III
El último y sonoro «amén» resonó con ecos en la Morada de la Felicidad Eterna. El padre Theodore volvió a colocar la hoja de pergamino en la bolsa que llevaba suspendida del cinturón. Maryam se apoyó en el brazo de Walter, y ambos se sonrieron, felices.
—No bebiste toda tu parte de vino —protestó ella—. Creo que eso significa algo.
—Significa que seré un esposo demasiado indulgente. Pero así iba a serlo, con vino o sin él.
Y Walter se miró las botas, cuyas puntas se volvían hacia arriba y que tenían en la caña unas amarillas imágenes de leopardos.
—Estoy usando por vez primera un legado que me hizo mi padre en su testamento.
Maryam se agachó para recoger a Chi Wangti, que había estado dando vueltas alrededor de su falda, convencido de que lo descuidaban. Lo apretó contra su mejilla.
—Mi pequeño Chi —dijo—, tu ama es ahora una perfecta señora casada.
Volviéndose hacia el sacerdote dijo:
—Gracias, padre Theodore. El servicio fué hermoso y de lo más solemne. Me habría gustado haber podido comprender las palabras.
—Todo el ritual de la iglesia nestoriana es hermoso —declaró el sacerdote, mirando de soslayo a Walter, como si esperara una contradicción—. Tengo que empezar en seguida mis trabajos aquí en Oriente, y lograr conversos para la fe de la cual acaba usted de hablar.
Walter se lo llevó aparte.
—Es bien sabido que Kublai Khan tiene gran tolerancia en materia de religiones —dijo—. Por otra parte, el gobierno Sung considera a toda la obra misionera con mucha desconfianza. Yo tengo un interés egoísta en lo que voy a proponerle, pero lo cierto es que estará usted en posición más libre si sigue gozando del favor de Bayan.
Y miró fijamente al sacerdote.
—Se ha hecho necesario enviar un mensajero al campamento mongol, y estoy seguro de que haría usted bien en ir. Puede usted volver cuando la ciudad esté en manos de Bayan, y empezar su obra sin impedimentos.
El padre Theodore asintió astutamente.
—Muy sensato es lo que usted dice. ¿Cuál es la naturaleza de la misión?
—Quiero que Bayan conozca las proporciones que ha alcanzado el movimiento en favor de la paz en Kinsai. He preparado para él un informe que deberá llegar a sus manos lo antes posible. Deseo también que sepa la naturaleza del obstáculo que se ha presentado, de modo que no vaya a pensar que ha sido traicionado al enterarse de que estoy viviendo con lujo en el Gran Palacio Interior. Chang Wu le proporcionará a usted una escolta y guías. El viaje será rápido y seguro.
—Iré —dijo el sacerdote después de pensar, y, con cierta vacilación, añadió—: Sólo me pesa el tener que irme tan pronto. He visto por último una mujer que me llena los ojos. Siempre me han gustado determinadas proporciones, y ésta tiene las más nobles que puedan tenerse.
Los ojos le brillaban, e hizo crujir las articulaciones de sus dedos al proseguir con entusiasmo:
—Sólo la vi dos veces. ¡Ah, qué línea recta forma su espalda! ¡Qué solidez, y, sin embargo, qué gracia al caminar! ¡Qué atracción tienen sus ojos! Es cocinera en el palacio —añadió—, y las dos veces que la vi estaba amasando pasteles.
—¿Está usted seguro, buen padre Theodore, que fueron sus ojos los que se llenaron?
—Es viuda —prosiguió el sacerdote, con creciente entusiasmo mientras reconsideraba sus cualidades superiores—. Es mejor así. Sólo al elegir mujer ponen los hombres valor en la falta de experiencia. No estoy de acuerdo con eso. Prefiero una compañera madura a las timideces de la virginidad.
En los días que siguieron, se hizo evidente que la casa amarilla en medio de aquel verdoso jardín merecía su nombre. La felicidad de los recién casados era tan completa que prometía ser eterna. Nada ocurrió que echara a perder las horas de dicha; ni una sola sombra de disputa, ni un solo rastro de disensión entre ellos.
Aquellos días transcurrían con cierta uniformidad, a pesar de lo cual nunca se presentaba un momento de monotonía. Maryam estaba levantada, bañada y vestida antes de que Walter volviera su soñolienta cabeza en la almohada que compartían, y su alegre: «Buenos días, honorable marido» provocaba en él gruñidos de protesta. Sin embargo, no le permitía un momento de descanso; Maryam tenía proyectos que requerían su ayuda inmediata, y pronto se encontraba Walter en el baño, tomando jabón y toallas de la rueda tocador.
Las mañanas las pasaban casi todas en el jardín, que era bastante amplio y contenía entre otros atractivos una alberca de buen tamaño, llena de peces de rojizas escamas y aletas que brillaban en las plácidas aguas. La pareja se mostraba muy interesada en la natura de los edificios del palacio, que sobresalía de sus altos muros, pero era una curiosidad que no tenían medios de satisfacer. No se les permitía salir de su jardín. Ante los muros había guardias, y cuando los recién casados se acercaban a los límites, tenían clara conciencia de que por lo menos un par de rasgados ojos los miraban por debajo de un grotesco casco. Maryam coqueteaba al trío Aeaco, Minos y Radamanto como los llamaba, y trataba de aplacarlos ofreciéndoles comida y fruta. Era difícil saber si esas donaciones surtían algún efecto, aunque a veces tenía algún progreso acerca del cual informar.
—Minos me sonrió hoy —le dijo una vez a su marido—. Una buena comida más, y creo que puede que nos permita pasear en la Avenida de la Primavera Eterna.
Pero una cosa era evidente. El ruido de sables y el de pasos nunca cesaban al otro lado de los muros.
Maryam había tomado por costumbre parodiar los modales y el modo de hablar de los chinos. Tenía un gran don de mímica. A menudo, durante sus paseos, se quedaba unos pasos detrás de Walter, respetuosamente, y echaba a andar a pasos cortos, metidas las manos en las mangas. Solía preguntarle con voz cantante: «¿Estima aún mi estimable esposo a su pequeña y humilde esposa?».
Las tardes eran invariablemente bastante calurosas, y Walter las dedicaba a la redacción de notas sobre cuanto observara en ese fabuloso país, en las que hacía constar todos los detalles que aprendiera de sus innovaciones más prácticas. Maryam se le sentaba al lado, ocupada en algún bordado o jugando con Chi, que se había apegado tanto a ella que lloraba lastimeramente siempre que se alejaba de él, aunque fuera por un rato. La muchacha vigilaba con celosa mirada el continuo rasguido de la pluma sobre las hojas de papel, pero jamás lo interrumpía. Las distracciones que se producían eran siempre obra de él. De cuando en cuando, dejaba la pluma y observaba la oscura cabeza inclinada sobre el bastidor de bordar.
—¿Sabes que las ropas chinas te sientan mucho? —le preguntaba, o—: ¿Cómo he de poder trabajar si estás aquí para recordarme modos más agradables de pasar el tiempo?
Entonces la muchacha le sonreía diciendo:
—Obediente esposa comprende insinuaciones.
Y después de recoger al perro y meterlo en un espacioso bolsillo, se alejaba haciendo sonar los talones. Walter la oía tratar de estimular la perezosa actividad de las criadas u ocuparse de algunos quehaceres de la casa. Otras veces oía su risa a lo lejos, en el jardín, y de pronto la veía aparecer, jadeante, corriendo hacia él y gritando:
—Mi muy alto y hermoso señor y esposo, no te he visto desde hace diez minutos enteros. ¡Soy una esposa tristemente abandonada!
Entonces el muchacho dejaba la pluma a un lado y le decía en tono de reproche:
—Difícil es trabajar cuando no estás, pero cuando estás, es totalmente imposible.
La energía de Maryam parecía ilimitada y sus estados de ánimo, tan variables como los matices del arco iris que una vez vieron por sobre los altos muros de su jardín. De pronto se mostraba extática por algo que él le decía, y se le iluminaban los ojos hasta que todo su rostro parecía bailar; un rato después ya se sentía en la más abyecta de las desgracias porque uno de sus pájaros no tenía ganas de comer su alpiste. De pronto canturreaba acompañándose con un instrumento de cuerdas, y en seguida salía corriendo hacia el pabellón de la servidumbre para regañar a las doncellas por haber preparado el baño de Walter demasiado caliente aquella mañana.
Al observar los mercuriales cambios de su temperamento, Walter tuvo la seguridad de que había salido tanto a su madre como a su padre, el inglés. Sin embargo, la muchacha tenía bastante idea de la justicia, y apreciaba el aspecto humorístico de las cosas, rasgos que su marido atribuía a su herencia anglosajona.
Maryam había llenado la casa de pájaros. Walter nunca llegó a descubrir de dónde provenían; había loros del brillantes plumas y alas verdes; aves canoras de pecho amarillo, que amenazaban destrozarse las gargantas con armonioso gusto. Había tantos pájaros; que Peter, la lechuza, terminó por provocar una escena de llantos abandonándolos, disgustada, y desapareciendo para siempre.
El lugar que Peter ocupara en el corazón de Maryam fue heredado por un enorme loro. Lo llamó Héctor, porque era evidente que la costumbre del pajarraco de decir palabrotas en griego se debía a que alguna vez había tenido un amo de esa nacionalidad.
—¡Diavolus, diavolus! —rezongaba el pájaro mientras comía su alpiste.
A veces, recordaba a Mahmoud con desagrado por la tendencia del chico de no bañar a Héctor.
—¡Ese Mahmoud! —solía decir—. Es una bestezuela perezosa. ¡Le echaré sus huesos a los cuervos!
Lo dramatizaba todo. El mundo amenazaba venírsele abajo si encontraba mal sazonada la comida. Echaba a llorar, desconsolada, si Walter tenía la imprudencia de dejarle echar una mirada a su lastimada espalda. Pero en general se mostraba muy contenta, llena de afecto, tan demostrativamente agradada por cualquier atención que él le brindara, como Chi Wangti, que la rodeaba de saltos. Se contoneaba, feliz, cuando su marido interrumpía su labor para estrecharle la mano. Cantaba mucho, con voz gutural y no muy segura. A menudo, cansada de la inactividad que le imponía la reflexividad de Walter, se alejaba para practicar pasos de baile tarareando alguna canción china.
De lo que más gozaba era de las noches, porque el agotador calor del día se aliviaba y Walter terminaba con su trabajo. En cuanto desaparecía el sol detrás de la maciza Torre de Hsuan-te, Maryam corría a vestirse lo mejor que podía, a ponerse el Vestido de los Dieciséis Veranos. Era aquél una hermosa túnica de raso blanco con adornos azules y dorados, regalo de la Emperatriz, y que le sentaba tan bien que Walter no se mostraba contento cuando no se lo ponía.
—¡Ah, si te gusto con este vestido —suspiraba ella— deberías haberme visto con algunas de las prendas que tenía en Antioquía!
—Mucho me cuesta esperar el momento en que te vea vestida a la inglesa —contestaba él—, con un corselete azul para hacer juego con el color de tus ojos.
Su Magnificencia Imperial no perdía oportunidad de halagar a los huéspedes de buen augurio. Todos los días llegaban cestos llenos de fruta y enormes cantidades de flores, bastantes para llenar los cuartos principales de la casa. Una vez llegó un tazón de los Hermanos Kilns de Lung-Ch’uan, regalo tan magnífico que Chang Wu silbó de asombro al verlo. Otra vez el presente diario tomó la forma de un anillo para Maryam, consistente en un aro de oro con un zafiro enorme.
Otro día consistió en un centenar de huevos de pato coloreados.
Chang Wu apareció inesperadamente y sus ojos brillaron de astucia al explicar que era costumbre hacer ese regalo para «provocar el nacimiento».
—Quizá sea demasiado pronto —concedió—, pero es evidente que el acuerdo doméstico se ha instalado en el hogar de mi joven hermano. El casamiento es el mayor de los albures, y me alegro de que mi hermano haya ganado un premio. Esperemos que su esposa cumpla las esperanzas de Su Munificencia Imperial dando a su marido muchos hijos.
—Es mi más cara esperanza, cariñoso hermano mayor —dijo Walter.
—Esperemos también que la misma comprensión subsista cuando entren otras esposas en su casa.
Aquella visita resultó memorable, pues el enviado había llevado regalos por su cuenta: una aguja magnética especialmente destinada a los usos marítimos, con un cuadrante en el cual había no menos de veinticuatro puntos, y un tubo de marfil lleno de vidrio. Walter pasó algún tiempo estudiando la aguja y pensando en los muchos usos que podía dársele cuando regresara a Inglaterra.
Luego recogió el tubo de marfil. Era de un palmo y medio de largo, y una pulgada y media de diámetro. Uno de sus extremos se cerraba un poco en forma de embudo.
—Esto se llama El Ojo Que Ve Lejos. Mire por él, amigo mío. Diríjalo hacia algún objeto y observe usted el efecto.
El cacharro Sung estaba cerca. Sosteniendo el extremo más angosto del tubo ante su ojo derecho, Walter miró en aquella dirección. En un primer momento apenas si vió algo. Luego el cuadro visto por el vidrio se hizo más claro, y el muchacho contuvo la respiración, asombrado. La superficie de porcelana había sido tan minuciosamente pintada que a simple vista sólo se veían líneas muy finas y delicadas, pero vistas a través del vidrio, las líneas aparecían gruesas y claras, destacadas sobre el fondo. Walter alcanzó a ver algunas pequeñas imperfecciones en lo que pareciera una superficie totalmente lisa, y hasta algunas rajaduras.
—Míreme la mano —dijo Chang Wu extendiendo su mano abierta—. Examínela usted con cuidado y dígame qué observa.
Walter volvió el tubo en aquella dirección.
—Veo una mano de tamaño doble de lo normal —dijo—. Veo innumerables líneas que forman extrañas curvas. ¿Quiere el honorable Chang Wu mover los dedos? ¡Es cierto! Los dedos también se mueven a través del vidrio.
Chang Wu sonrió.
—Nada sé de todo esto, pero me han dicho que el ver las cosas extrañas se debe a una colocación de trozos de vidrio de formas diversas.
Walter bajó el aparato y lo miró con creciente asombro.
—No puede ser cosa de magia —dijo—. No hay signos cabalísticos escritos en él.
—Dicen que esto es algo muy sencillo, un capricho de la naturaleza que se descubrió por pura casualidad. Si mi joven hermano desea poseer El Ojo Que Ve Lejos, es suyo.
Cuando el visitante se hubo ido, Maryam se puso al lado de Walter y sonrió en señal de que debía empezar el último ritual de la noche. Walter le desprendió el broche de jade del descote, y el Vestido de los Dieciséis Veranos se le cayó deslizándose por los hombros al suelo, dejando al descubierto una blanca túnica de seda que le dejaba desnudos los hombros y los brazos. Como aquellos hombros y brazos competían en blancura con la túnica, siempre pasaba un rato antes de que se diera el paso siguiente, pero aquella noche, el rato pareció más largo que nunca.
—Los cordones son delicados y vas a romperlos —dijo ella, mientras él se afanaba con los intrincados lazos de la túnica—. ¿Eres torpe de veras o sólo es un pretexto? ¿Es posible que la impaciencia haga tan difícil una operación tan sencilla como es la de desatar esos lazos? Creo que después de esto tendré que ponerme en manos de las doncellas. Luego podré venir a ti.
Como aquella amenaza se repetía todas las noches, Walter no hizo caso. Al quitarle las medias, éstas resultaron tener la suavidad de la seda.
—Que yo sepa —dijo Walter, examinándolas—, nunca se les ocurriría a las damas de Occidente usar medias de seda. ¡Qué envidiosas se pondrían si pudiesen ver éstas! La esposa de nuestro rey, que viene de España, ha traído muchas cosas nuevas a Inglaterra. Quizá la reina Maryam introduzca las medias de seda.
Todo comentario sobre el modo de ser de las mujeres del mundo a que pronto esperaba ser llevada, siempre despertaba gran interés en Maryam. Sin embargo, aquella observación pasó inadvertida. La muchacha se había puesto pensativa.
—Hay una cosa acerca de tu país que nunca te pregunté —dijo por fin—. ¿Tienen allí los hombres muchas mujeres?
Walter se rió.
—Conque, ¡eso es lo que te ponía tan meditabunda esta tarde! ¿Te ha molestado lo que dijo Chang Wu? Es bueno que sepas, pues, querida, que los hombres de Occidente sólo tienen una mujer. Y lo que es más, el matrimonio es el más sagrado de los compromisos, y nada puede deshacer el lazo una vez pronunciada la consagración nupcial.
La muchacha suspiro, aliviada.
—Así lo creía, pero es bueno saberlo. En cuanto a lo otro que dijo el anciano, espero que haya hijos en nuestra casa. ¿Lo desea también así mi señor Walter?
—Sí —contestó él—. Pero no demasiado pronto. Hay algo que tengo que arreglar primero: conseguirles un nombre.
La muchacha no hizo comentario alguno. Aún parecía preocupada por lo anterior.
—¿Has advertido que soy celosa? —preguntó—. He de decirte, Walter mío, que te habría causado muchas molestias cuando hubiese llegado el momento de que tomaras otras esposas. No podría compartirte con otra mujer. Me perteneces a mí.
E hizo una pausa, después de la cual logró sonreír.
—¡Mucho me temo que haría las cosas muy desagradables para cualquier mujer que tratara de robarnos algo de felicidad!