua, que, por supuesto, no había podido comprender, y de las exclamaciones de triunfo al levantar en brazos el robusto niño ante los doloridos ojos de la madre. La mujer había insistido en hacer cosas curiosas, magnificadas y distorsionadas todas en aquella afiebrada mente. Maryam tuvo visiones de enormes bateas en que amarillentas manos revolvían regalos, todos grandes como los pilares del Gran Palacio Interior, en medio de los cuales se había colocado a su hijito en la creencia de que el primero en que pusiera los ojos mostraría qué clase de hombre estaba destinado a ser. Todas las gentes, en sus sueños, eran de tamaños gigantescos, mucho mayores aún que El Ave Que Empluma Su Nido, Lu Chung; sus rostros eran vagos y Maryam no podía asegurarse de si su expresión era benévola o maligna.

Poco a poco, aquellos fantásticos sueños se desvanecieron, y hubo intervalos en que tenía conciencia de yacer en su angosto jergón, en un cuarto de frescas persianas de hierro. Tenía también conciencia de unas sombras que iban y venían; de Mahmoud, que la miraba con ojos llenos de ansiedad y de un hombrecillo de nariz ganchuda y expresión muy amable. Estaba tan débil que no tenía voluntad siquiera para mover un dedo, y su mente sólo era capaz de abrigar cierta ansiedad por el estado de su hijo. Miraba los cálidos rayos del sol que se filtraban por las persianas y no abrigaba dudas de que por fin había llegado a una tierra acogedora y hospitalaria.

En uno de aquellos intervalos, percibió un ruido que nunca parecía cesar. Era algo suave y muy lejano, y en un primer momento no le hizo caso. Poco a poco, sin embargo, aquel sonido se abrió paso a su conciencia. Era un ruido de llanto, y Maryam se dió cuenta de que provenía de su hijo. El llanto no parecía de alarma ni debido a dolor físico ni terror. Era más bien un lloro desesperanzado que proseguía sin cesar. La muchacha hizo un esfuerzo por sentarse, aunque el movimiento hizo que las persianas se pusieran a bailar a su alrededor con tremenda velocidad.

Se sintió alarmada. Algo había ocurrido que impresionaba profundamente al niño. ¿Acaso estaría por enfermarse, que lloraba tan seguido? Tenía que averiguarlo en seguida. Se dejó deslizar de la cama al suelo y se arrastró en un supremo esfuerzo debido exclusivamente a su voluntad.

Después de llegar a la puerta, miró a la otra habitación. Por entonces ya las paredes estaban bailando a su alrededor, y le fué difícil ver con claridad. Por último pudo distinguir la figura de su hijo, arrodillado en el suelo. Seguía vistiendo la túnica que ella le hiciera con el Vestido de los Dieciséis Veranos, aunque ya le quedaba chica, y ese hecho hacía más patética la tarea en que estaba empeñado. Sollozando suavemente, se hallaba arrodillado ante el inerte perro Chi, tratando con un abanico de alejar a las moscas que revoloteaban a su alrededor.

—¡Walter! —murmuró ella débilmente.

El niño volvió hacia ella su rostro surcado de lágrimas.

—¡Mamá! —exclamó el chico sollozando—. ¡Mira, Chi está enfermo también!

Maryam comprobó que la enfermedad de Chi era cosa del pasado. El diminuto cuerpo del animal estaba ya rígido, y un brillo de pescado resplandecía en su fija mirada.

—No te lo tomes tan a pecho, hijo mío —dijo—. Ven con tu madre.

—¡No, no! —gritó el chico, que siguió abanicando al animal—. Chi está enfermo. Chi necesita de Walter.

Maryam logró sentarse. La tensión fué tan grande que por un rato no pudo hablar. Entre tanto, el muchachito se había puesto a sollozar con mayor violencia, como si de pronto se hubiera dado cuenta de la verdad.

—Chi está muerto —dijo Maryam en un murmullo—. Tienes que resignarte, hijo mío. Los perrillos no viven mucho. Te compraré otro perro, un perro muy grande, Walter. Podrás andar montado en él como en un elefante. Vamos, no llores más.

El niño miró a su alrededor al oír aludir a un perro grande, pero la tregua de su llanto fué breve. Volvieron a correrle las lágrimas, y reanudó su tarea de abanicar al perrillo desesperadamente.

—¡Pobre niño! —se dijo Maryam.

La aguda impresión que sintiera al darse cuenta de que Chi estaba muerto, le hizo comprender la intensidad con que su hijo sentía la pérdida de su favorito. Cada día Walter había parecido más apegado al animal. Lo llevaba a todas partes y le hablaba en un lenguaje propio, que no obstante parecía tener bastante cohesión, pues en sus frases se repetían muchas veces varias palabras extrañas. Hasta insistía en peinarle el largo pelo castaño, no con muy buen éxito, a decir verdad, diciendo:

—Chi debe estar hermoso. Tiene que estar muy hermoso.

Maryam lo había oído a menudo murmurarle al perro palabras cariñosas mientras ambos se hallaban en cama.

—¡Pobrecillo hijo mío! ¡Qué solo se siente! —murmuró—. ¿Por qué hubo de ocurrirle esto ahora? ¿Por qué no habrá podido conservar su perro hasta llegar a Londres y poder vivir como los demás chiquillos?

En ese momento oyó que Mahmoud entraba de puntillas en la habitación. Fué suerte que llegara, porque las escasas fuerzas de la muchacha se habían agotado. Y de pronto se desvaneció.

Tardó algún tiempo en recobrar conciencia. Se sentía más débil que nunca, como era de esperarse, y pasó mucho tiempo antes de poder ver y oír cuanto ocurría. Entonces se dió cuenta de que había transcurrido un largo lapso. El sol no brillaba ya en las ventanas, y las persianas habían sido abiertas para permitir la entrada de más aire. La habitación parecía estar llena de gente. Mahmoud se hallaba presente, así como el bondadoso posadero y el mercader en cueros. Al rato advirtió que había otra persona más, un hombre muy corpulento vestido con la grisácea túnica de los peregrinos y de enorme rostro redondo. En un primer momento, aquel rostro se le antojó un mirasol, tan redonda era la cabeza de aquel otoñal visitante, con una barba rojiza que acentuaba aún más el parecido. Su hijo se hallaba solemnemente sentado en un rincón. Ya no lloraba, aunque la mirada que mantenía fija en ella todavía era triste.

Maryam oyó una cavernosa voz que salía de los gruesos labios del desconocido. Hablaba en francés, de modo que la muchacha no comprendió lo que decía.

—Digo que estaban amontonados en forma vergonzosa. No se les había destinado el espacio que señala la ley —declaró—. No serán muchos los de ese barco que lleguen a ver Tierra Santa —exclamó con vehemencia—, pues muchos más estaban aguardando en el muelle con sus pasajes en la mano.

—Siempre es lo mismo —suspiró Pierre—. Tratamos de evitar que se aprovechen de ellos. Pero ¡esos capitanes! Son vulgares piratas.

—He estado dos veces en Jerusalén —prosiguió el peregrino—. En ambas oportunidades he visto cosas que le harían helar la sangre en las venas. Esa pobre gente muere como moscas. Claro está que buscan la salvación eterna y que cuanto más sufran, tanto más seguros podrán estar de que las sagradas puertas se abrirán para ellos. Quizá sea voluntad de Dios que sufran de ese modo.

Y se arregló la grisácea túnica.

—¡Qué contento estaré al volver a mirar los acantilados de Dover! Así habrán terminado mis viajes.

—Es usted inglés —dijo el posadero—, y ése es el motivo por el cual le pedí que viniera. Esta enferma desea ir a Londres. Quizá nunca pueda hacerlo por sí pero el niño hay que enviárselo a su padre, que es inglés. Creí que podría convencer a usted de que esperara a que el Señor resolviera qué hacer con ella. Mi conciencia estaría mucho más tranquila si se la llevara usted consigo, o, por lo menos, al niño.

Hizo una pausa y suspiró.

—Nunca me propuse ver el Santo Sepulcro, y sólo en pequeñas cosas como ésta puede esperar Pierre Marchus obtener la gracia.

La palabra «inglés» se le grabó a Maryam en la imaginación.

«Este peregrino es de Londres —se dijo para sí—, y quizá quiera ayudarnos».

E hizo una seña para que Mahmoud se acercara al jergón. Cuando el muchacho hubo obedecido, Maryam le indicó con débil gesto que descosiera el forro de su túnica, que estaba a los pies de la cama. Los exploradores dedos del muchacho no hallaron sino una perla muy pequeña, el último de sus cuidadosamente conservados recursos.

—Por favor —le dijo al mercader en cueros—. Esto es todo cuanto tengo. ¿Bastará para llevar a mi hijo y mi criado hasta Londres?

El mercader cogió la perla y se la puso en la palma de la mano, donde la estudió con astuta mirada. Luego, después de traducir lo que ella dijera, se la pasó al posadero.

—Tenemos que ocuparnos de que se pague un precio justo por esto —dijo Pierre Marchus con algo de vacilación en el tono—. Si lo conseguimos, puede que alcance para los tres. Pero tendremos que regatear mucho.

—Dios proveerá —dijo el peregrino.

El mercader le tradujo a Maryam cuanto se había dicho, y la muchacha soltó un suspiro de alivio. Había estado escrutándole el rostro al peregrino, y le pareció poder leer en él una gran bondad y voluntad de ayudarla.

—Dígales —murmuró—, que yo no espero ir. Me siento muy débil. No importa por mí, pero a mi hijo hay que llevarlo a su padre. Su padre es un hombre alto y pertenece a una gran familia. Se llama Walter de Gurnie. No vive en Londres, pero nada más puedo decirles a ustedes acerca de él. Pídanle al buen peregrino que se ocupe de que mi hijo llegue a Londres sano y salvo.

Y Maryam sintió que volvía a perder el conocimiento.

«Todo será para mejor —pensó—. Mi Walter no querrá tener una esposa que nada sabe de su forma de vida y que representaría muchas molestias para él. Quizá… Quizá, ya lo haya comprendido y se haya resignado a tomar las cosas tales como están. Mi hijo puede ser educado como cualquier niño inglés. Pronto no se acordará ya de mí. Mucho he sufrido por tratar de hallar a mi Walter, pero… quizá sea mejor así».