I
Cuando avistaron Kinsai era mediodía. Bajo el caluroso brillo del sol, la ciudad extendía su lánguida belleza por el horizonte como una alfombra de terciopelo roja y verde. Chang Wu sofrenó su caballo y contempló las altas murallas y torres que tenían por delante, con gesto de repentina gravedad.
—La mayor ciudad del mundo, honorable estudiante —dijo, suspirando profundamente—. Ahí la tiene usted, apacible, feliz y llena con sus siglos de sabiduría. ¿Cuál será su destino? ¿Podrá vestir la coraza de plata como la Reina de Corazón de Dragón y vencer a los que machan contra ella? ¿O deberá esperar como encantadora e indolente cortesana el abrazo del crudo invasor del norte?
Para Walter, la Ciudad Celestial era un símbolo de esperanza. Estaba el muchacho en un estado de gran entusiasmo, confiado en que en alguna parte de esa amplia ciudad de palacios y chozas encontraría a Maryam y a Tristram. Si ya estaban esperándolo, podría encontrarlos por intermedio del mercader al cual Anthemus dirigiera su carta.
—Ilustre Chang Wu —dijo—. Me pregunto si conoce usted a un mercader de Kinsai cuyo nombre es Sung Yung y al cual se le llama a veces Fuego de Negras Nubes.
Los delicados rasgos del anciano se cubrieron de una expresión de desprecio.
—¡Sung Yung! —dijo, escupiendo el nombre antes de pronunciarlo—. Sí, señor de Occidente, mucho sé de ese Fuego de Negras Nubes. Es un lobo que devora a aquéllos de sus compañeros que caen en la caza. Usted también oirá mucho de Sung Yung mientras esté en Kinsai, pues se ha convertido en el brazo derecho del partido que quiere la guerra.
—No estaba preparado para enterarme que era un personaje tan prominente. Un mercader de Antioquía llamado Anthemus me dirigió a él.
—Mucho sé también de Anthemus. Ambos son como plumas arrancadas a un cormorán.
—Yo traía una carta para Sung Yung. Hace muchos meses, cuando parecía muy improbable que llegara a Kinsai, se la confié a un amigo que iba a venir directamente. Probablemente haya sido entregada a esta hora, de modo que no tengo necesidad de ver al mercader, salvo para encontrar a mi amigo.
—Pueden hacerse averiguaciones para encontrar a su amigo —dijo Chang Wu—. Sería muy poco prudente para usted hacer saber su presencia a Sung Yung, que es demasiado astuto para no conocer el propósito que lo trae a usted al llegar conmigo. He estado, pensando que es más seguro para usted entrar en la ciudad tranquilamente. Su misión tiene mayores probabilidades de éxito si se realiza en un comienzo en el mayor secreto.
Un grupo de refugiados obstruía el camino. Mientras los heraldos daban toques de cuerno para abrir paso, los dos hombres caminaron con sus caballos de la brida. Chang Wu observaba atentamente a los refugiados y expresó desesperación al leer las marcas características en sus sucias túnicas.
—Todos éstos son de la familia Kung —dijo, meneando la cabeza—. Eso significa que vienen de lejos. Hay muchas semanas de marcha entre Kinsai y sus aldeas. A medida que avanzan los mongoles, la tierra se despuebla ante ellos como se alisan las playas ante la marea creciente. ¿Por qué han de venir a Kinsai, único objetivo de nuestros enemigos? En verdad, joven estudiante, el pánico excluye toda inteligencia. Los tendremos entre nosotros a millones.
Desde entonces, por muchos días los caminos por los cuales viajaran habían estado abarrotados de fugitivos, gente en su mayoría paciente y sin espíritu, gnomos amarillos que avanzaban humildemente con enormes bultos a sus espaldas. Los más prósperos iban en carros de campesinos cargados hasta el tope de enseres domésticos por entre los cuales espiaban solemnes ojos de niños. En toda esa gente había una falta de vigor que acusaba el hambre y el agotamiento. Apenas si alzaban la mirada, ni aun al paso de tan imponente cabalgata, y cuando lo hacían, era con una apatía total.
—La guerra arruina a la mayoría —dijo el enviado cuando hubieron dejado atrás al grupo—, pero enriquece a unos pocos como Sung Yung. De mercader en sedas se ha convertido en tres años en el hombre más rico de Kinsai. Quizás no importe demasiado que el calzado del cual provee al gobierno para nuestros soldados se deshaga bajo las primeras lluvias. Estábamos condenados a perder todas nuestras batallas, tuvieran o no calzado nuestros soldados. Los proveedores del ejército siempre han sido deshonestos, y quizá Sung Yung no sea peor que los demás. El resentimiento que abrigo contra él es que ha convencido a los ministros de que deben pagar a los soldados en papel moneda.
—¡Moneda de papel! ¿Cómo puede existir semejante cosa? ¡El papel no tiene gran valor!
—No tiene valor ninguno —dijo el enviado—. Hemos emitido papel moneda muchas veces en los últimos siglos, pero siempre en la creencia de que había bastante monedas de plata para rescatarlo. Esto nunca ha dejado de arruinar el comercio por largos períodos. Lo llamamos Moneda Volante. Pero el plan de Sung Yung no tiene justificativo alguno, salvo su estúpido convencimiento de que podemos librar esta muy inconveniente guerra a precio muy reducido emitiendo todo el papel moneda que sea necesario. Los soldados lo han repartido en todo el país.
Y el anciano suspiró y meneó la cabeza.
—¿Comprende mi joven amigo a qué nos ha llevado esto?
—No tengo conocimiento alguno de esas cosas —contestó Walter.
—Toda la moneda buena ha desaparecido. Los hombres ocultan sus monedas de plata en escondites. Como tienen tanto papel y saben que no tiene valor, se niegan a pagar en otra moneda. En defensa propia, los vendedores han estado subiendo los precios. Cada día se necesita más Moneda Volante para pagar los artículos más necesarios.
Echó mano al bolsillo y sacó un puñado de trozos de papel de color rojo y castaño.
—Mire usted: éstos son billetes de valor muy grande. Antes, con uno de éstos habría podido comprar un cerdo. Cuando salí de Kinsai, se necesitaba todo esto para pagar un plato de sopa con un poco de tocino adentro. Eso era hace dos meses. ¿A qué se habrá llegado ahora? ¡Me asusto al pensar con qué vamos a encontrarnos al entrar en la ciudad!
Estaban pasando por un punto en que algunos de los refugiados se habían detenido a cavar una fosa a un costado del camino. Los hombres trabajaban, agotados y en silencio en la dura arcilla, mientras las mujeres, que se habían cubierto la cabeza, gemían, angustiadas. El espectáculo era común; muchas veces había visto Walter la misma escena en su viaje.
La mitad de ellos morirá antes de que lleguen a Kinsai —dijo Chang Wu—. No tiene importancia. De todos modos allí no habrá comida para ellos. Sería una sensata medida cerrarles las puertas y preservarnos de las pestes que sin duda traen consigo.
Cuando entraron por la Puerta de la Fuerza Invisible, había caído la tarde. Así pasaron por las amplias calles adoquinadas de ladrillos de la gran ciudad Manji. Esperando encontrar rastros en su interior del pánico que llenaba la campiña, Walter miró asombrado a su alrededor. Parecía que era la hora del mercado, y por todas partes se oían regateos. Los hombres andaban llevando bajo el brazo paquetes que a Walter se le antojaron de papel moneda. Algunos de ellos levantaban espigas de arroz para indicar que las cosas que llevaban en los cestos estaban en venta. Unos titiriteros habían encendido sus antorchas, y se veía también un teatro de sombras. Coches herméticamente cerrados llenaban el espacio de pedregullo en el centro de la calzada, y alegres linternas se balanceaban en la punta de unas pértigas. En los rostros se reflejaba una expresión de indiferencia.
—¿No se dan cuenta del peligro que corren? —preguntó Walter.
Chang Wu no contestó. Inclinada la cabeza a un lado, observaba las casas ante las cuales pasaban, con el mayor interés. A Walter le pareció que estaba contando.
—Los dioses familiares se han unido de parte nuestra —dijo el enviado señalando con triunfal índice la puerta de una casa—. Mire usted bien —previno—. ¿Qué ven los ojos de mi ilustre compañero?
—Hay una daga plantada al lado de la puerta —dijo Walter después de un rato de observación.
—Eso significa que el dueño de casa opina que hay que seguir la guerra. Ahora bien, observe usted, si se digna hacerlo, la casa vecina. ¿Qué ve usted?
—Una rama clavada en la puerta. Creo que es de sauce.
—Quiere decir que el dueño de casa desea la paz. He estado observando y contando. He visto cinco ramas de sauce por cada daga. Excelente señor de Occidente, ¡la ciudad quiere la paz!
—Pero ¿puede prevalecer la opinión pública contra la voluntad de hombres como Sung Yung?
—Nuestro deber —dijo el enviado con solemnidad—, es cuidar de que la voz de la ciudad alcance a los oídos de aquéllos que dirigen los destinos de mi desdichado país. El espíritu se me ha levantado mucho, joven amigo. Ahora puede que sea posible hacerles ver que el dragón de cien ojos no puede ser vencido.
Un mercader que viajaba a pie detuvo al padre Theodore y le mostró una caja de confites, después de lo cual tocó un cuerno para llamar la atención de la cabalgata. Uno de los heraldos lo alejó de un puntapié.
—Creemos en proverbios, hasta el punto de fundar en ellos decisiones de importancia nacional. Hay uno, muy viejo, que los partidarios de la paz han citado muy a menudo a Su Magnificencia Imperial: «El trono de los Sung caerá cuando sea atacado por un dragón de cien ojos». La madre del Emperador ha sido partidaria de hacer la paz desde el momento en que se enteró que Bayan tiene por sobrenombre «El de los Cien Ojos». Yo, Chang Wu, humilde servidor de nuestro niño emperador de Futura Magnificencia, no soy dado a tales creencias, pero estoy más que contento de usar de la vieja profecía. Ahora, quizá, podamos convencerlos.
Vieron a un grupo de soldados que cruzaban las amplias plazas del mercado y se detenían para observar. El que los mandaba estaba protegido por una sombrilla trípode, y llevaba al cinto un sable de tres puntas y tiros de acero que se entrechocaban con ruido feroz mientras caminaba. Los hombres llevaban escudos que representaban demonios que escupían fuego, y crines de caballo en la punta de las lanzas. Un heraldo cerraba la marcha golpeando un tambor pintado y recitando en alta voz las hazañas que iba a realizar su irresistible compañía. Walter pensó en el triste destino que esperaba a aquellas tropas cuando se vieran atacadas por los jinetes mongoles.
Algo parecido debió estar pensando Chang Wu, pues suspiro y dijo:
—No se puede esperar que luche bien un pueblo enseñado a vivir bien.
Mientras proseguían su camino, el enviado preguntó:
—¿Ha visto usted las listas en las puertas? Por ley, todos cuantos viven en la casa tienen que figurar en la lista. Es un método muy bueno para localizar a los malhechores.
Hizo una pausa, y soltó una forzada risilla.
—En la calle de Las Flores Deliciosas hay una casa que me pertenece. La llamo La Morada de los Doce Pimpollos de Fucsia, y es muy íntima. Hay habitaciones en lo alto de la casa, que nunca se usan. Si mi joven compañero quisiera tener la condescendencia de pasar algún tiempo en tan humilde casa, no sería necesario que su nombre figurara en la puerta.
Walter sonrió.
—Me pongo en las manos del sagaz y prudente Chang Wu
—Sería sensato dirigirnos en seguida allí —dijo el hombrecillo, que pareció ver resuelto un problema muy difícil—. La Morada de los Doce Pimpollos de Fucsia es muy tranquila y en ella reina el orden. Nada habrá que pueda molestar al joven estudiante.
Se detuvieron ante unas altas puertas, de cobre complicadamente calado, que daban, a una corta callejuela brillantemente iluminada. Una docena de casas constituían la encerrada manzana, y el espacio que mediaba entre ellas vibraba de actividad. Había en la acera sillas y literas desocupadas, y gran cantidad de criados mataban el tiempo, mientras esperaban a sus amos, practicando juegos de azar. Un guardia, con el sable al hombro, se hallaba ante la verja, y otros más estaban dispersados entre las entradas de las casas más imponentes.
—Los hombres tienen que tener sus placeres horizontales —dijo Chang Wu abriendo la marcha por la verja—. Grandes establecimientos como éstos son muy beneficiosos.
A Walter le pareció que todas las casas tenían un aspecto reservado a pesar del ruido y la confusión que había afuera. En algunas de las ventanas se veía luz, y sin embargo el efecto era el mismo que si sus persianas estuviesen totalmente cerradas. De los altos frentes de la casa emanaba una sensación de reclusión absoluta. La luna había salido y asomaba por sobre los triples tejados de las casas.
Chang Wu pasó frente a la Morada de los Doce Pimpollos de Fucsia.
—Las muchachas que hay en el interior son escogidas con el mayor cuidado —dijo con cierto orgullo—. No sólo por su belleza, joven amigo, pues tienen que ser capaces de conversar con inteligencia, tocar varios instrumentos musicales y bailar con gracia. El entretenimiento que proporcionan no se limita a lo natural. La mayoría de ellas siguen años de adiestramiento antes de que se les permita aparecer ante sus clientes. A algunas se les enseña desde niñas para que su adiestramiento pueda terminar antes de que pierdan la primera flor de la juventud.
Los hicieron pasar a un vestíbulo de plácida belleza, en que las luces estaban agradablemente disminuidas y en que sólo se oía un ahogado ruido de conversaciones y de cuando en cuando alguna carcajada femenina. Una mujer pintada, adornadas las caderas por un ramo de flores artificiales, lo cual le daba un gran parecido a una gallina color escarlata, se dirigió hacia ellos contoneándose sobre sus delicados pies. Nada delicado había, sin embargo, en el tono que usó para dirigirse al enviado. Las miradas que echó en dirección a Walter eran evidentemente hostiles.
—Me recuerda que son muy cuidadosas —dijo Chang Wu como disculpándose—. Dice que nunca se permite la entrada de extranjeros. Estaba convencida de que los hombres de piel blanca hieden como una oveja muerta de fiebre puerperal, y no quería exponer a sus muchachas a semejante contacto. Le expliqué el motivo que nos traía, y aceptó.
Se abrió una puerta a su derecha, que daba a un cuarto en que cinco hombres estaban sentados alrededor de una mesa, empeñados en una especie de juego, con dos de los Pimpollos sentados en el suelo a su lado. Una de las muchachas estaba rasgando suavemente un instrumento de cuerdas parecido a una cítara. La otra estaba bordando, y cuidaba, con gesto señorial, de tener la aguja apuntada en dirección a la luna. Ambas chicas eran pequeñas y bonitas, con mejillas delicadamente pintadas y cabello negro de alto peinado.
Los cinco hombres tenían en las manos discos de brillantes colores, de los que también había una pila sobre la mesa, de la cual sacaban algunos por turno. Todos ellos estaban demasiado absorbidos por el juego para prestar atención alguna a los visitantes.
Los discos son de papel —explicó Chang Wu—. Éste un juego nuevo; en realidad sólo fué inventado hace docientos años. Se llama che-tsin, y los papeles son treinta y dos. Todos los discos tienen nombre, y empiezan por reyes y sotas.
La mujer los dirigió hacia las escaleras. Chang Wu le murmuró al oído a Walter:
—La llaman Proveedora de Ciruelas Maduras, y será prudente tratarla con cuidado, porque es de humor desigual.
En el piso alto, vieron por una puerta entreabierta a una criada que bañaba a su ama. Los regordetes miembros que salían de la bañera eran de un cálido color castaño, y los enormes ojos negros de la muchacha estaban encuadrados en un rostro ligeramente negroide. La chica los miró, sonrió y dijo algo en voz gutural.
—¡Vaya una bribona! —se rió Chang Wu—. Estaría más en su lugar calle abajo, donde las normas son menos estrictas. Desdichadamente hay que conservarla aquí, pues muchos clientes la favorecen.
Después de subir muchas escaleras llegaron a una amplia habitación iluminada por una antorcha metida en un cacharro de bronce. En aquella estancia nada había sino una baja plataforma cubierta por un colchón y sábanas de seda, y un biombo de plumas de pavo real, de cinco cuerpos. Chang Wu dió, en monótona sucesión, unas órdenes y poco después aparecieron dos doncellas que traían entre ambas una pequeña bañera llena de agua.
—Primero un baño —dijo el enviado—, y luego se le proporcionarán ropas más apropiadas y menos formales, Ahora habrá de despojarse usted de sus lujos mongoles. Después, se servirá una comida sencilla que le ruego humildemente quiera compartir conmigo.
Walter no había tenido oportunidad de bañarse en muchos días, de modo que el muchacho pasó en seguida detrás del biombo. Ante su gran asombro una de las doncellas lo siguió y se puso, con ágiles dedos, a desabrocharle el cinturón y a quitarle el manto de piel de topo. La otra doncella acudió a ayudar a su compañera, y se ocupó también en desvestir a Walter. El muchacho cogió con ambas manos la camisa que llevaba bajo la túnica y llamó a su huésped:
—Honorable Chang Wu, nosotros tenemos por costumbre desvestirnos sin ayuda.
Chang Wu se rió.
—La presencia de muchachas jóvenes no ha de molestarle. Es la costumbre. Sus dedos son habilidosos, y sus ojos nada ven.
Sus dedos eran indiscutiblemente habilidosos, pero lo segundo no parecía ser cierto. Una de las muchachas se sobrecogió al descubrir las cicatrices de su espalda, y dijo algo en ansioso murmullo. La otra, que estaba descalzándolo, alzó la mirada y le tocó a Walter la blanca piel sonriendo imperceptiblemente. Sonrojado de confusión, Walter, despojado de sus calzas, se metió en la pequeña bañera de barro con tanta prisa que el agua salpicó en todas las direcciones. El muchacho esperaba gozar de su baño a solas, pero pareció que aquélla no era la costumbre. Cada una de las muchachas cogió jabón y cepillo y empezó a restregarle espaldas y brazos.
—Bueno —se dijo Walter—, será mejor que me resigne. Lo peor, al fin y al cabo, ha pasado.
Pero cuando llegó el momento de vestirse, el muchacho comprendió que lo peor no había pasado. Su proyecto de secarse y vestir inmediatamente los amplios pantalones de seda que colgaban del biombo fué frustrado por la firmeza de las muchachas. Lo envolvieron en toallas y se pusieron a secarlo ellas. Entonces una de las doncellas le tendió los pantalones para que se los pusiera. La confusión de Walter fué intensa hasta que se vió totalmente vestido en lustrosa y suave seda y calzado en cómodos escarpines con suela de fieltro. Luego, una de las chicas cogió una bata y se la puso sobre los hombros.
—La bata de las Campanas del Templo —dijo Chang Wu—. El vestirla es un honor muy grande.
Se trataba de un hermoso manto de brocado color ciruela que le llegaba a Walter hasta bajo las rodillas. Los complicados bordados que lo cubrían habían sido realizados en hilo de oro y raso azul y su dibujo principal eran campanas de templo y murciélagos. El mismo estaba bordado en los puños, en forma de herraduras blancas.
—Soy indigno de ropas tan distinguidas —dijo Walter—, saliendo de detrás del biombo.
Se sentía cómodo como nunca en su vida. La sensación de la fina seda sobre la piel era nueva y agradable.
La comida que trajeron en una sucesión de fuentes que parecía interminable, fué servida en una mesa cuyo alto no era de más de palmo y medio. Traían las fuentes dos doncellas que se sonreían continuamente (Walter no dudó de que aquella alegría se debía a sus ropas que quedaron detrás del biombo), pero el que sirvió fué un criado.
—Me disculpo humildemente por lo sencillo de la comida —dijo el viejo enviado—. No he hecho tiempo para proporcionar un ágape apropiado para un huésped tan distinguido.
Sin embargo, no había motivo para disculparse. La sopa era clara, con verduras verdosas y blancas; una sopera llena de un caldo de almendras saladas con presas de pollo; pechugas de pato asadas y cortadas en pequeños trozos, servidas sobre montones de arroz de nívea blancura; presas de cerdo que flotaban en una salsa castaño oscuro muy picante; frijoles; pasteles rellenos de picadillo; cerdo mechado con jenjibre, y, por último, un plato nobilísimo, que el chino llamaba Comida de Ella, que consistía en un arroz castaño mezclado con toda clase de carne y vegetales y condimentado hasta lograr la quinta esencia de la vivacidad.
Como cada plato tenía que ser probado y comentado largamente, la comida duró hora y media. Les habían servido varias clases de vino en pequeñas copas de oro. Luego, Walter comió nísperos y dátiles, pero nunca había probado variedad semejante de frutas como las que les sirvieron en una torta de miel y raíces de lirios azucaradas al terminar la cena. Además bebieron algo que llamaban shao chin, que significa vino ardiente. Chang Wu explicó que aquello se hacía con mijo, a base de una bebida muy alcohólica. Aquel brebaje merecía su nombre, pues quemaba la garganta.
En cuanto se hubo levantado y partido el padre Theodore, que iba a ser acomodado en otra parte de la casa, Walter habló a su huésped de Maryam y Tristram y explicó las circunstancias que habían llevado a su separación. Al oír mencionar el nombre de Lu Chung, el enviado demostró un vivo interés.
—Ése tremendo canalla, esa anguila gorda y aceitosa, es un ruin vendedor de secretos —exclamó—. Las actividades de El Ave Que Empluma Su Nido en ayuda del enemigo son bien conocidas. En seguida se realizará una investigación especial. Si se halla en Kinsai, pronto tendremos su obscena persona en nuestras manos. Quizá por su intermedio nos enteremos del paradero de los amigos de usted.
—¿Empezará esta noche la búsqueda? —preguntó Walter, con clara conciencia de que la postergación era característica de la justicia en Oriente.
Chang Wu se secó las manos cuidadosamente en una servilleta de fino hilo e hizo una tranquilizadora sonrisa.
—Esta noche. Los magistrados serán informados todos, y hasta el último distrito será revisado. Se harán también discretas averiguaciones en casa de Sung Yung, entre ciertas personas empleadas por él.
Y el enviado se levantó para irse. Se inclinó tres veces con gran ceremonia. Una vez ante la puerta, se volvió a preguntar a Walter si deseaba la compañía de una de las muchachas que había abajo.
El joven estudiante no ha de preocuparse por lo que dijo la Proveedora de Ciruelas Maduras —añadió—. Tiene que tener en cuenta que tal es su oficio. ¿No lo desea el joven estudiante? Quizá más tarde, pues, cuando las fatigas de nuestro largo viaje hayan cedido a la comodidad y a la tranquilidad corporal.
Walter pudo oír cómo en la habitación contigua el sacerdote nestoriano recitaba su primera plegaria d’Ramsha de la tarde. Desde que había llegado al país de los Manji, el padre Theodore había sufrido un gran cambio. La tendencia a entrometerse en todo, el astuto interés que se tomara hasta entonces en todo lo relativo a la carne, había desaparecido. Se sentía más bien confuso ante el ambiente en que se encontraban y apenas si había participado de la comida, sin probar siquiera el vino. Quizás aquel repentino cambio pudiera atribuirse al hecho de que habían llegado a la tierra en que iba a empezar su misión.