Capítulo V

Santa Cruz quiso castigar a la villa, porque, olvidando su claro abolengo legitimista, había consentido a la tropa republicana que sacase bagajes y raciones. Temerosos andaban escondiéndose los merinos, y dio un pregón condenándolos a muerte si antes de la noche no se presentaban en la rectoral donde tenía el Cuartel. Era tal el terror que inspiraba, que acudieron todos… Y después de oírlos un momento, mientras bebía un vaso de vino y tomaba una rebanada de pan blanco, les mandó dar cincuenta palos en la plaza de los Fueros:

—¡Uno!… ¡Dos!… ¡Tres!…

Marcaba la pauta un tambor redoblando. Los contaba muy recio un sargento destacado al flanco, y a coro con él contaban los niños de la escuela encaramados a los árboles, y alguna vieja antigua que tenía el recuerdo sagrado de la otra guerra:

—¡Veintuno! ¡Veintós! ¡Veintrés!…

Toda la villa acudió a presenciar el castigo. Se llenaron balcones y ventanas. Sólo estuvo cerrado el palacio de Redín. Algunos voluntarios habían entrado con un teniente para prender a la Marquesa. La anciana señora, advertida por sus criados, los esperó en la saleta de su tertulia sentada en un sillón, erguido el busto y la mano apoyada sobre el cojín de la muleta. Era la misma actitud solemne con que había recibido al señor general Don Enrique España. A su lado, en pie, un poco trémula, estaba Eulalia. La Marquesa de Redín, viendo entrar a los voluntarios, levantó muy severa los ojos hasta su nieta, y le advirtió en voz baja:

—Eulalia, no olvides que esta gente puede matarnos, lo que no puede es vernos temblar… ¡Nada de lágrimas ni de súplicas, hija mía!

Y acarició a hurto la mano de la niña. Eulalia no respondió, suspensa y con los ojos fijos en aquellos soldados que invadían la saleta. La Marquesa, que se había puesto los espejuelos, los interrogó con ese tono avinagrado y cortés de algunas viejas:

—No les conozco a ustedes, y me extraña mucho esta visita.

Los voluntarios sonreían, mirándose en los espejos con un destello de honradez aldeana sobre las frentes meladas, francas y anchas bajo las boinas azules. El teniente se detuvo en el centro de la sala:

—Tiene que comparecer en la rectoral, donde está el Cuartel. Si no puede andar, se la llevará en el sillón.

La Marquesa de Redín miró a su nieta, que se inclinó ayudándola a ponerse en pie. Las dos estaban muy pálidas y Eulalia dijo al oído de la vieja:

—¿Voy con usted, abuelita?

La Marquesa movió la cabeza:

—No sé… No sé… Mejor será que te quedes.

Y fue hacia los voluntarios sola, encorvada sobre la muleta. En medio de la sala se detuvo y requirió los espejuelos para ojear al teniente que era muy alto. Dejándolos caer, murmuró seca y desabrida:

—Vamos al cuartel.

Salió reprimiendo una lágrima y sin volver los ojos para mirar a su nieta, que la siguió hasta la escalera, en medio de la servidumbre consternada. En el primer peldaño se detuvo y llamó a su doncella:

—Tú vendrás conmigo.

La doncella, que ya tenía los cabellos blancos, se adelantó muy compungida y le dio el brazo. Bajaron entre los soldados, con gran lentitud. En la plaza seguía resonando el tambor, y el coro de viejas y niños llevaba la cuenta de los palos al último merino que sufría el castigo impuesto por el Cura:

—¡Ocho!… ¡Nueve!… ¡Diez!…

Cuando salió la Marquesa de Redín hubo un instante de silencio: Cesaron algunas voces, y otras siguieron contando más indecisas. La gente se apartaba y hacía sitio con temeroso respeto a la vieja dama que iba entre soldados. Caminaba apoyándose en su doncella, con los ojos adustos, levantados sobre el populacho, y murmurando de tiempo en tiempo:

—¡Qué inquisidores!

La Guerra Carlista
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