Capítulo XXIX

Cuando retornaba al molino, el segundón columbró dos bultos que saltaban la cerca, seguidos de un perro. Los bultos agazapáronse entre las zarzas, y el perro quedó avizorando el camino. Cara de Plata dio una gran voz:

—¡Hijos de cabra!

Y corrió adonde los bultos se escondían. El perro huyó con las orejas altas, después de lanzar algunos ladridos, y el segundón, cateó entre los zarzales que orillaban la vereda:

—¡Aun cuando os escondáis bajo tierra!…

Uno de sus hombres le mostró la maleza horadada:

—Por aquí alguien pasó, señorín.

Cara de Plata saltó al otro lado. En la oscuridad profunda de la noche sin estrellas, apenas se perfilaba la sombra del robledo. Encaramado sobre un bardal, el hermoso segundón dio su voz a la noche, entre ráfagas de viento y de lluvia:

—¡Mañana os atraparé, hijos de una cabra! Harto sé que estáis ocultos escuchándome. Si me ocurre una desgracia he de cortaros el cuello a vosotros, al perro y al borrico. ¡Yo sí que haré buenas cribas con vuestra piel!

Saltó del bardal, y entróse en el molino.

—¿Dónde está el cribero?

Los aldeanos acordaron de pronto. Un viejo vestido de estameña apoyó tres dedos sobre la frente calva y luciente: Parecía una figura de retablo:

—¡Esquenciérame del todo, señorín!

—¿Venía en tu carro?

—Desuncí los bueyes, mas el cuitado quedóse a la intemperie.

—Acaba de escapar. Su mujer ha seguido los carros…

—¿Y le desató?

—Ahora saltaban la cerca… Pero ve tú a mirarlo…

Salió el viejo con dos zagales, y a poco se oyó su voz:

—¡Como el raposo!… ¡Mala centella sea con él!… Talmente como el raposo, que al verse perdido aparenta muerto, y en un cierre de ojos sale fugiendo…

Vino luego el comento de los otros aldeanos que calentaban a la redonda del hogar:

—¿Cómo no ladrarían los perros?

—Esa gente que anda por los caminos, tiene mañas para los hacer callar.

—¡Parece, talmente, que con los ojos los encantan!

—Los encantan con un hueso de res, que se ponen bajo el calcañar.

—¡La mujer también es arriscada!

—Dicen que son amancebados.

—Otro tiempo ella andaba con el Ciego de Gondar.

—¿Y es probado que llevando un hueso bajo el calcañar…?

—¡Probado!

—¿Tienes hecha experiencia?

—Téngolo siempre oído.

Hablaban graves y lentos, sentados en torno del fuego, con el reflejo bailante sobre los rostros, mientras por una tronera abierta en la tejavana, salía el humo, que el viento devolvía a la cocina, fungando como un gato montes escondido en lo alto. Entró un zagal que estaba de atalaya:

—Señor Cara de Plata, aparece una luz que encienden y apagan por la banda del mar.

El segundón salió al camino, y en el mismo momento, un relámpago le mostró la goleta cabeceando en una extensión de mar lívida, espumosa y desierta. El hermoso segundón se volvió a su gente:

—Sacad los fusiles de los carros.

Entróse al molino, encendió en el hogar un haz de paja, a modo de antorcha, y bajó corriendo a la playa. La goleta se le aparecía en la rasgadura de los relámpagos, sin velamen, batida de costado por el mar. Era un instante todo incierto, todo lívido, y después volvía la noche negra, llena del rugido del viento y del oleaje. De a bordo hicieron señas con una luz que bajaba y subía. Cara de Plata respondió agitando su antorcha y corriendo a lo largo del arenal. La luz se apagó y volvió a brillar: Parecía que la columpiasen furiosamente, tales eran los bandazos del barco: Tocaba las olas y luego remontábase a las nubes. De pronto se extinguió. Cara de Plata, encaramado en una roca, siguió mucho tiempo agitando la antorcha. Bajo sus pies rompía la resaca, y la ola espumante y saltante, le mojaba el rostro y le ponía en los labios un sabor amargo, como de lágrimas. Estaba atento a los relámpagos, por descubrir el mar y la goleta en la brevedad de aquella luz, y, al volver la oscuridad, agitaba desesperado la antorcha, en duda de cuanto había visto. Le parecía que la goleta se alejaba, zozobrante, entre crestas de espuma, con el casco de través. Al fin, los relámpagos solamente le mostraron la vastedad tormentosa de las olas. La goleta había desaparecido. Cara de Plata la esperó hasta el amanecer, y, viendo que no tornaba, mandó enterrar los fusiles en la playa. Luego despidió a su gente. Él, todavía con una vaga esperanza, quedóse en el molino, pero a la tarde pidió su caballo y tomó al galope el camino real. Sentía con el fracaso de la empresa una interior satisfacción de ánimo. Por primera vez se le mostraba la vida llena de perspectivas atrayentes y temerarias. ¡Era aquella vida soñada y añorada desde niño!

La Guerra Carlista
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