Capítulo IX
El Señor Ginero se detuvo en la puerta haciendo una profunda cortesía:
—¿Da su permiso a este importuno servidor, mi dueño y mandatario el ilustre Marqués de Bradomín?
Al tiempo que encorvaba su aventajado talle, abría los brazos con beatitud. En una mano tenía el sombrero de copa y en la otra el cestillo de las ciruelas. El caballero legitimista le acogió con gesto protector y amable. Dio algunos pasos el usurero, hizo otra cortesía, dejó sobre la mesa el cesto de las frutas, y delicadamente alzó las hojas de higuera con que venía cubierto:
—¡Permítame que le ofrezca este pobre don de una rica voluntad!
Estrujó las hojas de higuera entre las palmas, y muy pulcramente las ocultó en el bolsillo de su levitón. El Marqués comenzó a celebrar la hermosura de la fruta, y el usurero, entornando los párpados, movía la cabeza:
—Vienen del huerto frailuno. Aquella gente tenía gusto por estas cosas.
El Señor Ginero, de tiempo en tiempo, dirigía una mirada rencorosa al hermoso segundón. Al fin no pudo contenerse:
—¡Me alegro mucho de verle, joven del bigote retorcido!
Cara de Plata sonrió con mofa:
—Yo ni me alegro ni lo siento, Señor Ginero.
—¿Ha olvidado que me adeuda cinco onzas y los réditos?
—¿Y usted no tiene noticia de mi caída del caballo?
—Sí…
—¿Y de que sufrí el golpe en la cabeza?
—Sí…
—¿Y de las consecuencias de ese golpe? Pues sepa usted que he perdido completamente la memoria.
El Señor Ginero aparentó reírse, pero su voz aguda y trémula delataba su cólera:
—¡Está muy bien! ¡Está muy bien! Pero usted no sabe que hay un perro para los desmemoriados… Un perro del juzgado… El Alguacil… ¡Este Don Miguelito es gracioso!… Hijo mío, la deuda espera un año y otro año, pero los réditos hay que satisfacerlos puntualmente.
El Señor Ginero se detuvo y tosió sujetándose las gafas de gruesa armazón dorada. Después, volviéndose a donde estaba el caballero legitimista, saludó profundamente:
—¿Podríamos hablar un momento en secreto?… Ya esta mañana convine con el mayordomo… ¡Ese honrado servidor nacido en la casa y que tanto se interesa por ella!
El Marqués repuso con nobleza:
—Es inútil el secreto, Señor Ginero. El Marqués de Bradomín no oculta que necesita vender sus tierras para acudir a sostener la guerra por su Rey.
Al oírle, el usurero arqueaba las cejas con el gesto del hombre cuerdo que se aviene a los caprichos ajenos:
—No es costumbre… Pero cierto que donde hay legalidad no hay miedo a la luz… Bueno, pues yo comprar no puedo… Un puñado de onzas que tengo ahorradas, a su disposición lo pongo… Cuando quiera convendremos el rédito… ¡El Señor Marqués tiene bienes para responder siete veces de la miseria que yo puedo prestarle!
—Todo eso será tratado por mi mayordomo.
Y el viejo dandy extendió su único brazo con ademán tan desdeñoso, que el usurero, sin esperar más, salió haciendo reverencias y enjugándose la frente con un pañuelo a cuadros que sacó de entre el forro del sombrero. Cara de Plata exclamó sin poder contenerse:
—¡Cómo van a robarte!
El Marqués alzó los hombros:
—Peor sería que tratase conmigo ese zorro viejo.
El hermoso segundón sonrió con amargura:
—¡Ese hombre también será el heredero de nuestra casa! ¡Se acaban los mayorazgos! ¡Desaparecen los viejos linajes!