III
Habían recibido instrucciones de quedarse en la habitación. Como Anthemus estaba ocupándose de otras cosas, se dirigieron a una de las ventanas y se sentaron. Se encontraron ocultos por un ábaco, aparato de calcular muy usado en Oriente. Era tan enorme, que sus bolas de marfil tenían varias pulgadas de diámetro. Walter tuvo la certeza de que sólo se utilizaba como símbolo.
—¿Qué pasó? —preguntó Tristram en un murmullo apenas perceptible.
—Creo que está arreglado. Tenemos que salir con el primer grupo —le contestó Walter entusiasmado—. Tris, estamos de suerte. Llegaremos a Cathay muy pronto y no habrá riesgo alguno. El único dragón escupidor de llamas que podemos encontrar es el mismo Anthemus.
—Sin haber entendido una sola palabra de lo que dijo, me disgustó el individuo. ¿Podemos confiar en él?
Walter meneó la cabeza.
—Es una bestia cruel y calculadora. Pero lo he convencido de que podemos serle útiles, y eso es lo único que vale para un hombre de su especie.
Tristram se movió en su asiento y sonrió a su compañero para compensar lo desagradable de las palabras que iba a pronunciar.
—Espero, Wat, que no tomes a mal lo que voy a decirte. Desde que llegamos a Oriente no eres el mismo. Estás tan preocupado con tus planes, que no has tenido un pensamiento para otra cosa. Aun cuando estuvimos en Tierra Santa tu espíritu se hallaba en otra parte. Lo mismo cuando visitamos el Monte de los Olivos y vimos dónde habían descansado los pies de Nuestro Salvador. Durante todo el camino a Antioquía desde Jerusalén no hiciste sino mirar hacia adelante, y observé que rezongabas ante todo alto, toda visita a los Santos Lugares. Ese estado de ánimo no es sano, Wat. Me veo obligado a decírtelo, aunque temo que interpretes mal mis motivos.
Después de un rato, Walter asintió, sombrío.
—Por entonces no lo dije, pero me sabe mal haber perdido el tiempo que hemos gastado en llegar aquí. Es una triste confesión, Tris, tienes razón en cuanto dijiste de mí; no soy el mismo de antes. Hay en mi interior algo que no puedo resistir, un impulso apremiante que me murmura que he de darme prisa, que el tiempo es poco y lo que hay que hacer, mucho. Cierto es que no puedo pensar en otra cosa.
—Tienes que tratar de descansar, Wat. Comprendo lo tentador de la aventura, pero todo está en manos de Dios. Si llegas a realizar lo que te propones, será porque Él lo habrá querido.
—Lo sé. Lo mismo me he dicho muchas veces. Pero sin embargo ese impulso sigue apremiándome.
—No has de creer que te echo la culpa. Cuando expresé mi aprensión por luchar con los mongoles no quería que creyeras que me faltaba voluntad para hacerlo. Todo cuanto resuelvas hacer será justo para mí, o al menos haré lo imposible por considerarlo justo. No es a mí a quien le toca comentar tus acciones ni tus motivos para obrar. Eso tienes que saber que te lo digo desde lo más profundo del corazón.
Walter apoyó su mano en el brazo de su amigo.
—Somos socios a título de igualdad en todo, Tris. Siempre has de decir lo que pienses, sin vacilar. Sé lo que vale tu criterio, viejo amigo. ¿Abrigas alguna duda acerca de la prudencia de este paso? ¡Dila, hombre, si la tienes!
Tristram sacudió la cabeza.
—Sólo me preocupa lo que tienes en la mente y en el corazón. ¿Podrán prosperar tus planes si te entregas a ellos tan completamente? Vuelve a ser tú mismo, Wat, y yo me aventuraré contento contigo en este largo camino. Hasta si es necesario lucharé con buena voluntad bajo las órdenes de Bayan el de los Cien Ojos.
Mientras hablaban, Tristram no había dejado de observar lo que ocurría en la habitación. De pronto se le dilataron los ojos de asombro. Volviéndose en la misma dirección, Walter vio que por una puerta interior había entrado una muchacha. Se detuvo en el marco, fija la mirada en el corpulento hombre sentado en el sillón.
—Mira, Wat —susurró Tristram—. Esta debe ser la hermana de que te habló el sacerdote. Y por cierto que es muy hermosa.
Walter aún estaba demasiado ocupado con lo que habían hablado para prestar mucha atención a la recién llegada. La muchacha parecía bastante pequeña a pesar de su larga túnica de hilo que le caía, recta, de los hombros. Había algo insólito en ella, debido quizá al hecho de que aunque tenía el cabello negro y la piel de color oliva, sus ojos eran de un azul brillante.
Anthemus estaba diciendo en enojado tono:
—No te he mandado buscar, Maryam.
—Ya lo sé. Pero aquí estoy. Acabo de enterarme de lo que te propones hacer conmigo.
—¡Ven aquí, rata casera, y trae en seguida a la china! —gritó Anthemus dirigiéndose al padre Theodore.
Y volviéndose hacia la muchacha, el mercader empezó a hablarle con enfurecido tono. La muchacha se adelantó lentamente por la habitación hasta quedar directamente ante él. Si Walter no hubiera estado observando a Anthemus con vivo interés por el carácter de su futuro amo, habría advertido que la muchacha enfrentaba a su formidable hermano con más valentía de la que podía esperarse. Tenía el cabello corto, que le rodeaba la cabeza en apretados rizos oscuros. Su rostro estaba vuelto a medias hacia los ingleses, destacando una inconfundible pureza de rasgos helénica, aunque carecía de la nariz recta de los griegos.
Contestaba a su hermano en tono bajo e insistente, que a veces subía hasta alcanzar una nota de apasionada protesta. Varias veces pareció a punto de soltar las lágrimas, pero casi siempre mantuvo la cabeza erguida, sin rastros de temor.
—Lo está enfrentando —murmuró Tristram—. Espero que logre hacerle cambiar de resolución.
En la burlona cara de Anthemus nada había que pudiera alentar aquella esperanza. Los dedos del mercader jugaban impacientemente con las bordadas costuras de su palio, y la fija mirada con que contemplaba a la muchacha era totalmente hostil.
Cuando el padre Theodore regresó con la china, la discusión se hizo tripartita. La muchacha acusó temor ante el formidable aspecto de Hoochin Babahu, y en un primer momento apenas si pudo hablar. Walter observó que la muchacha tuvo un movimiento de retroceso cuando la pelirroja alcahueta le puso la mano en el hombro. Aquello no era de asombrarse, pues los pequeños ojos de azabache hundidos en la amplia y pintarrajeada cara la miraban con fría apreciación de subastador.
La conversación se desarrollaba en un idioma que Walter no reconocía. Tenía algo gutural, y el muchacho iba a enterarse más adelante que era el poligloto lenguaje de los caminos de Asia, mezcla de muchas lenguas. La voz de la muchacha había vuelto a alzarse en insistente nota. Una vez, en respuesta a algo que dijera la china, gritó una contestación inconfundible en cualquier idioma. Era: «¡No, no!». Hoochin Babahu replicó ¡Tiimu, tiimu!, que evidentemente quería decir «¡Sí, sí!». Cuando la muchacha movió la cabeza, la china se lanzó en una larga y vehemente peroración. Anthemus empezó a impacientarse.
Basta de charla —dijo en griego—. Ya estoy resuelto. Vuelve a tu sitio y prepárate a obedecer cuando llegue el momento.
Maryam irguió la cabeza y contestó con clara voz:
—Yo también estoy resuelta. No iré. Prefiero matarme.
—¡Quiero que me obedezcas, terca mujerzuela! —le gritó su hermano y levantándose enfurecido, cogió a la muchacha de los hombros y empezó a sacudirla—. Deberías saber que siempre hablo en serio. ¿Llegarás a comprenderlo de una vez por todas? Di, ¿llegarás a comprenderlo?
Las sacudidas fueron cada vez más violentas, a medida que crecía la furia del mercader. La muchacha luchó por desasirse, pero no pudo eludir sus garras.
—¡Suéltame, suéltame! —dijo, jadeante.
El rostro se le estaba poniendo de color púrpura con el esfuerzo, pero Anthemus no dejaba de sacudirla.
—Te soltaré cuando me hayas asegurado que no vas a causar más molestias —dijo—. No antes.
—¿Dejaremos que esto siga así? —preguntó Tristram en ansioso murmullo, mientras su mano se deslizaba hacia la empuñadura de la daga que llevaba al cinto.
Antes de que pudieran intervenir, la muchacha se levantó la falda lo bastante para mostrar un desnudo pie calzado por una sandalia de cuero rojo. Casi instantáneamente el pie se levantó del suelo mientras la muchacha se inclinaba hacia adelante con todas sus fuerzas. Con la punta de la rodilla debió haber alcanzado a Anthemus en la boca de su redondo y vulnerable estómago.
El hombre quedó tan sofocado que no alcanzó a dar un grito. El rostro se le tornó inexpresivo y cayó lentamente al suelo, inertes los brazos y las piernas, cual pulpo que ha sufrido una herida mortal. Cayó recostado en una pata del sillón y allí quedó inmóvil por un rato. Cuando pudo volver a respirar, la muchacha había desaparecido por la puerta porque entrara.
El padre Theodore se precipitó corriendo hacia los dos ingleses.
—Creo que será mejor que se vayan antes de que recobre el conocimiento —balbuceó—. Espérenme afuera.
De vuelta en la antesala, desierta ya, los muchachos se miraron sonriendo.
—Nuestro nuevo amo parece ser un individuo terrible —dijo Tristram, en cuyo rostro una expresión de seriedad había sustituido a la sonrisa—. ¿Qué crees que le hará a la muchacha?
—Creo que nada violento —contestó Walter—. Al fin y al cabo, es un objeto de valor. A menos que me haya equivocado acerca del carácter de nuestro amigo Anthemus, nunca destruirá deliberadamente nada que tenga valor comercial.
—La muchacha demostró valor —dijo Tristram—. Me… Me entusiasmó mucho.
—Sí, tiene agallas. Y ¿no te parece bonita? No la miré muy bien.
—Es la muchacha más bonita que he visto.
Las ideas de Walter con respecto a los grados de belleza femenina se relacionaban bajo todos los aspectos con la dorada visión de Engaine.
—Parece un poco oscura de tez —dijo—. Y tiene un extraño peinado. ¿Será femenino usarlo así tan corto?
—Me gusta así. Quizás se acostumbre usarlo de este modo en Oriente.
—Una cosa advertí en ella —dijo Walter con una sonrisa—. Tiene un pie muy pequeño. ¡Y sabe usarlo muy bien!
Un cuarto de hora después, se les unió el padre Theodore.
—Está enfurecido —dijo el sacerdote, enjugándose el sudor que le cubría el rostro con los extremos del moño que llevaba al cuello—. La escena fue de lo más desagradable. Ha resuelto enviarla en seguida. La primera caravana saldrá por la mañana, y ustedes tendrán que aprontarse para salir con ella.
Y miró a Walter con un nuevo respeto.
—Parece haberle caído en gracia a Anthemus, joven. Al menos está seguro de que le resultarán ustedes útiles. Ya ha impartido instrucciones para que los preparen para el viaje. Yo tengo que esperar y acompañarlo a él en la segunda caravana. Sin mí —añadió con orgullo—, estaría perdido. Entre tanto, tengo que darles una lección sobre el lenguaje que se habla en los caminos. Sólo tenemos esta noche para que aprendan algo de él.
Cuando salieron a los jardines, el sol estaba hundiéndose en el horizonte con aquella rapidez que aún causaba asombro a los dos ingleses. Ya trepaban las sombras por las paredes, cubiertas de enredaderas, que destacaban su agradable irregularidad en los famosos jardines de Antioquía. Empezaba a reinar la placidez del atardecer y se advertía en el ambiente una bienvenida frescura. Se oía el sonido de unas campanas que tañían a la distancia.
—Es una lengua bastante fácil de aprender —dijo el sacerdote—. Siempre ha habido una mezcolanza de medios de comunicación para todas las razas que se confunden en los caminos y en las ferias, pero ese idioma ha estado cambiando mucho en los últimos años. Los mongoles dominan todo el continente, de modo que la mayoría de las palabras son mongoles. Esta lengua no tiene nombre, pero yo la llamo Bi-chi, lo cual significa Yo-tú.
Al rato agregó:
—Claro está que hay también algunas palabras chinas. Para empezar, deben ustedes llamar China al país donde van. Cathay es una denominación que se aplica en particular a la aparte septentrional, que actualmente se halla bajo la dominación mongol. Toda la parte meridional, el país de Manji, gobernada por el emperador Sung, se llama China, y sus habitantes, chinos.
—Tendrá usted que darme la primera lección a mí —dijo Walter—, pues mi amigo ha olvidado lo poco de latín que sabía. Yo a mi vez le explicaré todo a él. Y ¿qué harán ahora con la hermana de Anthemus? —añadió ansiosamente.
El sacerdote hizo un gesto de indiferencia con la mano.
—La castigarán, como es natural. Anthemus se preocupará por ello.
—¿Será severo el castigo? Mi amigo y yo nos sentimos muy preocupados por ella.
—No hay por qué preocuparse. Anthemus tendrá buen cuidado de que emprenda el viaje en buenas condiciones, aunque eso vaya contra sus inclinaciones. Ninguna de sus otras hermanas podría ser enviada en su lugar. Todas ellas son gordas y morenas, y mi amo sabe perfectamente bien que el Khan no le agradecería un regalo semejante. No, no, y ésa es la ventaja que lleva la pequeña Maryam. Saldrá del paso sólo con las nalgas un poco doloridas.
E hizo una astuta sonrisa.
—¡Qué hermosas nalgas! ¡Redondas y suaves como las de un niño de pecho!
Tristram, por supuesto, no había podido seguir la conversación. Se inclinó de pronto hacia adelante y le tocó el brazo a Walter.
Me siento inclinado a creer la versión de que el padre de la muchacha era un esclavo cristiano —dijo—. ¿La observaste atentamente, Wat? Tiene ojos azules. ¿Sabes en qué he estado pensando? ¡En que son ojos ingleses!