Capítulo I
CABALLEROS en mulas y a su buen paso de andadura, iban dos hombres por aquel camino viejo que, atravesando el monte, remataba en Viana del Prior. A tiempo de anochecer entraban en la villa espoleando. Las mujerucas que salían del rosario, viéndoles cruzar el cementerio con tal prisa, los atisbaron curiosas sin poder reconocerlos, por ir encapuchados los jinetes con las corozas de juncos que usa la gente vaquera en el tiempo de lluvias, por toda aquella tierra antigua. Pasaron los jinetes con hueco estrépito sobre las sepulturas del atrio, y las mujerucas quedáronse murmurando apretujadas bajo el porche, ya negro a pesar del farol que alumbraba el nicho de un santo de piedra. Voces de viejas murmuraban bajo el misterio de los manteos:
—¡Son las caballerías del palacio!
—Esperaban, días hace, al señor mi Marqués. Viene para levantar una guerra por el rey Don Carlos.
—¡Y el sacristán de las monjas espareció!
—Bajo el Crucero de la Barca, dicen que hay soterrados cientos de fusiles.
—El sacristán no se fue solo, que con él se partieron cuatro mozos de la aldea de Bealo. A todos los andan persiguiendo.
—No quedará quien labre las tierras. Aquellos mozos que no van a la guerra por la su fe, luego se van por la fuerza a servir en los batallones del otro rey.
—¡Nunca tal se vio como agora! ¡Dos reyes en las Españas!
—¡Como en tiempo de moros!
—Bárbara la Roja, que tiene el marido contrabandista, va diciendo por ahí que el sacristán dejóse ver con una partida en la raya de Portugal.
—¡Santo fuerte, si lo cogen lo afusilan!
—¡Afusilado murió su padre!
—¡No hay plaga más temerosa que la guerra que se hacen los reyes!
—¡Las Españas son grandes, y podían hacer partición de buena conformidad!
—Son reyes de distinta ley. Uno, buen cristiano, que anda en la campaña y se sienta a comer el pan con sus soldados: El otro, como moro, con más de cien mujeres, nunca pone el pie fuera de su gran palacio de la Castilla.
Amenguaba la lluvia, y las viejas dejaron el abrigo del porche, encorvadas bajo los manteos, chocleando los zuecos. Se dispersaron, y algunas pudieron ver que estaban iluminadas las grandes salas del Palacio de Bradomín. El Marqués acababa de descabalgar ante la puerta que aún conservaba, partidas en dos pedazos, las cadenas del derecho de asilo. El caballero legitimista venía enfermo, a convalecerse en aquel retiro de una herida alcanzada en la guerra.