Capítulo XIV

Agila, muy despacio, llegó hasta la puerta, y pegando los hombros, se escurrió. Anduvo por los anchos y vacíos aposentos, misteriosos y olorosos como cajas de sándalo llenas de secretos. Perdido en ellos, sin oír voz ni rumor, le parecía que eran sus pasos grandes y resonantes. Al verle de lejos hacía su reverencia el mayordomo, que daba cuerda a un reloj. Agila pasa, y al desaparecer por otra puerta, siente en la espalda la sensación magnética de unos ojos que miran fijos. Por un salón reflejado en el fondo de un espejo, viene una vieja muy encorvada. Agila sonríe pensando que aquella vieja tan menuda, presa en el cristal, quiere salir para bailar sobre la consola dorada, entre los daguerrotipos. Pero de pronto, la vieja huye del espejo y entra por una puerta. Anda menudamente, y sobre el halda negra, las manos son amarillas. Salen de unos puños muy apretados. En una mano trae el bolsón de la calceta, y en la otra una alcuza de aceite. La sombra de la vieja es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto. Agila se acuerda de la Rosalba… ¡Tía Rosalba, que vivía en un desván del palacio y salía siempre al trasluz! ¡Tía Rosalba, hermana de la abuela, hija de una criada y del bisabuelo! Después recordó de niño, cuando había tenido fiebres y aquella vieja menuda estaba a la cabecera de día y de noche. Y recordó la convalecencia a su lado en el desván, jugando con un yesquero de oro, que había pertenecido al bisabuelo:

—¡Eres tú, Marquesito!

—¿Cómo va, tía Rosalba?

—¿Y cómo quieres que vaya? ¿Y cómo quieres que vaya?… Ya sé tus historias, y que has salido un perdido. ¿A quién te pareces, hijo? ¿Aún no has visto a mi hermana Paquita?

—No, señora.

—Pues eso no está bien.

Agila mostró una gran humildad:

—Tengo miedo, tía Rosalba.

—¡Miedo! En los años que cuento, poco oí decir de cobardes, Marquesito.

—Soy muy culpable con toda la familia, tía.

Agila se pasaba la mano por la frente de terso marfil, donde las cejas parecían dos arcos de oro. La vieja tosió levemente:

—Tía Rosalba es un parche mal pegado en la familia, y nadie la oye. Pero desde que contaron aquí tus historias, tuviste mi absolución, y dije que la culpa era toda de tu padre.

Suspiró Agila:

—¡Es usted muy buena, tía Rosalba!

—No, hijo, no. Soy muy vieja, y las viejas tenemos que ser alcahuetas de los jóvenes. Cuéntame qué has hecho para merecer tanto rigor, criatura. ¿Saltar por la ventana e irte de mozas? ¡Vaya un pecado grande!… ¡Mira qué cosa, nunca pude soportar a tu padre! Reconozco que es un gran señor, pero tiene por alma un fierro de estoque… Es una prevención de toda la vida. Ahora tu padre dice que soy una bruja. Antes, cuando era pretendiente de tu madre, no decía eso, y me hacía sus regalitos, y me llamaba tía Rosalba… ¡Pues hijo, a mí siempre me pareció lo mismo!… Vaya, ven conmigo y le pedirás perdón a mi hermana Paquita.

A todo esto, la vieja le ofrecía el bolsón de su calceta para que se lo llevase, como cuando era niño. Agila se puso a su lado, con una risa de burla en los ojos verdes e infantiles. Salieron a la antesala, y dijo la tía tocando el brazo del muchacho, al mismo tiempo que sacaba la alcuza bajo el borde pringado de la mantilla:

—Antes nos llegaremos al Cristo del Gran Poder. Tengo que alumbrarle.

El Cristo del Gran Poder era una imagen antigua que había en una calle estrecha, cerca del palacio. La devoción de la vieja movió en el alma de Agila un despecho egoísta y frío. Hubiera querido que le llevase derechamente al lado de la abuela. Comenzaron a bajar la escalera en silencio. Agila miraba a la vieja y sentía la tentación de empujarla para que rodase. Era un pensamiento que le salía a los ojos, un deseo pueril y bárbaro de niño cruel. Le atraía la escalera larga, toda de piedra, un poco oscura, con el claro de la puerta abierto sobre el vasto zaguán, allá en lo hondo. Se quedó un poco atrás y empujó a la tía Rosalba. Al mismo tiempo sentía un gran frío en las mejillas y oprimido el corazón. Rodó la vieja con ruido mortecino, y a su lado la alcuza iba saltando hueca, metálica y clueca.

La Guerra Carlista
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