Capítulo XXVII

Las gaviotas volaban sobre la playa, y el mar entraba y salía en los socavones de las peñas, hirviente y rugiente. Eran las Ollas del Diablo. Y la niña de la posada, de tiempo en tiempo, aparecía en un ventano abierto bajo el alero, y cercado por una banda de añil. Suspiraba mirando hacia la goleta, que aparejaba dos velas. Un bulto que estaba en el puente era el capitán, y la marinería daba bandazos sobre cubierta, entre la zaloma y grita de la maniobra. Después, la niña de la posada derramaba la vista por el mar, hasta la línea del horizonte donde se confundía con el cielo, y la mirada de sus ojos, y el rosa pálido de su boca, tenían una tristeza sagrada. La estancia era pequeña, toda blanca de cal, y con el techo partido por una gran viga. Percibíase el vaho de la taberna que estaba en el zaguán: El olor de la caña holandesa, de los serones de higos y del azúcar húmedo y moreno, que la vieja, sentada delante de las balanzas, repartía en cartuchos de a cuarto y de a dos cuartos. Era un vasto olor, triste como la llovizna, y como el mar, y como las disputas de aquellos marineros que jugaban a los naipes. La niña tomó la costura y fue a sentarse cerca del ventano, mirando al mar, con la aguja prendida en el lienzo. La goleta parecía esconderse en los pliegues de la llovizna, navegaba con los masteleros calados y dos palmos de vela, a sotavento del Faro Ruano. Con un sollozo, la niña inclinó la cabeza y besó su labor. Cosía el ajuar de boda. El Niño Jesús parecía sonreír a la blancura de la estancia, desde su rinconera con mantelillo, en un círculo de caracoles marinos, nacarados, fabulosos y sonoros. Y un barco de juguete, con banderas inglesas y aparejo de goleta, colgaba de la viga, pintada de añil como el encuadre del ventano. Resonaron en la escalera las pisadas de la madre que, al asomar en la puerta, se detuvo y agitó en el aire una carta que traía en la mano. La niña se levantó corriendo:

—¡Suya!

La vieja respondió con un gesto expresivo, y luego gritó al oído de la niña, pasándole la mano por el cabello:

—Vino cuando estábamos en el palacio… No pudo esperar y te dejó carta…

La niña repitió muy despacio:

—¡No pudo esperar!

—No pudo.

—¡Nos retardamos mucho!

—Sí, algo nos retardamos.

—Bueno lo que Dios…

Y se apretó el pañolito contra los ojos. La madre le dijo:

—¡Vamos, tonta, lee la carta!

La niña se acercó al ventano. Ya era escasa la luz, y abrió la vidriera. El viento le alborotó el cabello, y gruesas gotas de lluvia borraron la tinta de la carta. Bajo el alero revoloteaban dos gorriones, la tarde agonizante tenía la tristeza de una vida que se acaba, y las luces de la goleta desaparecían en un horizonte de niebla. La niña, con el rostro mojado por la lluvia, permanecía en el ventano contemplando la carta, sin desdoblarla, y sus ojos tenían un suspiro de luz como la tarde. Se acercó la vieja:

—Si no puedes leer, encenderé candelilla.

Le hablaba al oído, inclinada la cabeza de nieve sobre la crencha negra y brillante de la niña, que se volvió lentamente, los ojos como dos flores:

—No la leeré, madrecita… No la leeré hasta que vuelva él… Se lo ofrezco como un sacrificio a mi Niño Jesús.

Y muy pálida, sonriendo, puso la carta bajo la peana de madera olorosa, y arrodillóse. Acudió la madre a cerrar la vidriera, sacudida por una ráfaga, y volvió al zaguán donde disputaban los marineros jugadores de naipes. El viento, el mar y la lluvia estremecían la casa. La niña rezó toda la noche con una pena confusa, oyendo el tumbo de las olas al pie de su ventano, y los gritos de los pescadores que volvían de arribada. De pronto, la vidriera retembló tan fuerte, que la niña volvió la cabeza. La vio abierta, inmóvil bajo la furia del viento, como si una mano la retuviese, y sintió erizados los cabellos bajo un soplo húmedo y salobre.

La Guerra Carlista
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