Capítulo IV

Tres confidentes llegaron uno en pos de otro, con la noticia de que atravesaba los puertos la partida del Cura. Iba de prisa y en silencio, como los lobos cuando bajan al poblado. Oyendo a los perros había cruzado sin detenerse las aldeas dormidas: San Paúl, Astigar, Arguiña. Pero las confidencias no aventuraban adonde fuese el terrible cabecilla, que anochecía en un paraje y amanecía a veinte leguas. Los tres espías, sentados en el banco que tenía a su entrada el alojamiento del general, loaban aquel prodigio, hablando en vascuence. Aún estaba descansando cuando llegó un viejo con noticias de la sorpresa de Otaín. Montaba su buena mula y dijo que lo enviaba la Señora Marquesa. Después de oírle, el general le mandó salir, señalándole la puerta con leve movimiento de la mano, y se volvió a sus ayudantes:

—¡Tejer y destejer! Ahora correrán órdenes para que reforcemos la guarnición de la villa, porque es indudable que resistirá en el fuerte.

Entró un coronel con levita de uniforme y pantalón de paisano. Era el jefe del Estado Mayor:

—¿Y si no resiste, mi general?

Don Enrique España hizo un gesto lleno de aspereza:

—Será cuenta suya.

Replicó el coronel:

—Y lo peor es que ahora no puede enviarse ni un soldado sin consultar al general en jefe. Acabamos de recibir esta orden telegráfica.

Y desdoblaba un papel azul que traía en la mano. Don Enrique España lo rechazó:

—¿Qué dice?

—Que estemos dispuestos para operar con las tropas que ocupan la línea de Tafalla a Puente la Reina. Hasta las jornadas nos fijan.

El general movía la cabeza con aire aburrido:

—¿Ya no debemos bajar a Vera?

—No, señor.

—¿Pero no era el plan que entrásemos por la Barranca? ¡Tienen la estrategia de las veletas! ¿No íbamos a operar con la columna del general Primo?

Y extendió el brazo reclamando el telegrama, que volvía a recorrer con la vista el jefe del Estado Mayor. El general se acercó a la ventana, miró por todos lados el papel y se lo entregó a uno de sus ayudantes:

—Lea usted despacio.

Todos atendieron con religioso silencio. El Estado Mayor General ahora quería atacar a Estella por las posiciones carlistas de Santa Bárbara de Mañeru. Se le comunicaba un itinerario al general España. Por el puerto de Velate debía ser el avance de todas las fuerzas concentradas en el Baztán: Bajarían por Alcoz a Oteiza. Tomarían posiciones dominando la orilla del Arga: El flanco derecho en Cizur, el izquierdo en Puente la Reina, el centro en Belascoain.

Todos seguían con la imaginación aquella marcha larga y pesada por una tierra donde hacían constante correría las partidas carlistas, dueñas de los montes. Cuando el ayudante terminó de leer, el anciano general se limitó a decir:

—Hay que pedir aclaración de esa orden.

Preguntó el jefe del Estado Mayor:

—¿En qué sentido, mi general?

—En cualquier sentido. Telegrafíe usted también el suceso de Otaín. Como hemos dicho antes, no puede enviarse ni un soldado sin consulta previa. Yo confío que la guarnición resistirá en el fuerte.

—Es de suponer. Nada dispone tanto para las defensas heroicas como la crueldad del enemigo.

Murmuró estas palabras a media voz el jefe del Estado Mayor. El general aprobó con la cabeza:

—Lo hemos visto en la otra guerra…

—Como que eso explica tantas hazañas colectivas en la antigüedad.

Y se puso a redactar un largo telegrama para el Estado Mayor General. De pronto ladeó la cabeza:

—Me parece que tardarán en recibir ayuda los sitiados de Otaín.

Y miró a todos burlón y enigmático. Don Reginaldo Arias era un hombre pequeño y calvo, con la nariz torcida y la mirada aviesa de usurero pleiteante y sagaz. El general alzó los hombros:

—¿Por qué dice usted eso, coronel?

—Si quisiese explicarlo no sabría…

Interrogó desde la ventana un capitán de húsares, que estaba en el grupo de los ayudantes:

—¿Que no sabe usted explicarlo, mi coronel?

—No sé, querido Duque… No sé…

—Pues yo sí… La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas trabajan en las cortes europeas por obtener la beligerancia.

Aprobaba con una mirada maliciosa el jefe del Estado Mayor:

—Y se comprende, querido. La beligerancia equivaldría a tener abierta la frontera y el comercio de armas.

El Duque de Ordax exclamó riéndose:

—Pues pensamos lo mismo. Hace falta una degollina para presentar a los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota a todos los embajadores. Ahora, la suprema diplomacia es ayudar al Cura.

El general se levantó encendiendo el cigarro:

—Yo desearía que fuesen ustedes más prudentes al emitir esos juicios. Es un ruego amistoso.

Concluyó el jefe del Estado Mayor:

—Que Santa Cruz ande ahora más perseguido de los carlistas que de nosotros, nada dice. Santa Cruz es fuerista, sin reconocer la suprema autoridad de Don Carlos.

Y continuó escribiendo el telegrama para el Estado Mayor General. Los ayudantes hablaban en voz baja, retirados al fondo del balcón, y entre la pared y la mesa, en un hueco de tres pasos, iba y venía, tarareando, Don Enrique España. De pronto, se detuvo y miró a los ayudantes:

—Imposible que por una intriga política el general en jefe sacrifique a esos valientes encerrados en el fuerte de Otaín. Les prohíbo a ustedes que lo digan y que lo piensen. Rompa usted ese telegrama, coronel. Ahora mismo van a salir fuerzas en socorro de esos valientes. Rompa usted ese telegrama.

El veterano se acercó a la mesa, y arrugó el papel entre sus manos trémulas.

La Guerra Carlista
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