Capítulo IX

En el Crucero de Belda halló el cabecilla a un confidente que venía cruzando los prados, llenos de amorosa fragancia, bajo la luna. Santa Cruz se apartó mucho de su gente para hablar a solas con aquel hombre, y al emparejarse murmuró las palabras torvas con que recibía a todos los confidentes:

—¿De dónde vienes?

—De Arguiña.

—Puedes empezar. Cuida de no engañarme.

—Pues a los guiris no los tengo visto, y nada digo, que tampoco quiero aparentar. Mi vereda ha sido toda por medio del valle desde que salí. Para llegar antes, no me detuve siquiera a mirar que estaba todo en sudor, y pasé el río por el vado, que me quedaba la puente a la mano izquierda y no quise ir a buscarla.

El cura le interrumpió muy reposada la voz:

—Di, qué traes.

Saltó el otro con una gran viveza:

—¡Pues que ha muerto de las heridas el Estudiante! Mañana lo entierran.

—¿Tú lo viste?

—Yo lo vi. Toda la casa estaba llena con los gritos de las mujeres y de los mutiles de la partida.

—¿Cuántos hombres?

—En Arguiña habría hoy cerca de los doscientos. Se fueron de tarde para ir a juntarse todos con los voluntarios del general Lizárraga.

Nada repuso el cabecilla, que con la barba en la mano, siguió andando. Cerca de una foz, por donde la gente tenía que desfilar muy despacio, llamó a un voluntario de tierra del Roncal. Era el andarín de la partida, donde todos le llamaban Cepriano Ligero. Se cuadró ante el Cura, sonriendo:

—¿Qué me mandaba, Don Manuel?

Habló muy lento Santa Cruz:

—Vuelve a Otain, y a los hombres que dejé, me los encaminas a Larraga.

—¿Hay que correr, Don Manuel?

En la voz del voluntario temblaba una risa ingenua. El Cura repuso, poniéndole la mano en el hombro:

—Hay que correr, Cepriano… Que sea aquello de llegar tú y ponerse todos al camino.

Y Cepriano exclamó con cierta alegre timidez:

—¿Aventuro que salió otra liebre mucho más grande, Don Manuel?

—¡Mucho más grande!

—¿Se deja lo de Otaín?

—Por ahora, sí.

—¡Pues vamos a correr!

El roncalés se aseguró bajo los dientes las cintas del sombrero, y trepó como un chivo por aquellos cuetos.

Santa Cruz permaneció apartado de su gente, con cierto remordimiento por abandonar la empresa de Otaín. Pero una ambición más grande le llamaba como llama en la guerra una bandera tremolante. Quería reunir bajo su mando todas las partidas guipuzcoanas, y realizar el sueño que tuvo una mañana inverniza, al salir con tres hombres de su iglesia de Hernialde. Iba a ser sólo. Haría la guerra a sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos, cuando el labrador deja su siembra, y su hato el pastor. La guerra santa, que está por cima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes. El Cura sentía dentro de su alma palpitar aquella verdad, que le había sido dada en el retiro de su iglesia, cuando leía historias de griegos y romanos: En las tardes doradas, paseando en la solana, y durante las noches largas, bajo el temblor de la vela que se derrama. Ahora, aquella verdad era su verdad, la sentía sagrada y sangrienta, toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druida.

Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes Imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino son latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del púlpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos. Llevaba consigo segadores con la hoz, y pastores con hondas, y boyeros con picas. Su alma se comunicaba en el silencio con el alma de todos, sabía cuáles eran los más fuertes, cuáles los que se consumían en una llama fervorosa, y los que peleaban ciegos y los que tenían aquel don antiguo de la astucia. Para gobernarlos y valerse de ellos, los tenía en categorías: Lobos, gatos, raposas, gamos. A uno solo le llamaba el ruiseñor, porque era un versolari. Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:

—¡Señor, líbrame de enemigos!

La Guerra Carlista
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