IV

Estella rebosaba de soldados voluntarios. Se repartían por las calles cantando y dando gritos con acompañamiento de guitarras, rasgueadas por mozos de la Ribera. Se les veía, tras la ventana iluminada de alguna taberna, alzar los brazos, posarlos en el mostrador y requerir las boinas. Una impresión confusa, bajo la llama amarilla del quinqué, entre velas de sebo colgadas en manojos y serones de higos. También había voluntarios que se repartían por los atrios de las iglesias, esperando la hora de las vísperas. Eran veteranos de la otra guerra y mocines de rancia casa, cristiana y labradora, que bendice el pan en la mesa y reza a las ánimas, cuando tocan. Con ellos estaban mezclados en hábitos talares todavía, algunos seminaristas escapados de Tarazona o de Tudela. Pedro Soulinake entró en una iglesia gótica, con santos de piedra en la arcada, y se arrodilló en la sombra del cancel. Cerró los ojos, guardando el reflejo dorado del altar, y se hundió en los limbos de una oración oscura, con el ansia temblorosa de volver a creer:

—¡Señor, dame mi patria ideal! ¡Dame el calor ingenuo que tienen estos aldeanos y el amor de sus banderas! ¡Dame el poder sentir a mi patria, en estos montes!

Abrió los ojos, y vio que a su lado estaba un mancebo de gesto grave y orgulloso. Era muy alto, vestía tabardo oscuro y se apoyaba en un palo. A Pedro Soulinake, le dio la impresión de una figura de retrato antiguo, sin embargo de que apenas pudo verle, y sólo percibió la sensación de la sombra penetrando en la suya. Salía la gente de la iglesia, y el polaco se levantó. En el atrio, al bajar la escalera hacia una plaza honda, volvió a sentir la sombra de retrato antiguo, que penetraba en su fluido, y escuchó pisadas, sonando en acorde con sus pasos, algún escalón detrás. En la plaza, las dos sombras, bajo la luz de un farol y en una racha de viento, miraron adelante y atrás, con la misma duda acerca del camino. El reloj de la torre dio una hora, y el mancebo del tabardo se encaró con Soulinake:

—¡A lo que veo, somos los dos nuevos en esta ciudad!

El polaco sintió que le penetraba en el alma aquella voz de imperio caballeresco y amical. Los dos hombres se hablaron como hermanos, y se dijeron que no tenían posada. El del tabardo, al hacer la confesión, se irguió con risa valiente:

—Hoy hemos entrado en Estella cuatro mil voluntarios, y no podía haber cama para todos. ¡Yo sólo pido que sea así mientras dure la guerra!

Pedro Soulinake, recibiendo en el rostro la nieve que caía sobre la ciudad, arca santa del carlismo, evocaba una emoción juvenil y temblorosa que le traía el recuerdo de la patria lejana, con su aliento de conspiración. Volvía a sentir cerca de sí, el temblor de las almas, estremecidas como llamas en el viento. Los viejos de la otra guerra y los voluntarios mozos que le ofrecieran agua bendita al entrar en la iglesia, le recordaban a los hermanos que conspiraban en Polonia. ¡Aquellos emigrados legendarios que volvían con la barba blanca, una noche trágica, y aquellos adolescentes que salían de las cárceles para ser fusilados, se le aparecían bajo el cielo estrellado de una campiña nevada!

La Guerra Carlista
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