IV

El mejoramiento en las relaciones entre Walter y su protegida iba a sufrir un contraste.

Aquella tarde, se produjo un insólito bullicio en el interior de la tienda. Maryam había estado canturreando al realizar su parte del trabajo, y, al desaparecer detrás de su cortina, gritó por sobre el hombro.

—Pronto tráeme un poco de agua caliente, Mahmoud.

El criado contestó con una animación que subrayaba un nuevo entendimiento entre ellos.

—Sí, gran señora, en seguida se la llevaré.

Y se puso a llenar una batea con la mayor parte de la provisión de agua.

—Taffy está usando una nueva clase de pintura en su rostro —explicó Tristram cuando Walter lo miró interrogativamente—. Lu Chung la trajo esta mañana. Está preparada con carbón de leña y alguna otra sustancia, de modo que puede lavarse de noche. La muchacha está muy contenta con ella.

—¿Taffy?

—Pues… —tartamudeó Tristram, que casi llegó a sonrojarse al dar la explicación—. Mahmoud siempre la ha llamado Tapha, de modo que tomé la costumbre de llamarla Taffy. Me parece que es un gracioso sobrenombre para ella.

Podían oír la bulla que hacía la muchacha al usar vigorosamente el agua. Al rato, soltó una exclamación de sorpresa y apareció en la tienda, con un espejo en la mano.

—¡Ved! —dijo—. ¡Lo he necesitado tanto!

Ambos muchachos echaron a reír estrepitosamente.

—Será mejor que lo uses para contemplarte.

El descubrimiento del espejo lo había realizado la muchacha en medio de sus abluciones, y aún tenía una mancha negra sobre un ojo y otra en la punta de la nariz. Se miró en el espejo, dió impacientemente con el pie en el suelo y volvió a desaparecer detrás de la cortina.

De pronto, una perturbadora idea le pasó a Walter por la mente. Miró a Mahmoud, que estaba empeñado con sospechoso entusiasmo en la preparación de la comida.

—¡Mahmoud!

—Sí, amo. Pronto estará la comida, amo. Buena comida.

—Mahmoud, ¿robaste tú ese espejo?

La enorme boca del criado se entreabrió en aplacadora sonrisa.

—Mahmoud encontró el espejo.

—Mahmoud no encontró el espejo. ¿A quién pertenece?

El muchacho bajó la cabeza sobre la olla y siguió removiendo la comida.

—No lo sé. La gran señora necesitaba el espejo. Mahmoud lo vió, Mahmoud lo cogió.

Tristram se echó a reír, y una carcajada apresuradamente contenida llegó del otro lado de la cortina.

—No es cosa de reírse —declaró Walter—. Ese espejo es valioso. Estoy seguro de que tiene un fondo de plata. Su dueña hará que registren el campamento entero para encontrarlo. No podemos permitir que vengan aquí en busca de cosas robadas.

Hubo una pausa, y Maryam dijo:

—En un principio, el espejo era mío.

—Eso no nos ayuda. La nueva propietaria hará un escándalo, como si en realidad le perteneciera a ella. Mahmoud, has de llevar el espejo y dejarlo donde lo encontraste.

Tristram pidió que le tradujeran lo que se había dicho. Luego meneó la cabeza.

—Pueden sorprenderlo en el acto. No, Wat; el daño está hecho, y más seguro es dejar las cosas como están. No dejaremos de encontrar un lugar donde ocultarlo.

De pronto, a un costado de la cortina apareció un brazo cuya mano tendía el objeto, y se oyó la voz de Maryam que decía:

—Tomadlo. Rompedlo o tiradlo. No quiero volver a usarlo más.

Mahmoud lo cogió y se trepó a la estaca central de la tienda, asiéndose de los ganchos. Deslizó el espejo bajo una de las pieles de morsa que habían sido dobladas para dejar entrar el aire.

—Ya está, amo —dijo alegremente después de dejarse caer al suelo—. Nadie podrá hallar el espejo ahora.

—El verdadero peligro es que vengan a registramos la tienda —dijo Walter, lejos de estar satisfecho—. Si entraran ahora sorprenderían a nuestro segundo criado, con un rostro mucho más claro que cuando llegó aquí. Y entonces sería el fin de todos nosotros.

—Puedo ennegrecerme la cara en un momento.

—Será mejor que te la ennegrezcas ya, para estar pronta.

Y contestando a la exclamación desilusionada que soltó la muchacha, añadió:

—Te lo digo en serio. No podemos correr riesgos innecesarios esta noche.

No hubo respuesta. Walter se volvió al criado.

—En adelante, no habrá más raterías. ¿Comprendes?

El muchacho señaló a la olla.

—Mahmoud roba especias para la comida. ¿No quiere el amo comer buena comida?

—Eso es otra cosa. Robos de esa clase se registran continuamente en el campamento. Nadie les hace caso.

—¡Claro que es otra cosa! —exclamó Maryam, a punto de llorar—. El amo Walter ha de tener su comida bien condimentada. Pero lo que no importa es que yo parezca un espantapájaros por falta de espejo.

—La Rosa Negra no es el nombre que le cuadra —se dijo Walter para sí—. La muchacha tiene mucho más de la pimienta.

Comieron sin Maryam. Cuando Tristram le avisó que la cena estaba pronta, la muchacha contestó con voz llorosa que no tenía hambre. Y Walter se sintió presa de un nuevo temor.

—No, eso no —dijo—. Si lloras, esa nueva tintura se te irá a manchones de la cara. Ven, tienes que tratar de ser razonable.

Desde entonces, no se la oyó más.

De pronto, unos pasos parecieron acercarse a la tienda. Los dos ingleses se miraron aprehensivamente.

—Recita una plegaria en silencio, Tris —dijo Walter.

Pero sólo era el padre Theodore que acudía a citar a Walter para jugar al ajedrez aquella noche. El muchacho se levantó de un salto con un suspiro de alivio y echó mano de su abrigo.

El sacerdote había echado a andar, precediéndolo. Walter se detuvo en la entrada y dijo:

—Hasta luego, Taffy.

Hubo un momento de silencio. Luego, la chica contestó:

—Hasta luego; tenías razón. Tenemos que mostrarnos más cuidadosos. ¿Me consideras muy desagradecida? Perdóname, Walter.

De las muchas partidas que jugara con Bayan, la de aquella noche se le quedó particularmente grabada en la memoria debido a un comentario que precedió al juego.

El general demostró gran curiosidad acerca del mundo cristiano y formuló un sin fin de preguntas. Habiendo hecho un serio esfuerzo por adquirir un conocimiento más profundo de la lengua mongol que el que proporcionaba el Bi-chi, Walter comprendió que podía captar el sentido de la conversación de su adversario antes de que el padre Theodore empezara a traducirla. El sacerdote, a quien nadie invitaba a sentarse y se veía, pues, condenado a largas esperas de pie, apoyado primero sobre una pierna y luego en otra, no llegaba a la mitad de su traducción antes que se produjera la respuesta. Bayan hacía frecuentes señales de satisfacción ante los esfuerzos de Walter por aprender.

—En las tierras de Occidente, son ustedes de una curiosa sencillez —dijo Bayan aquella noche—. Han estado ustedes luchando desde hace cien años para arrebatar Jerusalén a los sarracenos. Siempre han sido vencidos a la larga, mas siempre han vuelto, cantando sus himnos de un solo Dios y muriendo miserablemente en los ardientes caminos. Nunca he estado en Jerusalén, pero dicen que es una ciudad inmunda, muy poblada, un agujero lleno de moscas entre dos pequeñas colinas. Su posesión no es de importancia militar. No comprendo.

Y meneó la cabeza, intrigado.

—Lo mismo ocurre con ustedes desde todo punto de vista. Un solo Dios, una sola fe, un solo papa. Hasta una sola mujer. La vida ha de ser muy aburrida en el mundo cristiano.

Walter estaba considerando lo desilusionado que se sentía al ver cómo encaraban los orientales las Cruzadas. Educado en la creencia de que los cruzados eran valientes caballeros revestidos de brillantes cotas de malla, que luchaban noblemente por la más santa de las causas, mucho le costaba creer que sus adversarios los consideraran una pandilla de invasores asesinos, que perturbaban la paz y saqueaban sus ciudades por una causa que los intrigaba y, peor aún, que eran unas hordas incivilizadas y sucias que luchaban con tanto celo por el botín como por Jerusalén. El odio engendrado por la larga serie de guerras los había rodeado a cada paso.

—No, esta usted equivocado —contestó, seriamente—. Debido a que tenemos una sola fe, tenemos paz espiritual y corazones llenos de esperanza y satisfacción. Debido a que sólo amamos a una sola mujer, ese amor se convierte en algo inapreciable y sublime, en la cosa más noble y hermosa después de nuestra confianza en Dios y sus promesas.

—Nada hermoso hay en las violaciones —declaró Bayan—. Y sin embargo sus cruzados parecen haber sido muy aficionados a ellas.

—Nuestra unidad no se extiende a todo —destacó Walter—. Tenemos veintitantos reyes en vez de uno solo, como ustedes. Tenemos muchos idiomas, tan diferentes entre si que un inglés nada sabe de español, italiano ni alemán. Tenemos en cada país leyes diferentes, no un solo código como el Ulang Yassa.

Bayan, a esa altura, movió, como era su costumbre, un peón aventurado o un desamparado caballo.

—La unidad de ustedes se refiere sólo a las cosas sin importancia. Nosotros tenemos un solo rey, un solo idioma, un solo código de leyes. Y hoy, debido a eso, gobernamos el Asia entera. Mañana conquistaremos el mundo. Cuando el halcón blanco flamee por sobre las ciudades de ustedes, ¿qué ayuda recibirán de ese Dios, oculto entre las nubes? ¿Conservarán su fidelidad a una sola mujer cuando todas las deseables hayan sido llevadas para satisfacer a sus vencedores?

Y Bayan sonrió con plena satisfacción.

—Ustedes, los cristianos, no son gente práctica. Todas sus creencias son como finas telarañas que nosotros hemos de barrer con un solo movimiento de las colas de nuestros caballos.

—¿Se propone usted, pues, invadir a Europa?

Bayan se rió, contento y confiado.

—Después que China haya caído en nuestras manos y haya sido amoldada a nuestro modo de ser, seguiremos el camino de Sabutai hacia Occidente, sólo que esta vez no volveremos. Puede que lo encuentre en su isla, inglés.

En camino a su tienda, Walter se puso a reflexionar que no se había mostrado fiel a sus votos del modo que afirmara que lo hacían los cristianos. Durante el día, el atrayente rostro de Maryam, como lo viera aquella mañana, no había dejado de presentársele ante su imaginación.

—¿Seré un caballero felón, Engaine? —se preguntó en voz alta—. ¡Tengo que poner coto a mis fantasías!