Capítulo XXIII
Doña Serafina y una maritornes se fueron por la escalera, sosteniendo en vilo el cuerpo de Agila. Y los hombres, con una burla grave en los ojos, parecían desdeñarlo mientras lo miraban. A poco de subir, bajó Doña Serafina muy compadecida, y uno de los hijos le tomó de la mano el farol que traía:
—No apague madre.
—¿Está por acomodar el ganado?
—Ahora vamos a ello.
Desaparecieron algunos lobeznos por el arco negro que había en el fondo de la cocina, y la dueña murmuró, sentándose en el banco al lado del marido:
—¡Mucho le hiciste beber, pecador!
Y le acariciaba el hombro con su mano menuda y arrugada. El lobo cano ríe muy socarrón, mascando una cuerda de tabaco, y bajo los ojos ensangrentados, dos bolsas se le inflan y desinflan. Aún le dura la risa cuando vuelve el hijo mayor:
—¿Está seguro el alojado?
La madre se levanta:
—Para toda la noche.
El mozo habla quedo, y la madre responde en el mismo son. Pero el hijo insiste, mirando en redor:
—Pásele usted el cerrojo a la puerta de la escalera, señora.
Don Diego clava en el primogénito sus ojos autoritarios y carniceros:
—¿Qué hay, muchacho?
—Que parió el heno, padre.
—¿Y qué ha parido el heno?
—Tres partidarios de los que andaban con Miquelo.
La maritornes, acurrucada cerca del fuego, deja de roer un mendrugo de la cena, muy atenta a la cara de los amos, y la dueña le manda que ponga el cerrojo a la puerta de la escalera. Y va explicando el hijo:
—Cuando entramos, estaban los tres enterrados en el heno, bien cubiertos… Uno se descubrió, y luego los otros fueron asomando las cabezas. Cuentan haber pasado el río nadando, y que mataron a un centinela…
Estaba el lobo viejo sentado en el banco y muy atento a las palabras que decía el hijo:
—¿Y no dicen dónde está Miquelo?
—¡Sí dicen! ¡Sí dicen!
Y en la voz recatada del mancebo había un asombro. Exclamó la madre adivinando:
—¿Sale cierto lo que contaba el pastor?
El hijo afirmó:
—¡Todo cierto, madre!
Le temblaron las manos al viejo, que se puso entre el primogénito y la dueña. Tenía un aspecto horrible, con la boca apretada hasta sumirse los labios entre las arrugas, con los párpados encarnizados y lacrimosos:
—¡Santa Cruz le hizo traición!
Repuso el hijo ahogando la violencia de la voz:
—¡Tal como lo declaró el pastor!
Suspiraba Doña Serafina:
—¡Ved cómo no estaba loco Ciro Cernín! ¡Ay, mi alma me lo daba, Divino Señor!
Interrogó el hijo, apremiante, sin que su voz perdiese aquella oscuridad de asombro:
—¿Qué hacemos, padre?
Los brazos del gigante tocaron la ahumada techumbre de la cocina:
—¡Qué hacemos! Mozo, sólo una cosa puede hacerse. Tú la sabes como yo, y como tu madre.
Murmuró resabida la dueña, hundiendo la barbeta en el cuello del casabe:
—Sólo una cosa, mi hijo, sola una, es bien entendido… Solamente una, o sea aquella que manda Dios.
Dijo entonces el viejo lobo:
—Serafina, cubre el fuego. Hijo, coge la bota. Vamos al establo, que es paraje más apartado para hablar en secreto.
Con las manos trémulas, cubrió el fuego Doña Serafina. A la zagala y a la vieja que intentaron ayudarla, les ordenó que subiesen al piso alto y velasen en la escalera, atentas a la puerta de la sala donde dormía el nieto de la Marquesa de Redín.