Capítulo II

Han encendido fuego en la gran sala del palacio, y allí, al toque de las ánimas, le sirven la colación al viejo dandy. El mayordomo, que había ido a esperarle con las mulas, viene a entretenerle con historias sin interés. Después llegan dos clérigos, canónigos de la Colegiata. Los dos habían recibido recado del caballero, que traía para ellos órdenes del Cuartel Real. Ninguno le conocía, porque eran veinte años los que llevaba ausente el famoso Marqués. Todo entre ellos fue política de cortesanías, hasta que, levantados los manteles, salió el mayordomo, y el caballero cerró con noble empaque las cuatro puertas de la sala. Los canónigos cambiaron una mirada, y el viejo dandy, avanzando hacia el centro de la estancia, exclamó:

—¡Saludémonos, como cruzados de la Causa!

Estas palabras bastaron para que los clérigos se emocionasen. Las habían oído otras muchas veces, ellos mismos solían repetirlas, y sólo entonces, pronunciadas por aquel anciano caballero que volvía de la guerra con un brazo de menos, las sintieron resonar dentro del alma como palabras de oración. Tenían un sentido religioso y combatiente, un rebato de somatén, en el silencio de aquella sala y en los labios de aquel prócer que volvía después de veinte años. Uno de los canónigos dijo con grave dignidad:

—Como sacerdotes, somos cruzados de la milicia cristiana, y el rey legítimo defiende la causa de Dios.

El otro tonsurado asentía moviendo la cabeza y entornando los ojos: Sólo era canónigo, y por timidez dejaba la palabra a su compañero que era Maestre-Escuela. Después, como todos callasen, murmuró con una llama de amor en los ojos y la voz enajenada:

—¡Cruzados cual aquellos que iban a redimir el Santo Sepulcro!

El Maestre-Escuela, como era mucho más soldado que contemplativo, interrogó:

—¿Qué tal marcharon los asuntos de la guerra, Señor Marqués?

El Marqués de Bradomín meditó un momento, con los ojos distraídos sobre las llamas que se retorcían bajo la gran campana de la chimenea. Al responder mostraba una sonrisa triste:

—Los asuntos de la guerra están inciertos, Señor Maestre-Escuela. Sobran soldados y falta dinero.

El otro canónigo murmuró:

—¡Tenemos corazones, porque esos los da Dios!

El Maestre-Escuela hacía pliegues al manteo, con el ceño adusto:

—¿Y no habrá algún judío que nos preste? Sin oro no hay fusiles y sin fusiles no hay soldados… Es fuerza buscarlo y encontrarlo.

El caballero legitimista repuso casi sin esperanza:

—Por la Junta de Santiago, ustedes conocen el motivo de mi viaje. Es preciso que los leales nos sacrifiquemos, y para dar ejemplo, yo comenzaré vendiendo este palacio y las rentas de mis tres mayorazgos. Todo lo que tengo en esta tierra.

Los dos canónigos se entusiasmaron, y aquel de los ojos místicos e ingenuos juntó las manos con fervor:

—¡Resucitan las antiguas virtudes cristianas en estos tiempos de persecuciones contra la Iglesia de Dios!

El Maestre-Escuela comentó con espíritu menos beato:

—¡Quien heredó grandeza, grandeza muestra!… ¡Y es ascendencia de reyes la de nuestro querido Marqués!

El viejo dandy repuso con una sonrisa de amable ironía:

—De reyes y de papas… En lo antiguo, mi familia tuvo enlace con la del cardenal Rodrigo de Borgia.

El Maestre-Escuela afirmó con un dejo militar:

—El papa español Alejandro VI.

Y murmuró el otro canónigo:

—¡Ya no hay papas españoles! En estos momentos un papa español podría decidir el triunfo de la Causa…

Tornó a sonreír el caballero legitimista:

—Sobre todo si era pariente mío.

El Maestre-Escuela, poniéndose una mano sobre la boca, tosió discretamente. Después recogióse los manteos hasta lucir los zapatos con hebillas de plata, y habló en tono de sermón, accionando solamente con la mano derecha, una mano blanca y un poco gruesa, que parecía reclamar la pastoral amatista:

—Por el triunfo de la Religión, de la Patria y del Rey, haremos cuanto sea dable. Creo interpretar en este momento el sentir de todo el Cabildo de Nuestra Santa Iglesia Colegiata. Haremos por la fe, aquello que hemos visto hacer por el infierno al impío Mendizábal. Nuestra Iglesia, afortunadamente, aún es rica en plata y en joyas, tesoros que fueron ocultos cuando los bárbaros decretos del Gobierno de Isabel. Hay mucha más riqueza de metales finos y de pedrería que riqueza artística. Con ella, y con nuestros bienes personales, acudiremos a sostener la guerra. Pero no seremos vandálicos, como lo fueron al despojarnos los sicarios de Mendizábal. ¡Pronunciemos el nombre sin adjetivos, porque en sus letras lleva todos los estigmas! Las joyas artísticas serán respetadas, y de esta suerte reservaremos toda entera, para aquel nombre infausto, la triste gloria de haber sido un nuevo Atila.

Y el canónigo de los ojos místicos aseguró:

—Así debía ser llamado, si no le reclamase el nombre de Anticristo.

El Maestre-Escuela, después de oírle, cruzó las manos con esa gravedad señoril y modesta de algunos eclesiásticos, y al hablar de nuevo lo hizo sin tono de sermón:

—Por mis aficiones, y un poco también por mis estudios, me siento inclinado hacia las cosas de arte… Creo continuar así la tradición de la Iglesia… ¡Los más grandes artistas tuvieron a los papas por mecenas! Julio II fue protector de Rafael de Urbino, como lo fue Alejandro VI del Pinturichio, y Paulo IV de Tiziano Vecellio. Las riquezas artísticas de nuestra Colegiata me son bien conocidas, y de todas tengo escrita una compendiosa historia: Son donaciones de obispos y de piadosos caballeros, algunas, ofrendas de reyes… La iglesia es muy antigua, data su fundación de una bula del papa Inocencio II. El primitivo claustro románico se conserva purísimo, y el resto no ha sufrido grandes restauraciones. Como tantas iglesias gallegas, data del arzobispado de Gelmírez. Pertenece al mismo momento que el Real Monasterio de András. ¡Esa joya, convertida en cuartel por los vándalos isabelinos!

Después, los dos canónigos y el caballero legitimista acordaron verse al día siguiente en la Sala Capitular. Urgía que los soldados de la Causa tuviesen pronto fusiles.

La Guerra Carlista
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