II
El cielo era de un frío color grisáceo, apenas matizado por una cobriza luz del solo poniente, y el viento azotaba por el norte como una hoja de acero. Mas por una vez la gente del campamento había olvidado sus incomodidades. Dos camellos se habían soltado de sus estacas y estaban trabados en violenta lucha, que provocaba gritos de placer en los espectadores reunidos en círculo a su alrededor.
Walter observaba la escena desde un lugar bastante alejado. Los camellos, cubiertos ya por su largo pelo de invierno, se mordían y coceaban. El clamor de los que presenciaban la lucha ahogaba casi los bramidos de los animales. Walter no consideró muy interesante el combate y estaba por alejarse, cuando ocurrió un incidente que distrajo la atención de todos.
Algunas de las muchachas habían estado mirando, apoyadas en la pared de seda de sus tiendas. Uno de los sostenes cedió y todo un costado de la tienda cayó hacia afuera arrastrando a las muchachas en ella apoyadas. Los chillidos de las mujeres atrajeron la atención de todos, y los hombres empezaron a saltar de excitación ante la vista de aquellas piernas femeninas que se movían en el aire. Al instante aparecieron los eunucos para reparar el daño y rescatar a las mujeres a su cargo, seguidos muy de cerca por Hoochin Babahu en persona. La enojada mujer se había olvidado de ponerse su rojiza peluca, y ostentaba, por primera y quizá por última vez, su calvo cráneo apenas cubierto por algunos mechones de cabellos grisáceos. En unos minutos toda la población del campamento se había reunido en el lugar.
Primero pareció que iba a producirse la sublevación que temiera Walter. Los enojados camellos quedaron librados a sí mismos, y los hombres se lanzaron a ver de cerca a las misteriosas muchachas que habían escoltado por el desierto. Lo único que ocurrió, sin embargo, fue un intercambio de comentarios en voz muy alta y muchas exclamaciones, mientras las magulladas muchachas corrían a refugiarse en sus tiendas.
Ante el asombro de Walter, a su llegada a la tienda se encontró con Lu Chung que lo aguardaba. Un muchacho de rostro color de caoba estaba a su lado, envuelto hasta el cuello en un sucio abrigo de fieltro, cubierta la cabeza por un sombrero de lana que le caía hasta las cejas.
El ingenioso y astuto chino habló desde lo alto de un enorme cuello de piel de oveja:
—Aquí está el otro criado, valiente señor. Pequeño, pero voluntario. Se llama Mustapha.
—El ilustre Lu Chung se ha mostrado diligente.
—El viento de la oportunidad sopla rápidamente por las puertas de las casas —declaró el chino—. Este otro muchacho tiene frío, y quizá también esté asustado. Humildemente propongo que lo dejen refugiarse en seguida en la tienda.
—¡Mahmoud! —llamó Walter.
El criado de rostro color de ébano se había mantenido aparte, brillando de rebeldía su rostro generalmente tan animoso. Se adelantó lentamente, arrastrando los pies.
—Mahmoud, éste es el otro criado, Mustapha. Llévalo a la tienda y ocúpate de que coma.
Mahmoud se quedó inmóvil por un rato. Luego echó a andar en dirección a la tienda, haciendo un gesto, para que su nuevo ayudante le siguiera.
—Este muchacho no sirve, amo —dijo—. No es fuerte. Mire, no tiene muchas espaldas ni muchas piernas.
—Haz lo que te digo, Mahmoud.
El tono de Walter era evidentemente amenazador. Mahmoud empezó a demostrar más presteza.
—Ven, tú, el otro muchacho —murmuró y volviendo la cabeza dijo por sobre el hombro—: Si tiene hambre, que se consiga comida.
Mustapha alzó la cabeza y echó una mirada a Walter antes de volverse para seguir al otro. Su nuevo amo se sobresaltó ante la violenta sorpresa. ¡Porque en aquel rostro de caoba brillaban unos ojos extraordinariamente claros!
—Es usted muy vivaz, noble señor.
Walter se recobró con un esfuerzo.
—¿Logró usted sacarla de allí durante la confusión?
El gigante asintió con un movimiento de cabeza.
—Cuando no sopla el viento de la oportunidad es menester hacerse de un gran abanico. Este humilde servidor de usted sobornó a un camellero para que soltara aquellas dos bestias. También se preocupó porque las estacas de la tienda estuviesen flojas.
Y el chino sonrió de satisfacción por su propio ingenio.
—El gran abanico hizo su obra. Compré un niño en el mercado de esclavos y lo traje al campamento para que muchos pudieran verlo. El niño está ahora en camino de regreso al mercado. Muchos lo han visto llegar; nadie lo ha visto irse. Todos creerán que éste es aquél. Nadie sospechará.
—Espero que no —dijo Walter, muy en serio.
En momentos en que Mahmoud y su compañero llegaban a la entrada de la tienda, Tristram salía de ella. Se hizo al un lado para dejarlos pasar.
—Veo que aumenta nuestra servidumbre —dijo.
—Walter le hizo una seña para que se acercara.
—¿Miraste detenidamente a nuestro segundo criado?
—Sí, bastante. Mucho me costará distinguirlos.
Cuando la respuesta le hubo sido traducida a Lu Chung, el chino hizo un gesto de intensa satisfacción.
—Si el caballero alto no se ha dado cuenta, nadie se dará cuenta.
—Si hubieses mirado un poco más de acerca, Tris, habrías advertido que el nuevo criado tiene lo que llamas ojos ingleses.
Tristram miró por sobre el hombro y soltó un fuerte silbido.
—¿Ya? —dijo, brillantes los ojos de renovado entusiasmo. ¡Por Dios que me alegro! ¿Te has enterado bien de todos los planes? ¿Qué tenemos que hacer?
—Aún no lo sé.
Lu Chung miró a su alrededor y luego hizo a Walter un gesto para que se acercará.
—Mañana llegaremos al apunto en que nos aguarda el honorable Bayan —dijo en ahogado murmullo—. Cuando los jóvenes de Occidente vayan a su campamento, tendrán que llevarse al nuevo muchacho. Nada más.
E hizo un gesto con una mano.
—El muchacho huirá y no volverá a vérsele más.
—Pero ¿a dónde irá?
—A Maragha, donde vive un anciano tío suyo, rico comerciante en alfombras. No le tiene simpatía al estimable Anthemus, de modo que recibirá a la fugitiva. Como dije, es muy sencillo.
Walter se sentía muy aliviado ante la evidente sencillez del plan.
—No tendremos oportunidad de hacernos los héroes, Tris —dijo—. Te desilusionarás, estoy seguro, pero por mi parte confieso que me alegro. La muchacha huirá fácilmente. Y como nadie habrá de sospechar de nosotros, aún podemos contar con seguir viajando por tierra con Bayan.
Cuando Lu Chung se separó de ellos, ya estaba saliendo por la abertura superior de la tienda una pequeña columna de humo, lo cual significaba que estaban preparando la cena.
—No me gusta la idea de dejar que la muchacha se las componga sola —dijo Tristram cuando el plan le hubo sido explicado—. Quizá no logre llegar adonde su tío. ¿Qué haría, entonces? Para estar seguro de que nada saldrá mal, deberíamos llevarla nosotros a Maragha.
—¿Y descubrirlo todo? Podrían vernos, y nadie sería tan tonto para no atar cabos —replicó Walter, poniéndole a su amigo un brazo sobre el hombro—. Oye, caballero andante; tenemos que ser razonables. Lu Chung lo ha proyectado todo minuciosamente, puedes estar seguro de ello. No tenemos que echarlo a perder haciendo más de lo que se nos pide.
—Creo que tienes razón —dijo Tristram con un suspiro.
Mahmoud, muy ocupado con la olla, estaba ya de mejor humor. No hacía más que ocupar a su ayudante con secas admoniciones: «Oye, Mustapha, échale más boñiga de camello al fuego» o «Pronto, Mustapha, trae agua». El ayudante, con la cabeza baja, obedecía las órdenes con presteza. Se había quitado el abrigo de fieltro, y quedado vestido con una limpia túnica y voluminosas bombachas blancas que le llegaban a los tobillos. Aún conservaba puesto el sombrero para conservar su disfraz.
—Tierno guiso, amos —anunció Mahmoud—. Costillas, mucha grasa y jugo. Pon aceite de sésamo en el agua. Muy bien, así, amos míos.
Habían terminado una excelente comida, cuando, apenas después de retirarse de la olla para que empezaran a comer Mahmoud y su ayudante, una mano levantó el trozo de fieltro que cerraba la entrada de la tienda y apareció por la abertura un rostro amarillento con ojos mongólicos. El extraño entró en la tienda, envuelto en un desagradable olor, y seguido por Lu Chung, que hacía gestos con la cabeza como disculpándose por la intrusión.
—La muchacha escapó —dijo Lu Chung—. Hay gran alboroto en el campamento. Todas las tiendas tienen que ser revisadas.
El mongol no hizo ceremonia alguna. Se puso a examinar la tienda, pulgada por pulgada, y hasta metió sus sucias manos por entre las ramas de tamarindo bajo las mantas. Luego miró a los ingleses con odio reconcentrado.
—¡Perros cristianos! —dijo—. Tenéis el rostro somo vientre de pescado. Envenenáis el aire.
Luego se volvió hacia el chino y le preguntó:
—¿Drube?
—Cuatro —repitió Lu Chung, consultando una lista que llevaba en la mano—. Está bien, Ortuh el Tartamudo. La chica no está aquí.
Como el mongol seguía examinando a los ocupantes de la tienda con desconfiada mirada, Lu Chung le preguntó:
—¿Concibe el celoso Ortuh que la muchacha pudiera ocultarse en la tienda de los infieles?
—No —contestó el grasiento mongol, y escupió en la olla antes de salir de la tienda.
Lu Chung se detuvo para decir por sobre el hombro con una sonrisa:
—Muy, muy ingrata ha sido la muchacha al escaparse.
Mahmoud reanudó en seguida su cena, pero su compañero se alejó de la olla estremeciéndose, y dijo:
—Mustapha no tiene hambre.
El criadito se sonrió, y replicó:
—Será mejor que comas, Mustapha. Necesitarás muchas fuerzas para el trabajo que te espera.
—Ven aquí, Mustapha —dijo Walter.
La chica se le acercó en seguida y se le sentó en frente. El espacio en la tienda era tan reducido, que sus rodillas llegaban a tocarse. Walter empezó a hablar en griego, en voz baja, para que Mahmoud no advirtiera que estaban hablando un idioma distinto de la jerga del campamento.
—¿Me reconoces como el individuo con quién hablaste aquel día durante la tormenta de arena?
—Sí, Honorable Grandeza.
Walter no ignoraba que los griegos eran propensos a emplear expresiones de respeto extravagantes como ésa.
—Ése es el motivo por el cual envié a Lu Chung para pedir tu ayuda —prosiguió Maryam.
—En aquella oportunidad me hablaste de Londres. ¿Era inglés tu padre?
—¿Inglés? —repitió la muchacha, y sus enormes ojos azules, tan fuera de lugar en aquel rostro ennegrecido, expresaron asombro ante aquella palabra—. ¿Qué es «inglés»?
—Mi amigo y yo somos ingleses. Tu padre debió haberlo sido también, si venía de Londres. Dijiste que se llamaba Walter. ¿Era Walter Stander?
La muchacha pareció en un principio hallar algo familiar en ese apellido, pero al rato meneó la cabeza:
—Lo ignoro, bienhechor mío.
¿Estás segura? ¡Piénsalo! Es muy importante.
La muchacha volvió a menear la cabeza.
—Sólo sé que se llamaba Walter. Era cruzado, y cayó prisionero. El viejo Alexander, el marido de mi madre, lo compró en un mercado de esclavos.
—¿Dónde fue eso?
—Creo que en Alepo. Anthemus nos llevó a Antioquía después de muerto Alexander. El viejo era rico, pero Anthemus se hizo mucho más poderoso.
—Tengo muchas cosas que preguntarte, pero tenemos que dejarlo para cuando nuestro criado se haya dormido.
De pronto la muchacha estiró un brazo y le tocó a Walter un mechón de cabellos que le había caído sobre el hombro. En Inglaterra, el muchacho lo había llevado cortado como los estudiantes, a la altura de las orejas, pero desde su llegada a Oriente, lo había dejado crecer. Por entonces, lo llevaba como lo usara su padre, y los dorados rizos le caían sobre los hombros.
—Nunca he visto a un hombre con un cabello como el tuyo —murmuró la muchacha—. ¿No es extraño?
—La mayoría de los ingleses tenemos cabello rubio. Mi amigo también.
Maryam miró a Tristram, que los observaba con expresión de profundo interés en sus serios ojos grises. El fuerte sol había desteñido su cabello hasta ponerlo casi blanco, y los largos mechones le colgaban profusamente al hijo del flechero sobre los hombros. Maryam le sonrió, sintiendo lo amistoso de su actitud.
—Sí —dijo volviéndose a Walter—. Pero no es como el tuyo. Creo que te pareces al Dios del Sol.
Mahmoud había terminado de comer. Se levantó y dijo animosamente:
—Limpia la olla, ayudante.
La muchacha se levantó y se puso a la tarea, para lo cual utilizó un trapo limpio en vez de los manojos de crin que el chico le tendía.
—No parece saber nada de su padre —dijo Walter—. Pero es medio inglesa; eso es evidente. No creo que podamos averiguar nada más sobre ella por el momento.
—Creo que ya es bastante. Me gustaría… —dijo Tristram, pero vaciló y meneó la cabeza—. Me gustaría poder enviarla a Inglaterra. Pero supongo que eso está fuera de consideración.
Cuando hubieron tendido otra cortina en un costado de la tienda para hacer un nicho para el nuevo habitante, apenas si quedó espacio en el centro. Tristram, como siempre, se quedó dormido en seguida con los brazos doblados sobre el pecho, extendidas las poderosas piernas y dejando menos de la mitad del espacio que ocupaba para su compañero. Mahmoud también era rápido en conciliar el sueño. El negrito debía tener alguna obstrucción en la garganta, pues roncaba con mucha fuerza y continuidad, en una forma que no cambiaba jamás de inflexión.
Un suave crujido detrás dela cortina de Maryam indicó a Walter que la chica seguía despierta. El muchacho aguardó a estar seguro de que el criado no habría de oírlo. Entonces se acercó a la delgada cortina y murmuró:
—Maryam.
—¿Qué desea tu Grandeza? —contestó la muchacha en otro susurro.
Durante la conversación que siguió, Walter habló eligiendo cuidadosamente las palabras para disminuir la diferencia entre el griego de aquella época y la forma clásica que había estudiado.
—¿Estás bien?
—Sí, muy cómoda.
—Estamos muy preocupados por ti. ¿Tienes miedo? Me refiero a tu huida de mañana.
La muchacha no contestó en seguida.
—Un poco. Pero no debes preocuparte. Lu Chung lo ha previsto todo. Van a llevarme. Ya me han explicado cuidadosamente todo cuanto he de hacer.
—¿Confías en Lu Chung?
—Ha sido bien pagado —contestó ella, después de una ligera pausa que pudo haber acusado algunas, dudas en el espíritu de la chica—. Le he entregado mi anillo que tiene una espléndida esmeralda. Cuando llegue a casa de mi tío recibirá mucho más.
—¿Estás contenta de ir a casa de tu tío?
—No me queda otro remedio. Nunca lo he visto, pero creo que será bueno conmigo. Dicen que odia a Anthemus. El muy anciano y vive en una gran casa de mármol con siete jóvenes esposas. También es rico, pero —añadió con una inflexión de orgullo, que pareció extraña en aquellas circunstancias—, no tanto como Anthemus.
¿Nada más puedes contarme de tu padre?
—Nunca lo he visto, amable Walter. Murió mucho antes de que naciera yo. Lo hicieron morir bajo el látigo cuando descubrieron que mi madre lo amaba.
La muchacha hablaba con la llaneza conque se consideran las tragedias antiguas que ya han dejado de hacer sufrir.
—Mamá murió cuando yo era muy niña. No la recuerdo muy bien, pero me enseñó estas dos palabras: «Walter» y «Londres».
El muchacho oyó que Maryam se volvía, intranquila, en su cama.
—Debió ser muy triste para ella. Nunca pude saber más. Nadie quería hablar, del asunto. El viejo Alexander era muy severo, casi tan severo como Anthemus.
—Tienes los ojos de tu padre.
—Sí —contestó la muchacha con ansias—. Todos dicen lo mismo. Se reían de ellos, pero estoy orgullosa de mis ojos por su color —prosiguió la muchacha, con repentino y vehemente cambio de entonación—. En casa, mis hermanas me trataban de cerda extranjera. Yo les escupía en sus horrorosos ojos negros. ¡Las odiaba!
—¿A todas? ¿Ninguna era buena contigo?
—Ninguna —contestó la muchacha, cuya voz cobró una expresión de desprecio—. ¡Son gordas, astutas, codiciosas y crueles! Sólo piensan en los maridos que les van a tocar. ¡Hermosos maridos conseguirán!
Y al rato prosiguió en el mismo tono de amargura.
—Estas muchachas son lo mismo. Sólo piensan en hombres. En su mayor parte están contentas de que las envíen a China.
—¿No tienes, pues, amigas entre ellas?
—Una sola. Viene de Constantinopla. La compadezco mucho porque es seguro que el Khan ha de gustar de ella. Tiene los ojos más suaves y hermosos, así como el cabello más bonito que haya visto, y sus proporciones son perfectas.
Hubo un momento de silencio, y Maryam prosiguió con ahogado murmullo:
—A todas nos han medido de todos los modos posibles, pues hay que complacer perfectamente a ese terrible emperador. Hasta nos vigilaban mientras dormíamos para ver si roncábamos y si nuestro aliento era suave o no. ¡Me sentía avergonzada y humillada! ¡Y esa vieja! Me parecía sentir siempre su mirada sobre mí. Vigilaba, espiaba, ponderaba. Y… nos enseñaba cosas horribles.
—Tienes que dormir, ahora —dijo Walter apresuradamente.
—No me atrevo a dormir, siempre sueño con ella. A veces creo no poder escapar jamás de esa arpía.
Y al rato murmuró con voz enronquecida por la gratitud:
—¿Cómo podré agradecerte todo esto? ¡Tú y tu alto amigo sois tan buenos y tan valientes! Me siento orgullosa de que mi verdadero padre fuera también inglés.
De pronto callaron los ronquidos al otro extremo de la tienda, y oyeron a Mahmoud que se volvía pesadamente.
—Puede que tu amo de un día esté por despertarse. Buenas noches, Maryam.
Walter se despertó temprano y advirtió que la cortina que ocultaba la cama de Maryam había caído durante la noche. El muchacho se sentó en sus mantas.
Por el agujero practicado en lo alto de la tienda entraba luz, lo cual indicaba que ya había salido el sol. Oyó un concierto de bramidos de camellos, y las voces de sus conductores, en árabe. Empezaba un día importante y fatal.
La cortina había caído sobre el cuerpo de la durmiente, pero el rostro de Maryam estaba descubierto. Walter lo contempló por un rato a la mortecina luz y observó que sus rasgos, aun bajo la tintura que los desfiguraba, eran hermosos. Su rizado y corto cabello negro la hacía parecer muy joven.
—¡Por St. Aidan! Tris no se había equivocado a su respecto —se dijo—. La curiosa muchacha es bastante bonita.