Capítulo XIII
La calle donde estaba el convento era angosta, y al rebato de campanas habíase llenado de mujerucas y de niños. El huerto daba sobre los esteros del río, un huerto triste, con matas de malva olorosa y cipreses muy viejos, donde había un ruiseñor. En el portón que daba al camino, dos mendigos, hombre y mujer, hablaban con el centinela, sentados en la orilla verde. Eran vagamundos que iban por los mercados vendiendo cribos. La mujer, negra y burlona, decía:
—Si hay contrabando escondido, no habéis de dar con él.
Y el hombre afirmaba con un gesto desdeñoso, poniendo sobre el pecho una mano negruzca:
—¡Este prójimo, debía de ser el comandante de la Almanzora!
La mujer hundió las uñas en la greña:
—¡Mejor lo harías!
—Solamente con este perro descubriría yo todos los parajes donde hubiese contrabando escondido.
Separó la mano que aún conservaba sobre el pecho, y tiró del rabo a un perro canijo que dormía echado en la alforja. El cribero se rió:
—Y para ser hombre de bien no hay que decir mentiras.
La mujer siguió rascándose la cabeza:
—Ni es menester tampoco. Las mentiras condenan el alma.
—El alma, yo entodavía no la he visto… pero los galones de almirante, para perseguir el contrabando, le corresponden a mi perro… No te rías tú, marinerito.
El centinela contestó:
—Para el perro los galones, y para ti el plus.
La mujer llamó al perro:
—¡Ven acá, Celeste!
El perro fue a echársele en el regazo, y las uñas sórdidas de la mendiga comenzaron a rascarle las pulgas. Volviéndose al centinela, dijo con encomio:
—¡Tiene más saber que si hubiera andado por el mundo con el Glorioso San Roque!
El centinela reía de soslayo, paseando con el fusil al brazo, delante de la puerta. Era pequeño, alegre, con los ojos infantiles y las mejillas tostadas del sol y del aire. De pronto, el cribero se levantó dando voces a un borrico que, cargado de aros, pacía la yerba del camino:
—¡Toma Juanito! ¡Quieto Juanito! ¡No seas ladrón, Juanito!
Le alcanzó y le trajo a su lado. Después, como el animal tenía querencia por las matas que había al otro lado del camino, lo sujetó pisándole el ronzal con una piedra que sacó del muro. Hecho esto, se tumbó con las manos cruzadas bajo la nuca:
—Marinerito, ¿sabes tú lo que pasa en las Españas?… Tú no sabes cosa ninguna porque eres un rapaz, pero yo te lo diré… En las Españas pasa que todos los que mandan son unos ladrones… Pero quieren ser solos, y esa no es justicia. La justicia sería abrir los presidios y decirle a la gente: No podemos ser todos hombres de bien, pues vamos a ser todos ladrones. Ya verías tú, marinerito, como así terminábase la guerra y el contrabando, y todo andaba mejor que anda.
La mujer suspiró:
—¡Ésa sería una buena ley!
Y el hombre aseguró, dándose golpes en el pecho:
—Ésa es la verdadera ley de Dios.
—¿Mejor que ser tú comandante de la Almanzora?
El centinela le miraba con sus ojos alegres e infantiles, mientras paseaba con el fusil al brazo. El cribero repitió con más fuerza:
—Ésa es la ley de Dios… Y lo otro, el ser yo tu comandante, sería conveniente para el Gobierno, porque yo sé cómo son mañeros los contrabandistas. Y conveniente para mi señora, que tendría un lorito del Brasil. Palmucena, no te caerá arrastrar cola y pasar el día dándote aire con un abano.