Capítulo XVII

Don Juan Manuel se retiró al fondo de la sala, que estaba en oscuridad, y comenzó a pasearse con el balcón abierto. Se oía un acompasado plañir de mujerucas, y de tiempo en tiempo el alarido de la madre:

—¡Asesinos! ¡Asesinos!

Don Juan Manuel Montenegro sentía una cólera justiciera y violenta, una exaltación de caballero andante. Soñaba con emular las glorias de su quinto abuelo, que una noche había puesto fuego a tres galeras de piratas ingleses, sin otra ayuda que la de sus hijos, todos niños, y el último de nueve años. Entró Don Galán con el resuello jadeante, y el vinculero le recibió gritando desde el fondo oscuro de la sala:

—¡Es preciso que hundamos en el mar a ese navío del Rey!

—¿La Almazora?

—Sí.

—¡Como no sea con oraciones!

—La noche es oscura, y llegaremos al costado sin ser vistos.

—¡Santo, si hay una luna blanca que parece día!

—Tú no vendrás conmigo. ¿Dónde andarán mis hijos?

—No andarán, que estarán echados. Pronto será la media noche.

Don Juan Manuel, con la cabeza caída sobre el pecho, fue y vino varias veces de uno a otro testero de la sala, paseando en silencio: Sólo se veía su sombra cuando cruzaba ante el balcón donde daba la luna. De pronto se alzó en la noche el grito de la madre:

—¡Asesinos! ¡Asesinos!

Los pasos del vinculero cesaron, y en la sala oscura, únicamente se oyó por algún tiempo el acompasado plañir de las mujerucas. Don Juan Manuel tornó a pasearse:

—La sangre de ese muerto ha manchado los muros de mi casa… ¿Habrá de secarse en ellos? Salpicó a mis ventanas, y de estar yo asomado me salpicara la frente… ¿Habría de secarse o de lavarse? ¡Ese crimen es una vergüenza para toda la villa! ¿Y si en lugar de sangre, esos asesinos me tirasen lodo a la casa y a la cara, cómo les hubiera yo contestado? ¡Si mis hijos quisiesen ayudarme!… Pero ellos no son como yo, y ni aun sabrán ver la afrenta… Yo debía llamarles ahora, como hizo Diego Laínez… ¿Para qué? Dios me ha desamparado y no hallaría entre ellos a mi Rodrigo… ¡Acaso, sin lo que ha mediado, pudo serlo Cara de Plata! ¡Ahora ese mozo está revuelto contra su padre! ¡He sentido pesar sobre mí su mirada de odio! ¡Y todo por una mujer, cuando hay tantas!… Don Galán lavará mañana la sangre del muro. ¿Dónde estarán mis hijos?

El criado bostezó en un rincón:

—Durmiendo en la cama de las mozas. ¡Durmiendo o folgando!

Don Juan Manuel fue a sentarse en un sillón:

—Algunos pasos más, y ese hombre que está muerto sobre las losas de la calle se hubiera refugiado en mi casa. Si los asesinos querían entrar, yo le hubiera defendido. Dárselo, jamás. ¡Pobre madre, vendría con todas esas mujeres que ahora hacen el planto, y llenarían la calle con sus gritos para que no lo entregase a los sicarios!

El criado se incorporó con un relincho grotesco:

—¡Jujú! Despiértese mi amo.

—No duermo, imbécil.

—Cuidé que estaba soñando.

Don Juan Manuel Montenegro reclinó la cabeza en el sillón:

—Sí, mejor es dormir. Enciende una luz y ven a descalzarme. Dejemos en paz a los vivos y a los muertos.

Al criado se le sentía andar a tientas, para encender la luz:

—No topo candela.

—Me acostaré alumbrado por la luna.

El criado, andando muy despacio, llegó a donde estaba su amo y arrodillóse ante el sillón.

—Venga un pie. ¡Jujú!

—Tira imbécil.

—¡Jujú!

—¡Que me arrancas la pierna!

Don Galán, dando un relincho se dejó caer de espaldas:

—¡Jujú! ¡Jujú!

El vinculero, con la cabeza echada sobre el respaldo del sillón, hablaba a solas devanando sus pensamientos, mientras el bufón le descalzaba arrodillado a sus pies:

—¡Que asesinato!… Debía levantar en armas a toda la villa… ¡Son liebres!… Estoy solo y no podré hacer nada… Pobre mozo, hubiera buscado asilo en mi casa, le hubiera defendido… Es la verdadera hidalguía, y la verdadera caridad, y la verdadera doctrina del filósofo de Judea… Comprendo la guerra por una causa tan pequeña y no la comprendo por un príncipe. Jesús de Nazaret no hizo guerra, pero dio su sangre por la redención de los humildes, cuando todos la daban por los reyes y los emperadores. El clero reza en latín para que no se enteren los siervos que labran la tierra. Ese pobre mozo merecía ser amparado… Todos hubieran venido contra mí. Claro está que me habría defendido a tiros. ¿Entonces por qué predican el amor al prójimo? Si le amo como a mí mismo, le defiendo como a mí mismo. Ese mozo, hijo de pescadores, era mi prójimo. El que está por encima de mí, puede no serlo… Yo digo que no lo es… Pero ése lo era… Tengo hartura, pues mi prójimo es el que padece hambre… Partimos el pan, partimos la capa… El que tenga tanto como yo, será mi enemigo, aun cuando no quiera… Y el que tenga más, será mi verdugo, aun cuando no quiera…

Y don Juan Manuel, paternal y rudo, despertó con el pie al bufón, que, arrodillado delante del sitial, comenzaba a roncar.

La Guerra Carlista
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