Capítulo XIII

Se oyó la voz de la abuela y el canto de los gallos. Una moza soñolienta descorrió la cortina de estameña verde, que resguardaba el camastro donde la vieja descansaba con el gato a los pies. La Mai Cruz se incorporó en el cabezal, dando un suspiro:

—¡Ay, mis huesos, viejines!

Llamó a un soldado, sacando de entre las cobijas una mano consunta. El soldado se llegó al camastro, y la vieja, con el dedo, le apuntó hacia el horno. No entendió el mozo lo que quería decir, y le gritó:

—¿Qué se ofrece, ama?

—Mutil, que abras el horno… Hijo, con los otros, como hermanos, te repartas el pan.

El soldado fue al horno y quitó la tapa, que era una losa de piedra con una cruz labrada en el centro. La abuela le acompañaba con los ojos, alzándose cuanto podía sobre la almohada, conmovida la cabeza por un temblor senil:

—Cuento que serán cinco los panes, hijo.

El soldado desnudó su cuchillo y repartió la borona caliente y dorada entre unos pocos que se le juntaron alrededor. Algunos la desmigajaban en las tazas llenas de chacolí, y les decía la Mai Cruz:

—Esas migas son buenas cuando es mosto… Y cuando salta a los ojos en el Enero… ¡Ay, había una olla con miel, pues este día se me acabó!… Poniéndolo a la lumbre, cómo tendríais para endulzarlo… No sé que gato se come la miel… La moceta es nueva acá… ¡Ay, hijos, cómo tendríais para endulzarlo!… Puesto a la lumbre es cordial…

La Mai Cruz hablaba sonriendo como una niña, sin que nadie la atendiese. Los soldados se disponían para el camino, y era gran tumulto en la cocina. Miquelo Egoscué había disputado con el contrabandista para que llevase a las monjas en el carro, pues no era el paso tan difícil como encarecía aquel viejo apicarado. Cobijadas bajo el toldo, las monjas oían pacientemente los denuestos del contrabandista, que iba y venía al establo, sacando las mulas de tiro:

—¡Jo!… ¡Coronela!… ¡Espabila, Reparada!… ¡Si un rayo te partiese!…

La Madre Isabel llamó a un soldado enfermo para que fuese en el carro. Era un mozo de pocos años, con la frente vendada. Subió ayudado por las manos señoriles de la monja, mientras la niña le tenía el fusil con una sonrisa esforzada y asustada. La Josepa asomó de pronto, dando voces. Venía del pajar, donde había dormido:

—¡Borracho! ¡Borrachón! ¿Adónde te escondes, arrenegado?

El molinero de Arguiña la amenazó desde lejos:

—¡Atrancar la boca, Josepa!

La mendiga entró por su niño, y luego llegóse al carro gimoteando:

—¿Adónde está mi Roque? ¿No han visto sus señorías a mi hombre?

Respondió severa la Madre Isabel:

—No lo hemos visto.

—¡Tendrían una caridad para este hijo de mis entrañas!

Y levantaba al niño, que medía el aire con sus manos lechosas y arrugadas. Eladia le tomó en brazos:

—¡Está amoratado de frío!

Suspiró la mendiga:

—¡Pobres hijos!

Olía a vino y se restregaba los ojos con las dos manos: Llevaba una chaqueta de soldado atada a la cintura. La Madre Isabel la miró con lástima:

—¿Ha desaparecido Roquito?

—Sí, mi señora.

—¿Estará escondido?

Gimoteó la Josepa:

—¡Por todas partes tengo mirado!… Acaso parezca cuando sepa lejos de estos lugares a la Madre Isabel. No es la primera vez que se huye. Por veces éntrale ese ramo de locura.

—¡Lucha por salir de las garras del demonio!

La Josepa comenzó a rascarse la greña:

—No piense que vivimos como mal casados… Muy santamente… Andamos juntos por nos ayudar. Yo le adoctrino en las veredas, yo le guío en parte a la otra, porque no es nativo de acá. Sus señorías saben que no hablo mentira. Y él parte conmigo lo que tiene, y con el pequeño… ¡Resalado! ¡Lindo! ¡Valeroso! ¡Ligero!

Abría los brazos llamando a su hijo, que saltaba en el regazo de Eladia. Comenzaba a rodar el carro, y el contrabandista, al flanco del tiro, restallaba el látigo:

—¡Jo!… ¡Coronela!… ¡Jo!… ¡Reparada!…

Murmuró brevemente la Madre Isabel:

—Hija, sube al carro.

La mendiga pestañeó con fuerza, se atirantó las puntas del pañuelo que llevaba a la cabeza, y subió. En la puerta de la venta estaba el capitán, jinete en la yegua del Rector de Astigar. Las cien boinas rojas se alineaban por el camino. Volvía a restallar el látigo del contrabandista:

—¡Jo!… ¡Coronela!… ¡Jo!… ¡Reparada!…

Aún no era día claro cuando abandonaron el camino real, internándose por los atajos del monte. Se les veía de lejos saltar por cuetos y vericuetos, dando alegres gritos, espantando a las cabras. El carro, con algunos hombres de escolta, seguía un camino de ruedas, entre crestones de granito: Caminaba lentamente bajo el vuelo de los buitres y la amenaza de los grandes peñascos desarraigados del monte. Poco antes de la media tarde llegó a la villa de Urdax. En la plaza bailaban las mozas con los voluntarios carlistas, llegados mucho antes por los caminos de cabras, y en el balcón de su casona, tocaba la gaita un viejo que había sido cirujano en la primera guerra. Cuando vio aparecer el carro bajó a la plaza y dio voces al contrabandista para que viniese a pararse bajo el porche de la casona. Después, quitándose la boina, se dirigió a la Madre Isabel:

—Por Miquelo ya tengo noticias de quién son ustedes, señora mías. En mi casa harán penitencia por conspiradoras.

Tomó en volandas a la monja, que le alargaba una mano para bajar del carro, y luego hizo lo mismo con Eladia. La Madre Isabel le miraba sofocada y risueña:

—¡Muchas gracias!

—Son las que usted tiene. A una monja no se le debe decir eso, pero yo lo digo: ¡Y si se incomodan, peor!

La Madre Isabel reía llena de simpatía:

—No nos incomodamos, señor.

—Serafín Fornoza. Nada de señor. Aún cuando tengo la cabeza blanca, yo no soy viejo. De la edad de esta señorita.

Y quitándose la boina y haciendo una gran cortesía, saludó a Eladia. La pobre niña le respondió con un gesto triste y vago, lleno de cordialidad. Murmuró la monja:

—Es sordita. Hay que esforzar la voz.

—Le hablaré por señas como a una novia. ¡Ya podría ser que no me acordase!

Y moviendo muy deprisa los dedos, le alabó los ojos, comparándolos con los luceros. Eladia, poniéndose encendida y riendo, se lo contó a la Madre Isabel. Entraron en la casa, y las hijas del cirujano, siete señoritas lugareñas, se agolparon a la escalera para recibirlas. Halagos, gritos, aspavientos.

La Guerra Carlista
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