Capítulo XXIII

Las monjas durmieron en el sobrado, las dos en una cama con sábanas de hilo casero, bien espliegadas, y jergón de maíz hopado y esponjado como el pan de fiesta al salir del horno. Durmieron vestidas y con gran zozobra, oyendo abajo el ronquido de los alojados, y el andar receloso de los caseros, toda la noche alerta, rondando por los establos y a la redonda del huerto. Los alojados del caserío eran cuatro ampurdaneses que hablaban un catalán violento, de rudeza visigoda. El ama les había dado leña, sal y un caldero para que pudiesen hacer su rancho en un rincón del hogar. Pasaron la prima noche jugando a las cartas, y luego se tumbaron a dormir en la cocina. El amo viejo los miraba como a bárbaros. Para aquel aldeano que aún regía su casa por usanzas patriarcales, el extranjero había hablado siempre en el austero rezo de Castilla. Oía a los ampurdaneses con una sonrisa maliciosa, acariciando la tabaquera, y ponía igualdad entre la zalagarda de los canes y aquel tosco vocear agresivo y sanguíneo, que desgarraba las bocas y violentaba los gestos. No salió de la cocina hasta que los vio dormidos: Entonces fue al establo para la ordeña, y allí se le juntaron la nuera y Josepa la de Arguiña. Hablaron los tres con gran sigilo. El viejo:

—No me acostaré en toda la noche.

Ugena, la nuera:

—¡Ay, qué perdición nos vino con el tal Roquito Roque!

Josepa la de Arguiña:

—¡Pues si está seguro!

El amo viejo comienza la ordeña arrodillado sobre los granciones que cubren el suelo del establo. Tiene la grave serenidad de un patriarca:

—¡Seguro!… Si un ángel lo cubre con sus alas, estará seguro…

Lamentó Ugena:

—¡Si lo descubren nos afusilan a todos juntos!

El amo viejo movía la cabeza:

—Dios, que nos da la vida, nos manda por igual, la muerte. Pero podría acontecer que sólo a mí afusilasen, mirando a que soy el amo, y donde hay amo, no manda criado… Pues entonces con vosotras las mujeres no tocarían.

Susurró la Josepa:

—¿Adónde está escondido…?

Ugena agachó la cara contra el hombro de la mendiga:

—Pues en la chimenea está.

El amo sonrió al recuerdo:

—¡Cómo trepaba, tú!

Comentó la nuera, con la voz llena de sombra:

—¡Parecía el trasgo cabrón!

Y saltó la mendiga:

—¡Ay, qué comparanza trae el ama Ugena!

Las dos mujeres se santiguaron, y el viejo se levantó despacio para ir a la cocina. Estuvo un momento en la puerta, y luego se llegó al hogar. Acurrucado sobre la piedra, fingía calentarse en el rescoldo, y ponía en alto los ojos para escudriñar la negrura de la chimenea. Los soldados seguían dormidos, brillaban en un rincón los fusiles, y los ojos del gato acechaban entre la ceniza. El viejo volvió a salir con la misma cautela que había entrado momentos antes, y halló que las mujeres ya no estaban en el umbral del establo. Arrecidas de frío, recogiéranse al calor de las ovejas, y hablaban a media voz, sentadas sobre las rodillas. El viejo entró, y ellas se encogieron más al interrogarle. Dijo la nuera:

—¿Sigue en la chimenea?

—Nada pude ver.

Se removió la mendiga con un estremecimiento:

—Bien pudiera haber salido al tejado.

Habló con pausa doctoral el amo viejo, al mismo tiempo que rascaba el testuz de una oveja despabilada:

—De todos los lados del camino lo descubrirían, tú.

Quedaron los tres en silencio, y al cabo, como si despertase de un sueño, dijo suspirando la nuera:

—Pues si quisiera salir al tejado, tampoco acertaría. Pedrín Domingo, Dios me lo guarde, puso en lo alto una reja de fierro para los ladrones. ¿No acuerda, señor?

El viejo afirmó, moviendo en el aire la misma mano con que acariciaba el testuz de la oveja. Volvieron a quedar en silencio. Las mujeres se adormilaban cabeceando, y de pronto, llenas de sobresalto, abrían los ojos. Una vez, porque lloraban los niños que dormían en el pesebre bajo unas jalmas; otra vez, porque cantaba un gallo; otra, porque batía una puerta sin sujetadero. Se despertaron juntas, oyendo las campanas de la madrugada: Salieron al huerto, y para disimular su zozobra, mientras se lavaban en el pozo, se pusieron a cantar. Estando en esto, vieron al viejo que, muy demudado, avanzaba por debajo de la parra:

—¡Apenas salís del sueño, ya estáis con el cantolari!

Las mujeres callaron y se pusieron a sacudir en el aire las manos mojadas de agua: Susurraron a una voz:

—¡Ay, nos diga qué pasa, tío Tibal!

—¡Esos negros han encendido una gran hoguera!… Pues abrasan vivo al sacristanico.

Las mujeres, con los ojos llenos de susto, miraron el humo que volaba sobre el tejado. La de Arguiña se dejó caer al pie del brocal, rascándose la greña al mismo tiempo que hablaba lastimera:

—¡Querías el martirio como los santos, pues ya lo tienes, borrachón!

Ugena se acercó al viejo:

—Escape usted al monte, güelo. El sacristanico comenzará a dar voces cuando el cuerpo le escalde, y todo se declarará… A usted si lo cogen, lo afusilan. Vayase al monte, güelo, vayase al monte.

Y le empujaba varonil y entera. El viejo parecía acobardado:

—¡Ya se verá! ¡Que ya se verá!… Pues si el sacristanico habría gateado a lo alto, el fuego no arriba tan cimero…

La nuera seguía empujándole:

—Escape usted al monte, güelo:

—¿No alcanzas que lo pagarán contigo, hija?

—Yo le culparé a usted muy bien culpado… ¡Que si haré!…

Suspiró la Josepa:

—¡Dios vaya con él!

Y Ugena, el ama joven:

—¡Roquito, Roque, qué mala ventura nos trujiste!

Con esto entraron a la cocina, que estaba llena de humo. Ateridos de la noche, los soldados habían echado al hogar un haz de tojo dispuesto para la cocedura del sábado. Viendo aquella gran llamarada, las dos mujeres se dijeron con los ojos su terror.

La Guerra Carlista
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