Capítulo XXVI

La mañana gris y anubascada era presagio de tormenta y temporal en la costa. Por las callejuelas que bajan a la playa aparecían trechos de un mar saltante y espumoso. Era una visión azul, clara y terrible, en la oscuridad lluviosa de aquellas cuestas, toldadas por un cielo plomizo, que serpenteaban entre casas mezquinas, con escalones en las puertas. Los porches de las iglesias parecían llenos por la voz del mar, se ofrecían sonoros y desnudos al paso del viento. La tarde transcurrió toda en chubascos, con un largo ulular nocturno. Dos mujeres, madre e hija, con las basquinas arremolinadas, atravesaron la plaza y entraron en el palacio de Bradomín. El caballero legitimista las recibió sentado cerca del fuego, en la gran biblioteca donde leía en latín los Comentarios de César. Las dos mujeres se detuvieron en la puerta, haciendo una reverencia, sonrientes y silenciosas. Se tocaban con mantillas de velludo, como las aldeanas ricas, y arrollaban a las manos grandes rosarios de azabache, engarzados en plata. Habló la hija, con una gran expresión de inmovilidad extendida sobre la cara, y los ojos llenos de atención:

—En nuestra casa es donde come Míster Briand. Encargó mucho que fuésemos al convento… La Madre Isabel nos encamina aquí…

Tenía una sonrisa casta, que parecía perfumar de una manera triste su pobre voz apagada y oscura, que por veces se quebraba en un sonido caótico, dejando escapar el aire como el fuelle roto de una gaita. Se llegó al hueco del balcón más próximo y, vuelta de espaldas, desabrochóse con recato el corpiño, y sacó una carta, tibia del calor del seno:

—Nos ha dado este papelito, para que supiese quién somos… Pero ya se lo dije…

El Marqués pasó los ojos por la esquela, y contempló el mar a través de los vidrios llorosos. Se descubría una extensión verdosa, crestada de vellones blancos, y las arboladuras de los navíos, desnudas de velamen y cabeceantes:

—¡La Señora Abadesa, mi prima, me advierte de una triste cosa!

La muchacha sonrió sin responder, y murmuró la madre:

—No le ha oído.

Ella se lo dijo por señas, y la muchacha las atajó con gestos vivaces, indicándole que había comprendido:

—Míster Briand temía el temporal, y quería esperar… Está muy bravo el mar, y la goleta tiene resentida una cuaderna de proa… Lo peor, porque el viento y el mar también son de proa…

La madre explicó prolija:

—Sabe de náutica como un piloto… De tanto leer en los libros del hermano. El mayor, que ahora navega como segundo en la Joven Pepita. Estudiaba con él, y las cosas difíciles se las ponía por ejemplos, como si fuese una escolanta.

La hija, con una llama risueña y amable en los ojos, estaba atenta a cómo la madre movía los labios. Al cabo le tocó en el brazo poniéndose encendida:

—Calle, madrecita.

Y las dos mujeres sonrieron al caballero legitimista, al mismo tiempo que se arreglaban las mantillas. En las dos era igual la sonrisa, de una tristeza lejana y como hereditaria. Habló de nuevo la muchacha:

—Míster Briand, cuando supo que registraban el convento, pensó hacerse a la vela. Como Roquito todo lo declaró, y sabía que estaba fletada la goleta, el capitán recelóse…

Los ojos de la vieja tuvieron un guiño astuto, bajo el capuz de la mantilla:

—Recelóse de un cateo, porque escondía tabaco en la bodega.

Una onda de sangre arreboló el rostro de la niña:

—¿Habla del contrabando? Era nuestro y el capitán quería salvarlo. Por sí, nunca hizo contrabando Míster Briand.

La vieja se encogía risueña, con un gesto confidencial:

—El furricallo de la posada apenas da para comer y hay que buscarse otro trato. Continuó la niña:

—Míster Briand esta tarde desembarcó, y como era tanto el mar, dijo que no salía… Fue cuando escribió a la Madre Isabel. ¡Todos pensábamos que los fusiles aún estarían en la villa! Pero en el convento nos dijeron que era muy preciso convencer al capitán, y que viniésemos aquí con su última razón…

La vieja interrumpió:

—¡Saldrá, sí señor, saldrá!…

—¡Me lo ha prometido!

Y la niña, toda en rubor, apartó los ojos del caballero legitimista, mirando aquella rasgadura de mar verdoso y tormentoso que se alcanzaba desde el balcón. Disimuladamente se enjugó los ojos, y la madre le dijo acompañando las palabras con gestos muy expresivos:

—¡No tengas pena!… ¡Más negros temporales ha corrido, y salió con bien!… ¡Y no tenía por patrona a la Santísima Virgen del Carmelo!…

La niña lloró un momento, tapándose los ojos con el pañolito perfumado de estoraque, y luego, descubriéndolos, miró al Marqués de Bradomín:

—¡Saldrá, sí señor, saldrá!… La Madre Isabel nos ha dicho que todo estaba perdido de no hacerse hoy a la mar… ¡Saldrá, señor, saldrá! ¡Si le dije que nunca más lo miraría, como no lo hiciese!…

Calló, ahogándose y dominándose, mientras por las mejillas de la madre rodaban fáciles las lágrimas.

—A la vuelta de este viaje se casarán…

—¡Si la Virgen no nos desampara!

—Quiérense desde hace muchos años. Mi hija trabajó tanto, que le hizo bautizar, y, de no ser así, nunca casaran. ¡Fue una gran ceremonia que dispuso en el convento la Señora Abadesa!

Otra vez la niña, recatada y modesta, tocó en el brazo de la madre, murmurando:

—No cansemos, madrecita. ¡Vámonos!

Se despidieron, y el viejo dandy las acompañó como a dos princesas. Con la cabeza descubierta, bajó la gran escalera.

La Guerra Carlista
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