I

Walter resolvió no estar presente cuando Engaine llegara a Gurnie. Le parecía probable que la muchacha hubiese elegido otro asilo de haber sabido que él estaba de vuelta. La presencia de Walter no dejaría de complicar la disputa que tenía con su marido, pues el muchacho no ignoraba que Edmond siempre lo había odiado y se mostraría más enojado si su mujer se fuera a vivir bajo el mismo techo que él. Sería mejor dejar que su abuelo lo explicara todo. Si entonces Engaine quería irse, como Walter lo suponía, podía hacerlo sin la molestia de un encuentro entre ellos.

Se quedó, pues, bajo unos árboles a orillas de la laguna Oswiu y la contempló mientras llegaba por el camino con varios hombres de armas como custodia y cuatro criados montados en mulas que cerraban la marcha. Su partida de Bulaire no había sido apresurada, según resultaba evidente. Había sido cuidadosamente proyectada, de otro modo no habría salido con tan numerosa comitiva.

Walter no podía verla muy bien, pero tuvo la impresión de que la muchacha no había cambiado. Su posición, en silla, era tan altanera como siempre, y un mechón de dorado cabello flameaba bajo la brisa. Walter la oyó silbar a uno de sus escoltas y vió cómo el halcón se le posaba en el puño. Dió una orden a un criado con voz clara y vibrante. Cualesquiera fueran sus motivos para salir de Bulaire, no había salido con ánimo deprimido.

Dos horas aguardó el muchacho vigilando la casa y esperando de un momento a otro ver a la comitiva volver a montar a caballo y alejarse en busca de un refugio más apropiado. Pero eso no ocurrió. Los caballos y mulas fueron llevados a la laguna y soltados en el corral. Un caballerizo con la cruz bordada en la manga dejó de silbar al ver a Walter y se inclinó humildemente para saludarle. Amenazaba tormenta, y unas nubes negruzcas asomaban por sobre Algitha Scaur. Walter resolvió entrar en la casa.

Al pasar las empalizadas exteriores, vió que unos siervos estaban operando con el puente levadizo y substituían las herrumbradas cadenas por fuertes cuerdas nuevas. Parecía que su abuelo preveía la necesidad de defender la vieja casa. Los hombres conversaban y silbaban mientras trabajaban, alegrados por la perspectiva de lucha.

Al entrar, tropezó con Wulfa. La cara de la doncella reflejaba una expresión de amargura, y sus manos cogieron las faldas a cada lado con una brusquedad que acusaba una profunda perturbación interior. Sin embargo, la mujer no se atrevió a hablarle.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él.

—¡Amo, está en el cuarto de su madre!

—Es que no hay otra habitación apropiada para alojarla —dijo él después de un rato de reflexión—. Es el dormitorio mayor que tenemos, y el de más luz.

—Pero, amo… ¡Está haciendo cambios! —dijo Wulfa, con una expresión como si acabara de presenciar un sacrilegio—. Con ella están el niño y dos criadas. Es como el cuarto común de una taberna.

—Nada podemos hacer, Wulfa. La condesa es nuestra huésped, y tenemos que hacer cuanto podamos por su comodidad.

—Parece que el cuarto no es lo bastante bueno —dijo la mujer mojándose los labios—. Han quitado las mantas de la cama, que están cubriendo con unas sedas que trajo ella consigo. En una de las paredes han puesto una colgadura tártara. Dijo que era para alegrar el cuarto. ¡Amo, no puedo soportarlo!

—Mientras la condesa esté en nuestra casa, sus deseos son ley para nosotros. Tienes que resignarte a ello.

Al pasar por el corredor, se abrió la puerta del cuarto de su madre y le llegó una alegre confusión de voces. Oyó que Engaine decía:

—Agnes, mis útiles de tocador no han sido desenvueltos. ¿Dónde está mi redecilla? ¡Vamos, estúpida, que tengo que estar bonita esta noche!

Walter resolvió, pues, estar por su parte elegante esa noche. El tosco guardarropa de madera que tenía en un rincón de su cuarto estaba lleno de trajes nuevos, y muchas prendas hermosas colgaban de unos ganchos clavados en las paredes de roble. Todas aquellas prendas de lujo las había comprado durante sus estadas en Venecia y París. Con bastante oro en la bolsa, había dado rienda suelta a temporarios caprichos, aunque nunca hasta entonces había sentido ganas de vestir ninguna de sus espléndidas compras.

El traje que resolvió vestir aquella noche era decididamente elegante, y Walter tarareó, nervioso, al ponérselo, confiado en que haría buen papel. Era una túnica de raso azul, de mangas abuchonadas y bordada con madreperlas, que le cubría hasta un punto no más de ocho pulgadas bajo la cintura. Aquella túnica le ajustaba tanto, que tuvo que abrocharse con sumo cuidado la fila de botones de oro. Las mangas eran largas y minuciosamente bordadas, y los puños no mostraban sino las puntas de sus dedos. Luego venían unas calzas de damasco blanco que ajustaban sus largas piernas desde la cadera hasta el talón, como si fuesen de tela de cebolla. Era aquélla una innovación atrevida, pues los ingleses se cubrían las piernas con amplias calzas y las ocultaban con largas prendas exteriores que caían casi hasta el suelo. Pero a Walter no le importaba; aquella nueva moda pronto llegaría a Inglaterra, y el muchacho se consideraba casi un precursor.

Completaban su vestimenta unos borceguíes azules de largas puntas, y Walter se sintió bastante satisfecho al dar unos pasos por la habitación. Por costumbre, pensó: «¡Si Maryam me viera!». Y apenas se le formaron las palabras en la mente, cuando le abandonó toda sensación de orgullo. Se dirigió a la ventana y miró, apenado, las nubes de tormenta que se cernían sobre la casa.

—Dulce esposa mía, ¿dónde estarás esta noche? —preguntó en voz alta.

Se quedó ante la ventana por largo rato, y al volverse, tuvo ganas de despojarse de todas sus galas y vestir ropas menos festivas. Luego suspiró y dijo: «No, es igual que vaya como estoy. Corresponde que presente el mejor aspecto posible ante Engaine. Parece tener una pobre opinión de Gurnie, y he de hacerla cambiar de opinión».

La sala principal había sido iluminada con una cantidad de altos cirios, doble de la normal. Walter fué el primero en bajar, y contempló los arreglos pensando en la impresión que harían en su huésped. LUKE EL MÉDICO, se hallaba en el centro de la mesa, flanqueado por JUAN BAUTISTA y BERNARD DE CLAIRVAUX. Había tres sillones en la cabecera, uno al lado de otro, y el alto salero estaba frente a ellos en vez de estar, como siempre, en la unión de las mesas. A Walter le latió el corazón de puro satisfecho. ¡Iba a sentarse con su abuelo y Engaine! Por primera vez, su situación como miembro de la familia iba a reconocerse abiertamente.

El muchacho no dejó de advertir que los criados y patanes al otro extremo de la larga sala soltaban silbidos de asombro al verlo aparecer. Uno dijo en tono bastante audible:

—¡Qué me lleve el diablo si no ha vuelto hecho un perfecto pavo real!

Otro intervino:

—Joven amo, ¡debes estar orgulloso de las largas piernas que tienes!

A Walter no le importaron esas exclamaciones, pues sabía perfectamente que en el fondo eran aquellos siervos los que estaban orgullosos como pavos reales por el hecho de que hubiera regresado de sus viajes tan suntuosamente ataviado. Les retribuyó la sonrisa diciéndoles:

—¡Ya debierais haberme visto, patanes piojosos, envuelto en mis túnicas en Cathay!

En ese momento entró su abuelo en la habitación, con ayuda de un grueso bastón de guindo, y se hizo un silencio completo. El anciano lo miró por un rato, y luego, inesperadamente, sonrió.

—¡Salomón en toda su gloria! —dijo—. Nunca he visto calzas como las tuyas, muchacho. ¡Por St. Wulstan, que he de tener unas así también! Mis piernas aún son lo bastante redondas para soportar tan arrogante exhibición.

Walter se inclinó.

—Es la moda de Venecia, señor. Pronto las vestirán en la corte de Su Majestad el Rey.

El anciano lo llevó aparte.

—He conversado con el padre Clement —murmuró—. Dice que tengo que hacer una pesada penitencia por el juramento violado, pero que una vez violado carece de todo vigor. La penitencia la resolverá el obispo Anselmo, y temo que sea dura y costosa. Pero en cambio estoy en libertad de hablarte cuanto quiera. Y me alegra mucho la perspectiva, muchacho.

En ese momento entró Engaine. El recuerdo de la muchacha se le había hecho un poco borroso a Walter, y fué con verdadero placer que el muchacho vió la bonita que era. Tenía el cabello peinado en un rodete sobre cada oreja, sujeto por una delicada redecilla, y sobre cada rodete se asentaba un fino disco de oro. Vestía una falda azul oscuro que le arrastraba por el suelo al andar, y un corselete de terciopelo amarillo, abierto y bordeado de armiño. Un manto color castaño oscuro le colgaba de los hombros, sujeto al cuello por una cadena de oro y dejaba en descubierto las abotonadas mangas.

Si el muchacho había supuesto que la encontraría con ánimo deprimido por los disgustos que motivaran su huida de Bulaire, se había equivocado. Engaine se adelantó extendiéndole ambas manos y haciéndole una cálida sonrisa.

—¡Walter! —exclamó—. ¡Vaya una sorpresa agradable! No esperaba encontrarte en Gurnie, pues ignoraba que habías vuelto.

Los ojos de la muchacha, que Walter veía brillantes como siempre, lo consideraban con desembozado placer. El joven se intimidó y sólo atinó a balbucear que estaba contento de estar de nuevo en el hogar y de volver a verla a ella.

—Lo más probable es que me veas muy a menudo —dijo Engaine—. He salido de Bulaire para siempre. Nunca volveré a ese horrible lugar. Como por el momento no tengo otros proyectos, es posible que aproveche por algún tiempo la generosa hospitalidad que me brinda tu abuelo.

Mucho me complacerá, graciosa señora —dijo el amo de Gurnie por sobre el hombro de Walter—, si se queda usted todo el tiempo que quiera. Esta casa ha sido lóbrega por muchos años. Su bella presencia será para nosotros una alegría.

Engaine le agradeció con una sonrisa, haciéndole una reverencia. El anciano la llevó a la silla que había a su derecha e hizo un gesto a Walter para que se sentara al otro lado. El joven así lo hizo, con clara conciencia de que los criados sonreían ampliamente y que Agnes Malkinsmaiden al pasar a su lado con una fuente de plata en que reposaba un cuarto de ciervo, le dijo en ronco murmullo:

—Me alegro de verlo elevado por fin al lugar que le corresponde, señorito Walter.

El anciano estaba de excelente humor y empezó a hablar en seguida. Cortó el cuarto de ciervo en grandes trozos y dirigió la conversación hacia sus temas favoritos. Engaine se dedicó en un primer momento con buen apetito a su tajada de ciervo, y comió media ave asada, con dos vasos de vino. Luego dejó a un lado el cuchillo y se inclinó hacia adelante, ostensiblemente para escuchar con mayor atención las anécdotas de su huésped, aunque en realidad para ver mejor a Walter, que se había quedado silencioso sentado al otro lado. La muchacha aprovechó una pausa para hacer unas preguntas a su amigo de la infancia. ¿Era el Cathay una tierra tan fabulosa como se suponía? ¿Había traído el muchacho algunas curiosidades? ¿No había concebido una mejor opinión del rey? A todas esas cosas Walter contestó afirmativamente.

Ninguna de sus interrupciones pudo llevar a una conversación sostenida entre los jóvenes. Con un apresurado «Eso me hace recordar, graciosa señora», el amo de casa empezaba ya otra anécdota. Por último, Engaine abandonó sus esfuerzos y dijo, con bien fingida expresión de cansancio, que el día había sido pesado, y preguntó al amo de Gurnie si le daba permiso para retirarse a su habitación.

—Nos quedaremos desolados sin usted —dijo el anciano ceremoniosamente—. Pero tengo un consuelo. Mi nieto y yo —añadió, volviendo la cabeza para sonreírle a Walter—, tenemos que desquitarnos de un silencio forzoso de veinte años. ¡Ah, cómo funcionarán nuestras lenguas! Nos quedaremos velando hasta tarde esta noche.

Walter acompañó a Engaine hasta la puerta. La muchacha se detuvo en el marco y le tocó levemente el brazo.

—¡Qué guapo estás! —le murmuró, y de pronto su voz cobró un tono más serio—. Como has de haber adivinado, estoy en muy mala situación. Quiero hablarte de eso. ¿Podrías encontrarte conmigo en el jardín mañana a primera hora para que pudiera aprovechar de tus consejos? Los necesito mucho, Walter.

—Me levantaré a la una, señora Engaine —contestó él—. Estaré a tus órdenes, feliz de hacer cuanto pueda por ti.

—¡No tan temprano! —exclamó ella, riéndose—. Mi cuerpo no resistiría semejante madrugón. Sin embargo, no soy de las que se quedan remoloneando en cama, y me encontraré contigo poco después. También estoy de lo más ansiosa por enterarme de tus aventuras.