Capítulo X
Cara de Plata sentóse a cenar con el caballero legitimista. De pronto rompió en una carcajada extraña que tenía cierto timbre cruel, y miró al Marqués de Bradomín:
—Xavier, vengo a pedirte un consejo. Medito hacerme capitán de bandoleros.
Aquel viejo dandy que amaba tanto la originalidad, la impertinencia y la audacia, hizo, sin embargo, un gesto doloroso. Pero luego sonrió bajo la mirada del bello segundón. Los ojos de Cara de Plata, verdes como dos esmeraldas, tenían una violencia cristalina y alegre, parecían los ojos de un tigre joven. El Marqués de Bradomín repuso con fría elegancia:
—¿Es un consejo estético, o de conciencia?
El segundón, sintiéndose dominado, volvió a reír con su risa desesperada:
—Xavier, yo aquí voy a terminar mal… Algunas veces siento tentaciones de poner fuego a todo este montón de casas viejas… Si no me hago fraile, como los hijos del Señor Ginero, acabaré haciéndome capitán de ladrones.
Ya no reía, y en su boca quedaba una gran tristeza.
El Marqués le clavó los ojos:
—¿Qué deseas de mí?
—Que me ayudes para levantar una partida por Carlos VII.
Hubo un gran silencio. Entraba la mujer del mayordomo, que se entretuvo llenándoles los vasos, y esperaron a que saliese. El caballero legitimista habló lentamente:
—Yo soy partidario de extender la guerra como un gran incendio, no de convertirla en hogueras pequeñas.
Cara de Plata le miró sin alcanzar el sentido oculto de tales palabras. El marqués continuó:
—Debemos concentrar todas nuestras fuerzas en Navarra, en Guipúzcoa, en Álava y en Vizcaya. Mientras se pueda debe conservarse una relación entre todas las partidas, y utilizarlas prudentemente en algaradas y descubiertas para levantar en armas Aragón y Castilla la Vieja. Una partida que se alzase en esta tierra, si estaba sola, en pocos días caería prisionera… Es preciso reunir aquí dinero y levantar hombres, pero la guerra hacerla en otra parte.
Cara de Plata interrumpió:
—Cada uno debe ser soldado en su tierra.
El Marqués de Bradomín se irguió con un profundo convencimiento:
—¡Jamás! El mejor soldado es siempre el que cuenta más leguas detrás para volver a su casa. España tiene una rugiente historia militar de cuando hizo la guerra en luengas tierras. En México, en el Perú, en Italia y en Flandes. Hoy mismo, los soldados que se baten mejor en nuestra guerra son aquellos que vienen de más lejos.
—¿No son los navarros?
—No.
—¿Ni los alaveses?
—Tampoco. Son los Tercios Castellanos.
—¡Hermoso nombre!
—Se lo ha dado el Rey.
—¿Tú puedes hacer que yo entre a servir en los Tercios Castellanos?
—Puedo llevarte conmigo. Pero tendrás que entrar como soldado en la Compañía de Cadetes. ¿Cuándo quieres ponerte en camino?
—Cuando tú me lo mandes.
El Marqués de Bradomín meditó un momento:
—Acaso te encomiende una importante misión para el Cuartel Real.
El hermoso segundón sonrió con melancolía:
—¡Tú me salvas, Xavier!… Aquí, lo que te dije, hubiera acabado mal…
De pronto oyóse en la noche un campaneo de rebato, y las pisadas de la gente que pasaba corriendo bajo los balcones del palacio. El mayordomo entró asustado:
—¡Son las monjas del convento!
Y Basilisa, abriendo el postigo de una ventana y mirando a la calle, suspiró:
—Fuego no es, pero algo acontece.
Paseó por la sala sus ojos bizcos y suspicaces, inquietos como los de las gallinas enjauladas, y volvió a mirar hacia la calle. Cara de Plata le dijo con burla:
—Andará alguna bruja por los tejados.
Se oían voces de niños y de mujeres al pasar corriendo, chapoteando en el charcal que, en el centro de la plaza, la luna salpicaba de luz. Basilisa, toda consternada, se apartó de la ventana:
—¡Santísimo Señor! ¡Dicen que los soldados están en el convento!
El Marqués y el segundón se pusieron en pie mirándose fijamente, con el mismo pensamiento en los ojos. Cara de Plata murmuró a media voz:
—Se decía que las monjas guardaban fusiles bajo el altar mayor.
El Marqués hizo un gesto, recordando ciertas palabras de la Madre Abadesa.