Capítulo XX

Asomaron dos voluntarios en lo alto de una barranca donde se apoyaba la retaguardia carlista. Habían trepado corriendo y daban voces. Se les veía en silueta sobre el pálido azul, agitar los brazos y blandir los fusiles. Luego, más lejos y más alto, surge un voluntario solo, que da las mismas voces, y luego otro que baja saltando de risco en risco. Eran las parejas destacadas sobre el camino para vigilar y noticiar los movimientos de la vanguardia republicana. Las voces no se entendían en la distancia, pero al cabecilla le bastó ver el afán desesperado con que alzaban los brazos aquellas figuras ágiles, amenguadas en la lejanía azul. Sin duda, los republicanos, advertidos por el tiroteo, volvían para proteger la retaguardia. Miquelo Egoscué vio de pronto a su lado al molinero de Arguiña:

—Ordena la retirada, Miquelo.

—¿Se hizo cuanto se podía?

—Y bien, Miquelo.

—¿No haría más el Cura?

El molinero cerró los ojos.

—El Cura tiene otro invento que nosotros.

Oyendo el canto remoto de las cornetas republicanas, dijo el capitán:

—Les hemos encendido la sangre a los guiris.

—Si quieren seguirnos, ya nos defenderá la maraña del monte.

Había comenzado la retirada, y los voluntarios carlistas iban agazapados entre el matorral. A veces se tendían en tierra y apuntaban despacio, con los ojos lucientes y las caras llenas de humo. Se levantaban santiguándose, y en una gran carrera, se iban monte arriba: Cuando estaban sin aliento, era otra vez el echarse boca abajo y reanudar el fuego. Cara de Plata, con la frente negra de humo y toda la faz oscura, donde los ojos eran de una gran belleza arrogante y fiera, se acercó al cabecilla:

—¿Y nos dejamos la yegua, Señor Miquelo?

La yegua enderezaba las orejas al amparo de grandes peñascales, sujeta del ronzal al tronco de un espino quemado por los carboneros. El cabecilla miró de un modo extraño al hermoso segundón:

—¡Pues qué hacer, si no hay manera de llevarla por los riscos!

—¡Yo me la llevo!

—Pues rodarás.

Cara de Plata bajó corriendo adonde estaba la yegua. El capitán y el molinero cambiaron una mirada sagaz. Dijo el viejo de Arguiña:

—¡Los valientes y el buen vino tienen poca dura!

—En la guerra no se anda por alargar la vida.

—Tengo yo mal pensar de todos estos que vienen de otra tierra.

Seguían con los ojos a Cara de Plata. Sin otras palabras le vieron desalar la yegua, desjaezarla y cabalgarla en pelo. Regíala sin bridas, y era como si le diese alas para salvar los brezos y uñas para tenerse en las rocas sin desjarretarse. El cabecilla se volvió al viejo de Arguiña:

—¡De los buenos jinetes!

—¡De los buenos, Miquelo!

Los cazadores se rehacían en la carretera y pasaban el puente. Algunos heridos, arrastrándose hacia el camino, pedían que los llevasen a los carros. Sudoroso y sediento, un corneta bajó a la orilla del río y se tendió sobre la yerba para beber. Al incorporarse, vio entre jarales a un voluntario carlista que le apuntaba, y casi al mismo tiempo sintió tierra en los ojos. El carlista, allá en lo alto, gritaba abriendo los brazos, mientras volaba en torno de su figura una nube de humo. El corneta echóse el fusil a la cara:

—¡Ahora va la mía!

Y el otro permanecía sobre los peñascos haciendo un trenzado de zorcico: Vio rebotar la bala, y trenzando los pies, lanzó su grito animoso y antiguo:

—¡Jujurujú!

Como cabra montes fue saltando de picacho en picacho, hasta lo más alto, y allí comenzó a cargar su escopeta de aldeano cazador. En la orilla del río descubrió al corneta que hacía su mismo alarde, y esperaba con el fusil al brazo, zapateando sobre la yerba. Disparó y quedó inmóvil, retando al otro que se destacaba entre los árboles y remontaba la ribera para hacerle puntería. El corneta calculaba la distancia con los ojos, al tiempo que iba levantando el fusil en una medida lenta. De pronto, vio que el voluntario agitaba un momento las manos, y se hacía en el aire un garabato grotesco. Se despeñaba rebotando contra los picachos, enfundándose en la maleza y desprendiéndose luego entre desgarraduras, para seguir botando monte abajo. Al final chapotea en el río que lo arrastra y lo sepulta. Volvióse el corneta a mirar en torno, y descubrió al bagajero sentado entre dos muertos, y cargando un fusil:

—¿Has sido tú?

—Yo he sido…

El corneta le miró con rabia:

—¡Era mío!

El bagajero se levantó y, lentamente, fue hacia el soldado. Le puso una mano en el hombro, y sus rostros casi se juntaron:

—¿Cornetilla, y el hijo mío, de quién era?

Parecía que le echaba encima los ojos, nublados y profundos. Después, con el andar desconcertado de un autómata, volvió a sentarse entre los dos muertos.

La Guerra Carlista
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