Capítulo XI

Todas las puertas del convento estaban guardadas por centinelas, y era la consigna no permitir a nadie ni la salida ni la entrada. En lo alto de la torre, una monja, loca de miedo, seguía tocando las campanas, mientras hacía ronda en torno del convento y del huerto una escuadra de marineros desembarcados de la trincadura Almanzora, que aquella tarde, ya puesto el sol, viérase entrar en bahía con todo el velamen desplegado. El comandante, un viejo liberal que alardeaba de impío, recorría el claustro y la iglesia, seguido de cuatro marineros con linternas que hacían cateo bajo los altares, como en la bodega de un barco contrabandista. La comunidad, reunida en el coro, cantaba un miserere, y la voz del órgano era bajo las bóvedas como la voz del viento en un naufragio, temerosa y misteriosa, voz de procelas. El comandante quiso registrar las celdas, y salió a recibirle en el coro, sola y con el velo caído, la Madre Abadesa:

—Señor comandante, quien rompa la clausura incurre en pena de excomunión.

Seguía oyéndose el canto latino de las monjas, medido y guiado por la voz del órgano como por el rugido de un león que fuese pastor. El comandante erguíase adusto tras la reja del locutorio:

—Señora monja, yo sólo conozco las penas en que incurren los que hacen contrabando de armas.

La Madre Abadesa se apretó el velo contra la cara, y besó la cruz de su rosario:

—Estas rejas están cerradas para el mundo y solamente serán abiertas por la fuerza inicua de la herejía.

Sus manos albas y mortuorias se arrebujaban entre los pliegues del velo. Era una sombra inmóvil en medio del locutorio, y parecía haber llegado allí desde el fondo de alguna capilla donde estuviese enterrada. El hábito blanco, en largos pliegues, tenía la rigidez de la mortaja, y la sombra velada de la monja daba una sensación de terror, como si fuese a desmoronarse en ceniza, bajo el trueno del órgano, para edificación de aquellos soldados impíos. Los cuatro marineros permanecían en el arco de la puerta, y el foco de luz de las linternas bailaba sobre el techo y los muros. A veces, todo el grupo tenía un vaivén de borrachera, y se adelantaba tartajeando para volver, en otro vaivén, a recogerse en el ancho quicio. Las cabezas se adivinaban rojas en la sombra. Una voz vinosa barboteó:

—Mi comandante, ¿quiere usía que la afusilemos a la gachí?

El comandante se volvió imponiendo silencio, y un marinero adelantó dando traspiés, empujado por los otros que reían en la puerta con los hombros juntos. El comandante gritó:

—¡Cuadrarse!

Y acompañó la orden batiendo con el sable en la reja del locutorio. La Madre Abadesa se alzó el velo, y todo su orgullo de raza vibró en su voz:

—Señor comandante, no he nacido para ser atropellada por la soldadesca. Salga usted de aquí. Puede ambicionarse el martirio bajo las garras de los tigres y de los leones, pero no bajo las herraduras de los asnos.

El comandante volvió a golpear con el sable en la reja del locutorio:

—¡Señora monja, modérese!…

De la hoja de acero salían chispas al mellarse. Uno de los marineros dijo a los otros en voz baja y ceceando:

—¡Nos ha salido una Sor Patrocinio!

Los otros rieron, tambaleándose sin romper la fila. El comandante comenzó a vociferar:

—¡Estoy autorizado por las leyes! ¡Cumplo con mi deber! ¡Haré uso de la fuerza!

La monja le volvió la espalda y salió sin recoger el vuelo de sus hábitos. La voz ceceosa gritó:

—¡Va a repelarse los bigotes en el fuego!

Contestó un clamor confuso de beodos:

—¡Que baile! ¡Que baile!

El comandante rompió contra la reja, la hoja de su sable:

—¡Cuadrarse! ¡Silencio!

Y adelantó levantando la empuñadura donde sólo quedaba un palmo de acero:

—¡Cuadrarse!

Los marineros, como si no lo hubiesen oído, redoblaron su clamor:

—¡Que baile! ¡Que baile!

Y ellos mismos comenzaron a bailar. El comandante pateaba de rabia:

—¡Arrestados! ¡Un mes de arresto! ¡Dos meses de arresto!

Los marineros seguían bailando, cogidos de los hombros. El de la voz ceceosa, rasgueando sobre el fusil como si fuese una guitarra, comenzó a cantar:

—¡Isabel y Marfori,

Patrocinio y Claret,

Para formar un banco,

Vaya unos cuatro pies!…

La Guerra Carlista
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