Capítulo VII
El Señor Ginero, después de la siesta, todas las tardes salía de su casa con la escopeta al hombro y un cestillo de mimbres en la mano. Andaba lentamente, arrastrando los pies, de reojo atisbaba al interior de las casas, donde veía los camastros sobre caballetes pintados de azul, y a las mujeres sentadas en el suelo haciendo red. A veces asomaba la cabeza por alguna puerta llena de humo, ese humo pobre de la pinocha, con olor de sardinas asadas:
—¿Lagarteira, está tu marido?
Respondía una voz dando gritos:
—¡Está en el mar!
Y salía una vieja con los ojos encendidos y las greñas sujetas por un pañuelo anaranjado. El Señor Ginero tosía:
—Que no se olvide de cumplir como es debido. No quisiera llevaros al juzgado…
La vieja hundía los dedos en las greñas, desdichándose:
—¡Son tan malos los tiempos!
El Señor Ginero contestaba huraño:
—Son malos para todos.
Y continuaba su paseo hacia una gran huerta que había comprado cuando la venta de los bienes conventuales. Estaba amurallada como una ciudadela, tenía una vieja y fragante pomareda de manzanas reinetas, y un palomar de piedra, con trazas de torreón, de donde volaban cientos de palomas. Desde hacía treinta años, todas las tardes iba a su huerta el Señor Ginero. Cerca del anochecer se tornaba a la casa con el cestillo cubierto por hojas de higuera, y lleno unas veces de fresones, otras de nísperos, otras de manzanas, según fuese en el buen tiempo de mayo, o en vísperas de San Juan, o cuando amenguan los días en octubre. También solía suceder que sobre la fruta soltasen el plumón algunos gorriones muertos de un escopetazo. Aquellos pájaros eran la cena del viejo ricachón, que, al sentirlos crujir bajo los dientes, gustaba el placer de devorar a un enemigo. La huerta estaba fuera de la villa, y en el muro negruzco, frente al sol poniente, tenía un gran portal encarnado que flanqueaban dos poyos donde solían descansar del paseo los canónigos y beneficiados de la Colegiata. El Señor Ginero, que era muy beato, se detenía siempre a saludarlos, pero aquella tarde llegó hasta levantar las hojas de higuera que cubrían el cestillo, y ofrecerles si querían merendar. Las voces graves y eclesiásticas se lo agradecieron con un murmullo. Había allí muchos manteos y sombreros de teja. Los canónigos acompañaban a su amigo el Marqués de Bradomín. El Señor Ginero extremaba su cortesía:
—¿El Excelentísimo Señor Marqués, tampoco quiere aceptar una ciruelita de las que llamamos aquí de manga de fraile? No las habrá tomado mejores por esas luengas tierras.
Era un viejo alto, seco, rasurado, con levitón color tabaco, y las orejas cubiertas por un gorro negro que asomaba bajo el sombrero de copa. Se despidió con grandes zalemas. Desde la mañana sabía la llegada del caballero legitimista, y quedara convenido con el mayordomo Pedro de Vermo.