Capítulo XXX

Llovía menudo y ligero en aquella fértil tierra de Baztán. Era una cortina gris, que a los prados húmedos, tendidos detrás, daba un reflejo de naranja, agrio como una desafinación de violín. Con aquel reflejo, sol anaranjado, armonizaban extrañas las cornetas militares tocando diana. Era agresiva la clara voz del metal en la paz aldeana y religiosa del valle, con campanarios entre arboleda y caserío, con rebaños de vacas marchando bajo los castaños o metidas por los herbales. En el puente de Elizondo, y todo a lo largo de la carretera, formaba una compañía de cazadores, entre el son de las cornetas y las voces de los sargentos. Los oficiales, caladas las capuchas de los impermeables y las polainas manchadas de barro, estaban guarecidos bajo el balcón, pintado de añil, de una casa nueva, donde había taberna. De tiempo en tiempo, asomaba un hombre, que en una bandeja traía vasos de aguardiente para los oficiales. Era el tabernero, tripudo y risueño, lleno de recuerdos de sus viajes a las Islas de Ultramar. Un Sileno con chaleco de bayetón colorado y faja azul, mal ceñida, que al hablar de las islas hablaba siempre de la canela y de la hoja del tabaco. El capitán que mandaba la fuerza le dio un cigarro. El tabernero encendió, usando un yesquero de plata, y ufano de lucirlo, ofreció fuego a todos los oficiales. Humeando el cigarro, preguntó:

—¿Al fin cae Santa Cruz?

Los oficiales se miraron, y el capitán repuso entre dientes:

—¡Esas cosas, en tanto no se realizan!…

El tabernero guiñó un ojo:

—¡Me parece que ahora!

Recogió los vasos, y entró en la taberna para servir a cuatro sargentos que esperaban en la puerta. Les puso los vasos alineados sobre el mostrador, y llamó con una voz:

—Pasen, señores militares.

Al acercarse los sargentos, repitió la pregunta:

—¿Al fin cae Santa Cruz?

Repuso con enojo un viejo, limpiándose los bigotes con su pañuelo a cuadros azules:

—¡Si no cayó, ya no cae! Insistió el tabernero:

—¿Tendrá pena de la vida?

Repuso el mismo sargento viejo:

—¡Siete penas de la vida!

Fuera, al abrigo del balcón pintado de añil, discutían los oficiales. Por un alto de la carretera aparecía un coche tirado por mulas, llenas de cascabeles, y el grupo de oficiales saludó militarmente a los que iban dentro, envueltos en mantas y capotes. Los sargentos acudieron a la puerta. Uno dijo:

—Ya tenemos nuevo general.

Y otro replicó:

—Todo sale cierto.

Pagaron y se volvieron a las filas, con lentitud de gente descontenta. Los oficiales se aprestaban calándose los guantes. Decía el teniente Velasco:

—Se confirma la llegada del general Venegas. ¿Se confirmará también el relevo del general España?

Repuso el teniente Nicéforo:

—¡Por confirmado!

Carmelo Nicéforo era sobrino del jefe de Estado Mayor. El capitán García, al oírle, se sopló las barbas pontificales:

—¿Usted lo sabe, Nicéforo?

El teniente se distrajo haciendo seña al tabernero que estaba en la puerta:

—¡Otra ronda, Don Baldomero!

La compañía se formaba despacio en la carretera. Muchos soldados se rezagaban: Venían por el fondo de las calles corcovadas, salían de los postigos, con el fusil al hombro, doblando el cuerpo para no tropezar en el dintel. Llegaban todos con el aliento corto y vivo, encendidos por el aire de llovizna. Se juntaban en grupos, antes de ponerse en fila, y concertados, se dirigían a una taberna que estaba en frente al parador de los oficiales. Los veteranos se distinguían de los bisoños por el aire más despierto y sagaz, pero todos tenían el mismo talante marcial, aplastados como tortugas bajo las mochilas, y sacando el brillo de los ojos entre la carrillera y la visera de ros. Las cornetas iniciaban el último toque. El capitán dio la mano a los tenientes. Fueron los tres a sus puestos, y comenzaron las voces de mando. Se oyó como un aletazo el rumor de los fusiles al ser alzados y puestos en descanso. El cacareo de un toque y el son de la marcha.

La Guerra Carlista
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