Capítulo IV

El Marqués de Bradomín madrugó para oír misa en el convento de donde era abadesa una de sus primas, aquella pálida y visionaria Isabel Montenegro y Bendaña. El viejo caballero, al recordarla, sentía una tristeza de crepúsculo en su alma. ¡Cuántas veces había pasado la muerte su hoz! De aquellas tres niñas con quienes había jugado en el jardín señorial, sólo una vivía. Como en el fondo de un espejo desvanecido, veía los rostros infantiles, las bocas risueñas, los ojos luminosos. Evocaba los nombres: ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Y aspiraba en ellos el aroma del jardín en otoño con sus flores marchitas, y una emoción musical y sentimental. ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Los claros nombres resonaban en su alma con un encanto juvenil y lejano. El amable Marqués de Bradomín tenía lágrimas en los ojos al entrar en el locutorio del convento donde le esperaba su prima la vieja abadesa, aquella pálida y visionaria María Isabel. La monja se levantó el velo:

—¡Dios te bendiga, Xavier!

Era ella, ojerosa, con las manos tan blancas, que parecían hechas del pan de las hostias. Hizo sentar a Bradomín en un sillón que había al pie de la reja, y en seguida preguntó por los asuntos de la guerra y de la Corte de Don Carlos:

—¿Cómo están los Señores? ¡Dios los conserve siempre en salud! ¿Y el príncipe está muy crecido? ¿Y la infantina?

—El príncipe, deseando tenerse bien a caballo para salir a campaña con su padre.

Y el caballero legitimista se emocionó como siempre que hablaba de la familia de su Rey. La monja era curiosa:

—¿Dime, hay muchos soldados?

—En las provincias donde hay guerra, todos son soldados, lo mismo los hombres que las mujeres, y hasta las piedras.

—¡Es Dios Nuestro Señor que lo hace! ¿Dime, y tú qué traes a esta tierra?

—Vender mi palacio y todas mis rentas…

—No lo hagas… Sobre todo el palacio… Esas piedras, aun cuando sean vejeces, deben conservarse siempre.

—Lo vendo para comprar fusiles.

—De todos modos es triste. ¡A qué manos irá!

El Marqués de Bradomín tuvo una sonrisa dolorosa y cruel.

—A las manos de algún usurero enriquecido. No hablemos de ello. Vendo el palacio como vendería los huesos de mis abuelos. Sólo debe preocuparnos el triunfo de la Causa. La facción republicana, que ahora manda, es una vergüenza para España.

La monja murmuró con los ojos brillantes:

—¡Te admiro!

El caballero legitimista repuso con sencillez:

—¡Son tantos los que hacen esto que yo hago!

La monja acercó su rostro a la verja:

—En el convento tuvimos un sacristán que se fue a levantar una partida en la raya de Portugal. Yo le di todas las alhajas que habían sido de mi madre, y sentí alegría al hacerlo. Se las tenía ofrecidas a la Virgen Santísima, y tuve que conseguir una dispensa. ¿Tú también tratas de levantar gente en armas? ¡Por Dios, si lo haces, no fusiles a nadie! ¡En la otra guerra, los dos bandos fusilaron a tanta gente! Yo era niña y me acuerdo de las pobres aldeanas vestidas de luto que llegaban llorando a nuestra casa, iban a que mi madre les diese una limosna para mandar decir misas de sufragio.

El caballero legitimista sintió despertar su alma feudal:

—Se ha perdido aquella tradición tan militar y tan española.

La monja le miró fijamente, con las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito:

—¡Nuestro Señor Jesucristo nos ordena ser clementes!

—En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia de mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimos capitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo.

La monja repuso con energía:

—Xavier, en aquel tiempo, como ahora, hemos tenido la ayuda de Dios.

El Marqués de Bradomín insinuó una leve sonrisa:

—¡Desgraciadamente, en la guerra el personaje más importante es el Diablo!

La monja puso en el suelo sus ojos ardientes y visionarios. Las manos, siempre cruzadas sobre el hábito, eran tan blancas, que parecían tener una gracia teologal para obrar milagros. Después de un momento, dijo bajando el velo que hasta entonces había tenido levantado:

—Xavier, es hora de rezo y tengo que dejarte. Yo te rogaría que volvieses mañana, si no te cansa mucho… Aún tenemos que hablar.

El viejo dandy se alzó del sillón dando un suspiro:

—¡Adiós, Madre Abadesa, hasta mañana!

La monja, al retirarse, pegó el rostro a la reja murmurando en voz confidencial:

—¡Xavier, estoy pisando sobre fusiles!

La Guerra Carlista
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