Capítulo IV

Entraron en la cocina dos mendigos, hombre y mujer. Venían disputando. La mujer, con la basquina echada por la cabeza, daba el pecho a un niño amoratado de frío. El hombre entró delante, corriendo como un gamo, aun cuando traía la pierna derecha, desde el muslo al tobillo, envuelta en trapos húmedos y sórdidos. El ventero se volvió y les hizo un gesto que suponía acuerdo entre ellos. Los otros callaron, y con los ojos bajos, alzando los hombros y estremeciéndose, se acercaron al fuego. La vieja del carro y la muchacha los miraban de soslayo, sin interrumpir el rezo. Sentados cerca del hogar los dos mendigos parecían montones de guiñapos, y al calor del fuego exhalaban un vaho de miseria. El hombre tenía los ojos fijos sobre Cara de Plata. En voz baja dijo al oído de la mujer:

—¡Paréceme un caballero de mi tierra!

—¡Calla, borrachón!

—¡No seas loba!

—¡Borrachón!

—¿Será engaño del enemigo malo?

El mendigo, con las manos cruzadas bajo la barba inculta y borrascosa, siguió mirando a Cara de Plata. La mujer metióse el pecho en el justillo:

—¡Borrachón!

Dio al compañero una puñada en el hombro para advertirle, y poniéndole en los brazos el crío, se dispuso a remendarse la basquina, canturreando. El hombre insistió:

—¡Vaites! ¡Vaites!… ¡Como que lo es!… ¡Vaites! ¡Vaites!… Un caballero de mi tierra.

La mujer le miró, quedando un momento con la aguja levantada en el aire:

—¡Tu tierra! ¿Dónde es tu tierra? ¡Algún presidio, borrachón!

El crío empezó a berrear, y el mendigo trató en vano de acallarle:

—¡Tiene hambre!

—También yo la tengo.

—¡Bien harías dándole otra teta!

—¡Calla, borrachón! Lo que tiene el hijo de mi alma es un dolor. Si estos señores caritativos podrían darnos una gota de anisado, veríaislo todos callar.

La vieja murmuró, pasando las cuentas del rosario:

—No tenemos.

Y la muchacha tomó en brazos al niño:

—¡Qué pálido está!

La mendiga murmuró:

—Es condición. Siete tuve, y todos tenían la misma color.

Preguntó la vieja:

—¿Le viven todos?

—No me vive ninguno, sino éste.

—Dios se lo conserve.

Y repuso el hombre, mirando las lenguas de la llama:

—¡Para pasar trabajos!

—¡Porque no eres su padre, borrachón!

El hombre repuso con el mismo tono meditabundo:

—¡Para el cuitado, como si lo fuese!

La vieja interrogó:

—¿No es su padre?

Y gimoteó la mendiga:

—No, señora. El padre murió afusilado por los negros.

Y afirmó el mendigo:

—¡Un hombre de provecho!

La mujer volvió a canturrear mientras examinaba al trasluz los rotos de la basquina:

—¡Ay, que conia!… No puede irse por caminos con una buena prenda. ¡Tres días que una guapa señora me la dio en Irache! ¡Era seda rica, de la que hace resol!

La vieja quiso inquirir:

—¿Entonces, vienen de muy lejos, hermanos?

La mendiga tardó un momento en responder, ocupada en quebrar con los dientes la hebra que enhebraba:

—¡Ay, que rajo de Dios! Pues venimos de Irache. El hombre, después de santiguarse, murmuró tímidamente:

—¡No jures, Josepa!

—¡Calla, borrachón!

—¡Que tal me digas, cuando no lo cato!

Se volvió hacia el fuego para atarse los trapos de la pierna, y con los ojos en la llama empezó a rezar, moviendo todo el busto atrás y adelante:

—¡Divino Señor, danos los tesoros de tu paciencia para sobrellevar las penas y trabajos de este gran valle de lágrimas! Padre Nuestro, que estás en los Cielos…

Sus palabras se hicieron confusas, y el rezo quedó en un mosconeo. La mujer alzó la cabeza, y suspensa la aguja entre los dedos, sonrió con ternura:

—No lo cata, no… Es la costumbre quedada de hablar al otro.

El hombre continuaba absorto en su rezo, y de tiempo en tiempo apartaba un tizón de la lumbre y lo ponía al borde del hogar. Iba formando una hilera. Viéndole revolver en la ceniza, le gritó el ventero:

—¡Ya es tema, tú!

—¡Vaites!… ¡Vaites!…

—¡Ya podrías ver que esbaratas la hoguera, tú!

—¡Vaites!… ¡Vaites!…

Y el mendigo, con los ojos obstinados en la llama, sacudía muy de prisa los dedos, que tenían un son de choquezuelas. Después contó los tizones y diose otros tantos nudos en los cabos de la cuerda con que ataba el calzón a la cintura. Quedóse reflexivo un momento, y santiguándose, volvió los tizones a la hoguera, uno por uno. Al mismo tiempo en voz baja iba diciendo:

—¡Gloria al Padre! ¡Gloria al Hijo! ¡Gloria al Espíritu Santo!

Y se acompañaba inclinando el busto atrás y adelante con una medida siempre igual. La vieja murmuró:

—¡Edifica con su piedad!

Al oírla, el mendigo volvió la cabeza estremeciéndose, y con los brazos abiertos en cruz, se arrodilló:

—¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Ahora el Señor me permite reconocerla! De antes la miré y los ojos estuvieron ciegos. ¡Ahora, sin la ver, vuelto de espaldas, oyendo su voz, sentí un susurro, y el alma me dijo quién era!

La vieja se puso en pie, muy sobre sí:

—¡Pobre hombre, está loco!

—¡Ay, cómo no la conocí por esas manos tan blancas, Señora Madrecita!

Y arrastrándose de rodillas intentó tomarlas y besarlas. La vieja luchaba por retirar sus manos:

—¿Pero quién es? ¿Pero quién es?

El mendigo sollozaba:

—¡Nadie me reconoce! ¡Tanto me pudo cambiar el pecado!

A la otra banda del hogar se alzó la voz jocunda del hermoso segundón, que estaba atento y en pie, de espalda a la llama:

—¡El demonio me lleve si no es Roquito! ¡El gran Roquito! ¡El Sacris del Convento!

Y saltó por encima de la lumbrada, y le suspendió del cuello, todo en vilo. El otro arrugaba la boca con un gesto de humildad:

—El mismo, mi Señor Carita de Plata.

El segundón dejó oír su risa feudal.

—¡Parece que te repelaron bien las barbas, compadre Roquito! ¡Vaites! ¡Vaites! ¡Vaites!

La Guerra Carlista
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