IV

El conde Edmond y su gente se habían mostrado de lo más activos en la demolición de la taberna en Little Tamit. El techo había desaparecido y había grandes agujeros en las paredes; en realidad, lo que fuera la taberna no era ya más que una pila de escombros lo suficiente fantasmal a la luz de la luna llena como para hacerle correr a uno escalofríos por la espina dorsal.

Walter sofrenó su caballo a cierta distancia de las ruinas y contempló aquella prueba de la venganza normanda con la intranquilidad que siempre embarga a los viajeros nocturnos. Vió que algún cínico miembro de la comitiva del conde había suspendido un yelmo, símbolo de la hospitalidad, sobre lo que antes fuera la puerta. Soplaba una fuerte brisa, de modo que el yelmo de hierro, que una vez cubriera la cabeza de algún guerrero en acción, chocaba contra la estaca que lo sostenía con un sonido de campanas amordazada.

Ató su caballo a un árbol y se acercó con cautela a las ruinas. Un murmullo de voces hizo que sus pasos lo llevaran hacia un cobertizo cercano que aún ostentaba su techo. Allí encontró a Tristram, a Harry el Chato, y a un tercer hombre que estaba echado en un rincón y sólo manifestaba su presencia por medio de una ruidosa respiración.

Harry el Chato le dió la bienvenida con una vigorosa palmada en la espalda.

—¡El vil planeador de asaltos! —exclamó—. Bueno, Walter de Gurnie, contemple usted su obra. Si no nos hubiese mostrado usted la forma de entrar en el castillo aquella noche, la taberna de Little Tamit aún estaría en pie y yo sería un respetado tabernero en vez de un forajido que se oculta en los bosques.

Alzó la vista y contempló al alto muchacho que tenía a su lado en la oscuridad.

—Ha crecido usted, joven señor. No me gustaría medirme con usted en una prueba de fuerza.

—Ha venido a aconsejar prudencia —dijo Tristram.

El tono de voz de Harry el Chato varió perceptiblemente. Había en él un poco de desprecio.

—Escucharemos lo que tenga que decir, pero verá que estamos resueltos. Le advierto, Walter de Gurnie, que sólo vivo para el día en que vea el cuerpo del conde de Lessford balancearse colgado de un árbol.

Y se volvió hacia el hombre que se hallaba echado en el oscuro rincón.

—Ven, Will Ferryman. Quizá cambie de opinión cuando vea lo que te han hecho.

Tristram encendió una antorcha y la sostuvo frente a la cara del desconocido. Aquella cara era horrible de ver al incierto resplandor; pálida como queso crudo, con enormes pestañas rojizas y ojos pálidos que miraban fijamente sin expresión alguna. No parecía aquél un rostro humano, sino más bien una mascarilla de arcilla, de ésas que llevan los titiriteros en las ferias.

—No puede hablar —explicó Tristram mirando al hombre con la más profunda compasión—. Lo primero que hicieron fué cortarle la lengua.

—Will Ferryman —dijo el extabernero—, ábrete la túnica y hazle ver lo demás.

Y, volviéndose a Walter, dijo:

—El noble conde acusó a este hombre honrado de matar a uno de sus halcones, y fijó el castigo según una antigua ley normanda.

El hombre se había descubierto el pecho. Walter contuvo bruscamente la respiración al ver que toda la superficie del pecho había sido raspada casi hasta los huesos, y estaba cubierta por las negruzcas y rojizas manchas de las llagas aún no curadas.

—Dos libras de carne —dijo Harry el Chato—. Cortadas de su pecho y pesadas en una balanza en un calabozo de Bulaire. Se la dieron a comer a los halcones, y dicen que se dieron un festín con ella.

Hubo un largo silencio, y Tristram tomó la palabra.

—Will Ferryman estaba con nosotros aquella noche, de modo que ya lo sabes todo. Pero éste, sólo es un caso, Wat. Podríamos mostrarte muchos más, no menos terribles. ¿Comprendes ahora por qué estamos resueltos?

Walter resolvió hacer un último intento.

—¿No podéis aguardar unas semanas más mientras se reúnen pruebas para presentarlas ante el Rey?

Harry el Chato cogió a Walter por ambas muñecas.

—Escúchame, Walter de Gurnie. Antes de que llegaras, ya teníamos arreglados nuestros proyectos. No nos proponemos volver a atacar el castillo, pero no te diré lo que intentamos hacer. Te digo lo siguiente: podrías hablar hasta el día del Juicio final sin hacernos cambiar de parecer.

Tristram cogió del brazo a su amigo y lo llevó aparte.

—Ahora han de llegar otros de un momento a otro. Será mejor que no te vean con nosotros. Haz lo que te digo, y desaparece antes de que lleguen.

Walter se dirigió a Harry el Chato.

—Tris me dice que he de irme ahora. Ahorraré palabras, excepto para expresar lo profundamente conmovido que me siento por lo que ha estado pasando.

—¡Ah, ahórrate discursos! —dijo el exposadero tendiéndole una mano—. ¿Quieres estrecharle la mano a un forajido? ¡Eres el único hombre de cuna noble a quien se la ofrecería! Siempre te he tenido simpatía, y más que nunca desde que Tris me contó los relatos del viaje que realizasteis juntos.

Y movió tristemente la cabeza.

—Ahora se ha comprometido a algo más peligroso que el camino al Cathay.

Los dos amigos se dirigieron al lugar en que estaba atado el caballo. Nada se dijo hasta que Walter hubo montado.

—Pues, este regreso al hogar es muy diferente de aquél que yo había soñado, Tris. Te veía como un satisfecho terrateniente y vecino, fundador de una familia con hermosos hijos que pudieran manejar el arco tan bien, quizá, como su padre.

Y en angustiado susurro, añadió:

—¿Cómo terminará esto?

—Sólo Dios lo sabe —contestó Tristram solemnemente.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Nada, Wat.

Oyeron unos pasos que se acercaban por el camino, y una voz entonó cautelosamente una canción.

—Ha de ser Lob Cant, de Engster —dijo Tristram—. Quédate en las sombras. Es de los nuestros, pero es un músico ambulante que toca el violín y canta en todas las tabernas. Es charlatán y no confío mucho en él.

Soy el buharro,

que espera que alguien muera allá abajo.

Soy el buitre,

soy el cuervo que come carroña.

Soy el gusano,

el último en comer,

pues me arrastró y como

dentro de los podridos huesos de los muertos.

—Lob es un verdadero cuervo comedor de carroña —murmuró Tristram—. Recoge cualquier murmuración para animar sus funciones, vaya adonde vaya. Me ocuparé de que no se entere de que has estado aquí. La canción que canta no es agradable, aunque muy apropiada para el trabajo que nos espera.