Capítulo VII
Algunos oficiales jugaban al dominó en el único café de la villa, y otros paseaban en la plaza, bajo los arcos del palacio de Redín. Era la plaza grande y silenciosa, con una iglesia y un parador. De tiempo en tiempo pasaba sobre el silencio el vuelo de las campanas. Un capitán de cazadores, pesado y corpulento, con la ceniza del cigarro esparcida por la barba, salió del café muy sofocado, abrochándose el capote, y se acercó a dos oficiales que discutían:
—¿Qué hay, caballeros? ¿Se sabe si vamos a dormir mucho tiempo en este maldito pueblo?
Alzó los hombros, muy desdeñoso, el más alto de los dos oficiales, un buen mozo que lucía sobre el dormán de los húsares la venera de Santiago:
—Eso nadie lo sabe. Dependerá de lo que hagan los carlistas. Lo de siempre… Ellos nos llevan y nos traen…
Interrumpió el otro oficial, que era alférez abanderado de Numancia:
—Yo creo que les atacaremos antes de mucho tiempo. ¿Usted qué opina, mi capitán?
—Que eso debió hacerse ayer. Hoy pueden ocurrir dos cosas…
El capitán se detuvo, tascando con rabia un cigarro apagado. Viéndole pensativo, el húsar santiaguista le interrogó con una sombra de burla:
—¿Dos cosas, o tres?
El capitán sacudióse la ceniza de la barba:
—Vosé… Estaba con otra duda… ¿Tú has visto barajar a ese teniente andaluz? Yo creo que las amarra.
El húsar rió alegremente:
—¡Habrá que pedirle lecciones! ¿De modo que te has dejado robar?
El capitán, siempre tascando el cigarro, golpeaba la piedra del yesquero con el eslabón:
—No me tengas lástima, niño. Ya hallaré el desquite… A los tramposos se les gana mejor en cuanto se les conoce la trampa.
El alférez abanderado cambió una mirada risueña con el húsar:
—Me parece que será tarde el desquite, mi capitán.
—Esta noche hallaré quien me preste. ¿Si es por eso?…
—No, no es por eso, mi capitán.
—Entonces, usted dirá, señor alférez.
—Ese teniente está destinado al Batallón de Alcolea.
Y afirmó el húsar:
—Esta tarde sale para Tolosa. Nosotros le hemos visto tomar bagaje, querido García.
El capitán los miró frunciendo el ceño:
—¿Estáis de broma?… ¡Bueno, pues que se lo lleve todo el demonio! Lo malo será que permanezcamos aquí hasta criar moho.
El alférez se impacientó:
—No, no es posible que dejemos de atacar al Cura. Hay confidencias de la gente que tiene… ¡Apenas cien hombres!
Oyéndole, el capitán movía la cabeza:
—No creo en los confidentes. Si han dicho cien hombres, serán mil. De atacarle, debió ser sobre la marcha.
El húsar le puso una mano sobre el hombro:
—Ya nos dijiste que ahora pueden ocurrir cinco cosas. Pero te has callado cuáles sean.
—Dos he dicho, niño. A mí con burlas, no. Una. que cuando lleguemos se lo haya tragado la tierra: Otra, que tenga noticia de nuestro movimiento, y nos sorprenda en el camino eligiendo el sitio bien atrincherado…
Interrumpió el alférez:
—Le atacaríamos, mi capitán.
—Y nos costaría muchas bajas… Para nada, porque al final se lo tragaría el monte.
El húsar sonrió cínicamente:
—Es posible que no le atacásemos… Después del paseo nos volveríamos acá cubiertos de gloria…
El capitán tiró el cigarro y lo pisó:
—¡Es posible! ¡Es posible!
Continuó el húsar en el mismo tono:
—Veo que conocemos la guerra. Cuando tú llegaste, discutía eso mismo con el alférez Alaminos. Atacaremos a los carlistas. Pero no será para vencerlos, sino para justificar una propuesta de recompensas.
Hablaba sin despecho, con un cinismo sonriente, orgulloso de poder decir aquellas audacias que el capitán, un veterano amargado y lleno de deudas, oía en silencio, manoseando la barba. Se cruzaron con dos coroneles que también mataban el tiempo paseando bajo los porches, y el alférez, porque le oyesen, levantó la voz, sacando el pecho con aire fanfarrón:
—El Duque de Ordax no debía hablar así, permíteme que te lo diga. Nuestro honor es el honor del Ejército…
El otro apenas hizo caso:
—¡Bah!… Palabras de arenga.
—Yo puedo asegurarte que no espero ninguna recompensa… Si la obtuviese, sería por haberla ganado.
El húsar le hincó los ojos que tenían una mirada clara y burlona:
—Yo, en cambio, la espero. La Duquesa de la Torre se lo ha prometido a mi madre.
—Insisto en que no debías hablar así. ¡Es un insulto que lanzas sobre todos nosotros!
El Duque de Ordax frunció las cejas un momento, y luego se echó a reír, entrándose al café lleno de oficiales. El capitán y el alférez se miraron. El abanderado con una interrogación muda, el otro sonriendo paternal:
—Acabaremos teniendo una cuestión. A mí no me imponen sus aires ducales. ¿Ha visto usted qué risa procaz? ¡Intolerable!
—No sea usted chaval, alférez Alaminos.