Capítulo II
El Cura había esparcido sus confidentes por toda la serranía, enviando cartas, recados y encarecimientos a Don Pedro Mendía, al Sangrador, al Manco y a Miquelo Egoscué: Cuatro capitanes de partida que también hacían la guerra por su cuenta y ventura. Santa Cruz en sus cartas les decía que se le juntasen para caer en una sorpresa nocturna sobre los batallones republicanos que habían ocupado Otaín. Pero Don Pedro Mendía, que era un viejo receloso y adusto, mandó, como respuesta, dar de palos al emisario. El Sangrador y el Manco ofrecieron ir. Pero más tarde, puestos de acuerdo, también entraron en sospecha y se internaron por la sierra. Solamente acudió al llamamiento Miquelo Egoscué. Era galán de mucho brío, y gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un Cantar de Gesta. Las mujeres de los caseríos, cuando hacían corro en las cocinas para desgranar el maíz, contaban y loaban las proezas de aquel hombre. Y las abuelas, entonces, parecían enamoradas, y las mocetas suspiraban, contemplando la hoguera toda en lenguas de oro y de temblor. Egoscué se hallaba dormido en la borda de un cabrero, cuando llegó la carta del Cura Santa Cruz. El pastor, un mancebo rubio que tenía sobre los ojos como la niebla de un ensueño, le movió blandamente para despertarle:
—¡Amo! ¡Amo Miquelo!
El capitán, aún medio dormido, interrogó sin sobresalto:
—¿Qué sucede?
—Vienen con una carta.
—¿De quién?
—Diz que del Cura.
Egoscué, completamente espabilado, se incorporó sobre las pieles y los helechos que mullían su camastro:
—¡Del Cura Santa Cruz! No pensaba que se acordaría de mí el Señor Don Manuel… ¿Y quién trae la carta?
—Son ellos dos… Pareja de hombre y mujer.
—¿Adónde están?
—Afuera, que afuera los dejé.
—Pues no los tengas más a la intemperie.
Salió el pastor, y el capitán, para recibir a los dos emisarios, fue a sentarse cerca del fuego, en una silla baja que tenía el asiento de correas entretejidas. Volvió a poco el pastor:
—No quisieron entrar, pues habían priesa, y dejaron el papel, y con la misma se caminaron.
Miquelo Egoscué recibió la carta, y dándole vueltas sin abrirla, interrogó al cabrero:
—¿Conoces tú a esa gente?
—La mujer estuvo casada con Tomi de Arguiña. En tocante al hombre, no es nativo de acá. Pero otras veces lo tengo visto.
—¿Le conozco yo?
—Pues y quién sabe. Va de tiempo hace con los mutiles del Cura. Muestra mucha religión, y es allí en la partida quien guía el santo rosario.
Mientras hablaba el cabrero, el capitán pasaba los ojos por las letras del Cura: Al terminar se enderezó, mirando por el ventano hacia los montes.
—Parece ser que Santa Cruz quiere juntarse conmigo.
El pastor le miró con los ojos llenos de niebla:
—¿Y qué harás tú, amo Miquelo?
—Ir allá.
—No vayas, amo.
—¿Qué mal hay? Si luego no conviene, rifamos. Pero es bueno saber lo que va buscando el amigo.
—Lo que busca el lobo. Amo Miquelo, no hay que abrirle la majada cuando la ronda, por el aquel de averiguarle la intención. De antaño sabemos que baja del monte por comerse las ovejas.
El capitán sonrió con arrogancia:
—¡Yo he sido cazador de lobos!
Se asomó a la puerta con la escopeta al hombro, miró al cielo, y se volvió al interior de la borda:
—Mete un queso en el morral, y dame mi canana. Quiero llegarme al cuartel de mis mocetes.
—Yo iré contigo, amo Miquelo.
—¿Y tus cabras?
—Para siete que me quedan, nos las llevaremos y nos las comeremos.
Salió, juntó las cabras, silbó al perro, volvióse a entrar para recoger el cayado, y sin cerrar la puerta de su borda, echó por delante del capitán hacia las lejanas cimas de Astigar. Todo estaba blanco, y temblaba a lo lejos una luz cimera, de oro pálido. Ya no caía la nieve, y un aire frío volaba en silencio sobre los campos y los caminos.