Capítulo XIV

Aquella misma tarde, un aldeano trajo noticia de que estaba cerca la caballería republicana, y en seguida se reunieron en la plaza los voluntarios y algunos viejos de la villa, mal armados con escopetas antiguas. Una viuda que vivía al pie de la iglesia, y un niño, hijo suyo, tocaban a rebato las campanas. Se interrumpieron los bailes, desapareció la tranquilidad que reinaba, y todos se dispusieron para volver al monte. No era posible arriesgar un combate con la caballería republicana, pero tampoco querían huir al solo anuncio de que estaba cerca, sin esperarla en los riscos del camino real y derribar algún jinete. El aldeano que había traído la noticia, limpiándose el sudor, se bebía un tanque de sidra a la puerta de la casa rectoral:

—¡Chaquetos colorados! ¡Por cima de los trescientos, y…!

Miquelo Egoscué decidió esperar hasta saber los movimientos de aquella tropa, que aún estaba a tres leguas de camino. En una sala grande, donde había una mesa de alas y un Cristo sobre la pared encalada, el cabecilla explicábale a Cara de Plata:

—Tengo algunas parejas apostadas en el camino, buenos tiradores que algo harán con sus disparos, al mismo tiempo de avisarnos. Con esta prevención es difícil que nos sorprenda el enemigo, porque estoy al cabo de sus movimientos y puedo burlarles.

Sentada en un sillón, bajo los pies del Cristo, estaba la monja. La guerra comenzaba a parecerle una agonía larga y triste, una mueca epiléptica y dolorosa. Aquellos campos encharcados, aquella nieve enlodada cubriendo los caminos, le producían una indefinible sensación de miedo y de frío: Era la misma sensación que experimentara otras veces al ver un entierro en medio de chubascos, y oír sobre la caja el hueco azotar de la lluvia. Había imaginado la guerra gloriosa y luminosa, llena con el trueno de los tambores y el claro canto de las cornetas. Una guerra animosa como un himno, donde las espadas fueran lenguas de fuego, y el cañón la voz de los montes. Deseaba llegar a la hoguera para quemarse en ella, y no sabía dónde estaba. Por todas partes advertía el resplandor, pero no hallaba en ninguna aquella hoguera de lenguas de oro, sagrada como el fuego de un sacrificio:

—¡Que mi alma toda se consuma en la llama de tu amor, mi Señor Jesucristo!

Al caer la tarde se supo que la caballería republicana se había repartido por Elorza. Ergoy, Ayanz y San Pedro de Olaz. El molinero, que era segundo en la partida, trajo la noticia al cabecilla, que se volvió y dijo a los otros con su ingenua sencillez de guerrero antiguo.

—Ya no hay esperanza de que vengan.

Interrogó la Madre Isabel:

—¿Por qué, señor Miquelo?

—Porque tienen tanto miedo a correr por estos montes, que apenas oscurece se cierran en los pueblos, hasta que raya el sol.

Dijo Cara de Plata:

—Según eso, la guerra se hace de día.

—Por parte de los guiris, que por la nuestra se hace a todas las horas, y más de noche que de día.

Comentó el viejo Fornoza:

—A los carlistas, la oscuridad no les da miedo. Son lobos que conocen las madrigueras del monte, y lo corren de noche con toda seguridad.

La Madre Isabel insinuó con una leve sonrisa señoril y monjil:

—Pues yo creo que también atacan de noche los republicanos, como hace poco en Monreal.

Brillaron los ojos de Miquelo Egoscué:

—¡Yo estuve allí! Es verdad que atacaron de noche, pero entonces escarmentaron. Nouvilas, su general, estuvo ya rodeado por los nuestros, y les quitamos las escobas de los cañones… Ahora ya se acuestan con el sol, como las gallinas.

Volvió a sonar el tamboril en la plaza, y el cirujano salió al balcón con su gaita de grana. Comenzaron de nuevo los bailes y los relinchos guerreros del zorzico:

—¡Jujurujú! ¡Jujurujú!

Un corro de rapacines encendió una hoguera. Corrieron por las casas pidiendo a las viejas jara, pinocha y paja del maíz. Agrupados en las puertas, salmodiaban su demanda como una lición en la escuela:

—¡May Mari! ¡May Juani! ¡May Rosa! ¿Hay un brazado para una hoguera?

Tornaban a la plaza con alegre tumulto, que tenía un eco en aquella sala lugareña, de muros encalados, donde el cabecilla y el segundón paseaban de testero a testero, en el gran silencio de la tarde, ante los ojos abstraídos de la monja, que permanecía con las manos en cruz sentada en el sillón de cuero, bajo los pies del Cristo. De tiempo en tiempo, alguno de los hombres quedaba inmóvil delante del balcón, y esparcía los ojos mirando los bailes. En una de estas veces, el cabecilla vio venir a una mujer mendiga, que desde la plaza le llamó dando voces:

—¡Señor Capitán! ¡Señor Capitán!

Era Josepa la de Arguiña. El capitán salió al balcón:

—¿Qué hay?

—Diz que no vienen ya los negros. ¿Quieres tú, valiente, que me llegue adonde sea?… Manda que me pongan un pan en este cesto, y mañana tendrás noticias.

Miquelo Egoscué dejó vagar los ojos por los montes lejanos:

—¡Hay mucho camino!

Replicó la mendiga:

—Mandarías darme un pan y una gota de anisado para este hijo, que el mucho camino no hace.

Y levantaba hacia el balcón al niño, que parecía amortajado en unas horribles bayetas amarillas. Una vecina salió con un pan y un jarrillo verde. Murmuró el cabecilla:

—En derechura a San Pedro de Olaz.

Comentó la vecina:

—¡Cerca de las cuatro leguas!

Saltó la Josepa:

—¡Dios se lo premie, Mai Rosa! El mucho camino no hace. Zapatos de fierro rompiese yo por el Rey Don Carlos… ¡Y por ver en una horca a todos los negros, que me dejaron viuda, y pusieron a pedir por las puertas!

Advirtió brevemente el cabecilla:

—¡Ten cuidado que no te fusilen!

—¡No tendrán alma para ello! Si entrasen en sospecha, veinte palos pudiera ser que me mandasen dar…

Se puso al niño en una cadera, y engalló el cuello saludando. La monja, que había salido al balcón, la vio partir cargada con el niño, y con el pan para el camino. Le pareció sentir una voz en el misterio interior y en la vaguedad del aire:

—¡Aprende tú la senda de esos pies descalzos! Toma ejemplo en esa vida humilde y pecadora, toda encendida en el sentimiento religioso de un pueblo, que une su sed de justicia, con la esperanza resplandeciente de hallar un día, al final de la guerra, padre clemente en su Rey. Josepa la de Arguiña es como los perros abandonados que corren por la orilla de las carreteras, buscando su amo, y que, sin haberlo encontrado, rabian de sed en los soles de Agosto: ¡Perros perseguidos a pedradas, perros de ojos lucientes, que un día mata la Guardia Civil!

La Guerra Carlista
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