III
Agila y Carlota, asidos de la mano, risueños, cautelosos, corriendo sobre la punta de los pies, se acercaron al salón que vertía por los corredores músicas y alegrías de la fiesta. Sonaban compases y zapateos de un zorzico. Las criadas que curioseaban por entre cortinas, retuvieron a los niños con gesto familiar, mimando mudas advertencias. Agila y Carlota, —las cabezas juntas, alegres ojos de felices infancias—, se asomaron al salón, por entre el retablo de la escalera. Agila reprimió una risa irreverente:
—¡Vaya mona! ¡Tu abuelo y mi abuela se la han puesto!
El general Luyando, bailaba con la vieja Marquesa de Redín. Carlota, tras un borbotón de alegría, quedó triste, confusa, sin resolverse a juzgar sobre el ejemplo que suscitaba el baile y las bromas de los dos ancianos. Crédula y piadosa, retenía en el pensamiento la burla de Agila.
Una alegre mueca animaba todas las caras. Miró a su madre y la vio sonreír plácidamente. Se afianzó con esto el ánimo de la niña, revertido al goce del baile, todo simpatía por la verde senectud del abuelo y la Tía Paca. El abuelo, remataba con pirueta de mozo, una mudanza del baile, y todos aplaudían el brío del veterano. Agila y Carlota sacaban las cabezas por entre blancos delantales, en el retablo de niñeras y criados. Octavia los vio, y les hizo una seña llamándoles. Tomó la mano vendada de Agila:
—¿Te han herido en la guerra?
—Sí, señora.
—No hagas el payaso con esa venda.
Carlota se encendió con amapolas de veraces lumbres:
—¡Tiene una quemadura que horroriza! ¡Por mi culpa, mamá! ¡Sólo por mi culpa! ¡Pero ha sido sin querer! ¿Sin querer, verdad Agila?
—¡Tú no has hecho nada!
—¿Pero qué ha sido?
—Se me vertió el chocolate.
—¡Yo le empujé sin querer!…
—No hay tal. He sido yo…
—Por atolondrado.
—¡Me asusté con la nariz de Don Lino!
Octavia le amonestó con dulzura maternal:
—Don Lino es un ministro del Señor. Siempre con las personas de respeto, están mal esas burlas, pero mucho peor cuando se trata de un ordenado. Luego vamos a ver lo que tienes en la mano. Ahora escóndela, y no llames la atención de tu abuela.
La rancia señora, remontada de brazos, abierta la rueda del meriñaque, estallaba castañuelas con los dedos, y lucía los juanetes en un limpio punteado. Miraba de ojos caídos, y apretaba los labios, con gesto arrugado, de vieja pilonga. Dispuesta a obtener victoria sobre el veterano de las guerras carcas, escribía con los juanetes, seca y atesonada, los más difíciles ringorrangos de la jota. El General, dándole la réplica, zapateaba y hacía la rueda, estilizando un rufo desafío de gallo viejo. Agila, desobediente, juntó las manos con fofo aplauso de pelele, a causa del vendaje. A hurtadillas, con disimulados pellizcos de monja, le advirtió Carlota: La niña, reparó luego a su madre, y la vio sonriente, ajenada, complacida en el baile. Después de un brioso zapateado, la rancia señora quedó como las grullas, con una pata en el aire:
—¡No había de mancarme el zapato!…