Madrid y la consagración literaria

Los primeros años madrileños marcan la consolidación de la personalidad humana y artística de Valle-Inclán. Los datos biográficos disponibles son escasos. Distintos testimonios concuerdan en señalar las dificultades económicas en las que vivía envuelto (no obstante, datos del Diario de Pontevedra del 23 de marzo de 1895 desmienten esa supuesta precariedad, al indicar que se trasladó a Madrid provisto un puesto vinculado a la Dirección General de Instrucción Pública, que le proporcionaba un sueldo de 2000 ptas. Vid. Alberca, 2008: 25) y también subrayan su llamativo aspecto —que había empezado a pergeñar en Pontevedra— con sombrero de copa alta, larga melena y puntiaguda barba negra, que le valió el calificativo barojiano de «merovingia», tal como captan su fisonomía sus primeros caricaturistas.

En estas fechas Valle-Inclán comparte tertulia en redacciones de periódicos y en cafés madrileños. Sienta primero sus reales en el Inglés y en el Café de Madrid, a los que siguieron la Horchatería de Candelas, el de la Montaña y El Colonial. Con él se reúnen, entre otros, Manuel Bueno, Joaquín Dicenta, Ricardo Fuente, Benavente y Palomero, quien lo había presentado a finales de 1895 en la tertulia que Ruiz Contreras reunía en su casa. Así lo recordaba Baroja en La Pluma (1923): En una mesa cercana a la mía vi a un joven barbudo, melenudo, moreno, flaco hasta la momificación. Vestía de negro y se cubría con chambergo de felpa gris, de alta copa cónica y grandes alas… En el Café de Madrid, a escritores y periodistas se sumaban artistas plásticos, presencia que en adelante será una constante de estas reuniones. Era la nueva generación de escritores españoles, que emergía con inequívoca vocación rupturista.

Paralelamente, Valle acude a las tertulias teatrales del Princesa y desde 1903 a la que el matrimonio Guerrero y Díaz de Mendoza alentaba en el saloncillo del Español. En estos años, los más fecundos en intercambios, trasiegos y rivalidades, el Nuevo Café de Levante se alza como uno de los lugares de encuentro más importantes del Madrid de principios de siglo, escaparate de toda una generación, cuya tertulia —cátedra la llamó Cansinos Asséns— lideró Valle-Inclán desde 1903 y hasta 1916, fecha en que se disuelve por la división del grupo entre germanófilos y aliadófilos. La nómina incluye a los llamados noventayochos y modernistas al completo, muchos de ellos partícipes de las anteriores (Anselmo Miguel Nieto, Arteta, Azorín, Pío y Ricardo Baroja, Bargiela, Bueno, Ciro Bayo, Corpus Barga, Juan de Echevarría, Gutiérrez Solana, Julio Antonio, los Machado, Victorio Macho, Ricardo Marín, Mir, Moya del Pino, Palomero, Penagos, Rusiñol, Regoyos, Romero de Torres, Rubén Darío, Sawa, Urbano, Vivanco, Francisco Vighi, Zuloaga, los hermanos Zubiaurre…). Sus nombres hablan por sí mismos del signo interartístico de este cenáculo. Los unía en los albores del siglo XX la búsqueda de la renovación de los lenguajes artísticos y la subversión de los códigos establecidos, que identificaban con la escuela realista. Exposiciones, redacciones de periódicos y revistas, iniciativas editoriales —efímeras casi siempre— constituyeron vehículos de difusión de sus propias propuestas estéticas, al igual que centros de discusión de temas de actualidad: Germinal, Gente nueva, Vida Literaria, Helios, Vida nueva… eran revistas donde todos ellos estamparon su firma.

Valle dejó buena muestra de su pasión por la pintura y de sus notables conocimientos en el ámbito de las artes en entrevistas, conferencias y artículos, publicados en El Mundo (1908) y Nuevo Mundo (1912), con motivo de las exposiciones nacionales de esos mismos años. Sus preferencias pictóricas abarcan, a tenor de sus declaraciones, desde los primitivos italianos a Goya, pasando por Boticelli, Rafael, El Greco o Velázquez, sin excluir a sus contemporáneos. Su reivindicación de los prerrafaelitas (Dante Gabriel Rossetti, William Holman Hunt, J. E. Millais, Burne-Jones, etc.), deudores de las teorías de John Ruskin, despertó el interés entre sus amigos pintores de la tertulia del Nuevo Café de Levante. Esta pasión de Valle por la pintura remonta a su juventud —cursó la disciplina de «Dibujo, Adorno y Pintura» en la compostelana Escuela de Artes y Oficios—, y queda patente en su amistad con diversos artistas plásticos, que colaboraron en el diseño e ilustración de sus obras (Moya del Pino, Vivanco, Romero de Torres, Anselmo Miguel Nieto, etc.), y en actividades o cargos vinculados al mundo del arte: fue profesor de Estética en la madrileña Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado; ocupó el cargo de Conservador del Patrimonio Artístico Nacional y Director del Museo de Aranjuez; y dirigió la Academia de Bellas Artes de Roma entre 1933 y 1936. Precisamente recién elegido Director de aquella institución declaraba a El Sol (10 de marzo de 1933): He vivido siempre rodeado de artistas plásticos, más que de escritores, en la antigua tertulia del café de Levante, y ahora me propongo proseguir esa convivencia, reanudar aquellas charlas familiares, y de paso orientar a esos muchachos.

Si la tertulia del Nuevo Café de Levante ha sido unánimamente considerada crisol del modernismo artístico, la plática valleinclaniana se dejó oír en el Fornos desde 1905, tertulia que se solapaba con la Horchatería de Candelas y, desde 1907, con el café Nueva España. La figura del escritor, inexcusable en las tertulias matritenses, lo fue asimismo en otras que tuvieron su centro lejos de la capital, durante la intermitente estancia de Valle en Galicia. Desde 1919 otras tertulias fueron desplazando a las anteriores. La del Regina y, posteriormente, la Granja del Henar cobran particular relieve como reflejo del cambio, apreciable en el catálogo de nuevos nombres, que se opera en el panorama de la vida cultural contemporánea (Antonio Espina, Díaz Fernández, Arderíus, Lorca, Alberti, Altolaguirre, Concha Méndez, Neville, López Rubio y Chabás…), autores que recogen el testigo para marcar otros rumbos al arte y a la literatura.

En suma, estos pequeños círculos se caracterizaban en la época por la gran movilidad de sus participantes, lo que permitía frecuentes intercambios y un amplio abanico de relaciones personales. En estas reuniones se alardeaba de genio e ingenio y, a la par que se discutía sobre asuntos políticos candentes, protagonizaban episodios que respondían a un común y desmedido afán de escandalizar a la conservadora clase media, a un deseo también de singularidad propio de la bohemia modernista fin de siglo.

En cuanto a la biografía valleinclaniana, como contrapunto a la escasez de datos comprobables, el anecdotario de estos primeros años madrileños empieza a alcanzar proporciones de leyenda. Probablemente las anécdotas más disparatadas se relacionan con la manquedad de Valle-Inclán, que en realidad tuvo su origen en una disputa de café con el periodista Manuel Bueno. A resultas de la fractura causada en la muñeca izquierda por un malhadado bastonazo del periodista, el brazo se gangrenó y la amputación se hizo inevitable.

Corría el año de 1899, Valle había intentado la profesión de actor, que aquel desgraciado accidente cortó de raíz. Un año antes había escrito una carta a Galdós, expresándole su deseo de ser cómico. El 7 de noviembre representó un papel hecho a medida en la obra de Benavente, La comida de las fieras, en la que también intervino Josefina Blanco, con quien se casaría andando el tiempo. Poco antes de la amputación desempeñó otro papel en un adaptación de Alejandro Sawa de la novela de Daudet, Los reyes en el destierro.

El abandono forzoso de su incipiente carrera de intérprete no supuso la desvinculación de Valle-Inclán del teatro, una relación polifacética y turbulenta que, a mayores de su vertiente de actor, tuvo las de director, adaptador, asesor artístico y creador. En este último terreno sabemos que en 1896 un periódico anunció el estreno de una obra de Valle, escrita en colaboración con Camilo Bargiela, titulada Los molinos del Sarela. Nada más se ha sabido de este texto. Tres años después, en diciembre de 1899, se estrenó la primera pieza teatral del escritor, Cenizas, representada por el «Teatro Artístico», dirigido por Benavente, cuya recaudación se destinó a la adquisición de un brazo ortopédico para el autor. El grupo de amigos que protagonizó esta iniciativa costeó igualmente la edición de la obra, que Valle dedicó a Jacinto Benavente.

Esta experiencia como dramaturgo se interrumpe hasta 1906, en que Valle-Inclán vuelve a los escenarios. Pero durante esos años, pasados entre bastidores, siguió su actividad como narrador. Había publicado en 1897 un librito, de cuidada factura, titulado Epitalamio, del que confesó haber vendido sólo cuatro ejemplares. Las colaboraciones en la prensa seguirían siendo un medio, no sólo de hacerse un hueco en el mundo literario, sino imprescindible fuente de ingresos, que completaba recurriendo, por ejemplo, a las traducciones (Eça de Queiroz o A. Dumas), al igual que no descartó la novela de folletín, editada por «entregas», pagadas puntualmente por el editor. En 1900 Valle publicó por este sistema La Cara de Dios, una adaptación del drama de Arniches del mismo título, probablemente escrita en colaboración, que es un alarde del conocimiento de las técnicas propias de la novela popular.

Por lo que concierne a la prensa, son numerosos los periódicos y revista literarias en las que el escritor gallego estampa su firma: desde el monárquico ABC o el conservador El Mundo, hasta el liberal El Imparcial, el republicano El País o el carlista El Correo Español. Sus colaboraciones fueron preferentemente de tipo literario —crítica y creación—, a diferencia de quienes compartieron con él muchas iniciativas editoriales y preocupaciones artísticas, los llamados escritores del 98 y modernistas, cuya actividad periodística con frecuencia se adentraba en el terreno ideológico y político-social. Por otra parte, la permeabilidad y riqueza de aquellas redacciones, similar a las tertulias arriba mencionadas, desmiente la escolástica división en compartimentos estancos —incluso antitéticos—, en los que se ha querido encasillar a los escritores más jóvenes de aquella época: modernistas vs. noventayochos. Por el contrario, revistas como Germinal, Vida Nueva, Vida Literaria, Revista Nueva, Juventud, Helios, Alma Española son portavoces de las nuevas inquietudes estéticas, que los más jóvenes —desde Unamuno hasta Villaespesa pasando por Baroja, los Machado, Benavente o Azorín— representaban, siguiendo las huellas de Rubén Darío. Eran los Modernistas.

La Guerra Carlista
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