8

Kang avanzó sigiloso a través de la maleza. Los árboles crecían muy separados, y los arbustos y las plantas trepadoras medraban entre ellos con gran profusión. Detrás, los setenta draconianos del Primer Escuadrón seguían a su comandante. Las dos lunas, la roja y la plateada, parecían ojos dispares que reemplazaran en su tarea al sol y su único ojo, como si fueran necesarios dos para la vigilancia nocturna. Las lunas, la roja Lunitari y la plateada Solinari, estaban consagradas a dos de los dioses de la magia. Lunitari era una diosa neutral que no tomaba partido en las guerras de Krynn. Solinari estaba dedicado a la causa de Paladine, su padre, adorado por los malditos Caballeros de Solamnia.

Kang disfrutó con la ironía de saber que la luz de estas dos lunas alumbraba el camino de sus enemigos. La luna que el comandante conocía y que sólo podían ver los servidores del Mal como él, la negra Nuitari, no emitía luz alguna. El hijo de la Reina de la Oscuridad derramaba su invisible bendición sobre los poderes mágicos de Kang.

El comandante hizo una seña a Gloth, que se escondía entre los arbustos detrás de él, para que se acercara.

—Esperaremos en el claro que hay un poco más adelante. Busca a Yethik y tráelo aquí. Debe de estar ya a cubierto con la carreta.

Al sur del pueblo había una arboleda; las órdenes de Yethik eran llevar la carreta allí y esperar a que los otros draconianos lanzaran el ataque. Cuando el paso a la destilería estuviera expedito, Yethik tenía que entrar con la carreta y cargar los barriletes de aguardiente.

—Sí, señor —gruñó Gloth, que todavía estaba enfadado por haberse visto relegado a las tropas de reserva.

Kang salió sigiloso al prado y observó cómo sus tropas pasaban ante él en completo silencio, un río de formas oscuras y aladas bajo la luz de las lunas. Cada draconiano iba tomando posiciones defensivas al otro extremo del claro; sólo una estrecha franja de árboles separaba el calvero del espacio abierto que había detrás, y a menos de trescientos metros a través de ese campo raso se alzaba el pueblo enano de Celebundin.

Los draconianos mantenían un disciplinado silencio. Nada de cháchara innecesaria —de eso se encargaba Slith—, y llevaban las armaduras envueltas con trapos para amortiguar el ruido. Gloth regresó con Yethik.

—Ningún problema para entrar en la arboleda, señor. Había dos enanos de guardia; supongo que ya se han dado cuenta de que ese bosquecillo es un buen sitio para ocultarse. Pero se habían llevado un pellejo de cerveza de nueces para que les hiciera compañía, y cuando llegamos estaban roncando tan fuerte que pensé que acabarían derribando los árboles. ¡Los teníamos atados antes de que se despertaran!

Kang soltó una risita. Había imaginado que los enanos pondrían centinelas esta noche, ya que conocían las fases de las lunas tan bien como ellos mismos. Era estupendo ganar por la mano a los enanos, y lo tomó como una buena señal para el inminente asalto.

Esperó, tenso y nervioso, a que el Segundo Escuadrón lanzara el ataque. Tenía la impresión de que se estaban retrasando y empezaba a preocuparse cuando los otros dos oficiales y él divisaron movimiento a su derecha.

—¡Ahí vienen! —dijo Gloth muy excitado.

Los draconianos, cuyas armaduras brillaban rojizas a la luz de Lunitari, avanzaban a través de la pradera. De repente, el avance del Segundo Escuadrón se detuvo, y los soldados se agacharon sobre la hierba seca.

Gloth hizo un ruido siseante al inhalar entre los dientes apretados.

—Por su Oscura Majestad —juró—, ¿qué demonios están haciendo, señor? ¿Cómo se paran a mitad del campo abierto?

—Que me aspen si lo entiendo. —Kang sacudió la cabeza—. ¡Mirad! Ahí van unos cuantos.

Un grupo de cinco draconianos se incorporó y se dirigió presuroso hacia el norte, alejándose del pueblo. A Kang le pareció reconocer a Slith a la cabeza del grupo. En cuestión de segundos se habían perdido de vista. Kang estaba desconcertado.

—¡Dejadme que organice el ataque, señor! —siseó Gloth, que estaba que reventaba de impaciencia—. ¡El Segundo Escuadrón ya ha echado a perder la incursión! Yo podría…

Lo interrumpió un sonido susurrante. Kang miró hacia atrás y vio que el Segundo Escuadrón se había puesto en marcha de nuevo. Las tropas se habían aproximado a menos de ciento cincuenta metros del pueblo antes de que el centinela más próximo lanzara el grito de alerta.

—¡Vamos, vamos, vamos! —instó Kang, aunque los soldados estaban demasiado lejos para escucharlo.

El irlih'k, capitán del Segundo Escuadrón, lanzó su grito de guerra, que fue coreado por toda la tropa. Cargaron.

Por desgracia, los enanos los estaban esperando. Ahora sabía Kang por qué se habían parado sus hombres. Cincuenta enanos salieron en tropel del pueblo tratando de interceptar a los draconianos antes de que éstos alcanzaran su objetivo.

Gloth estaba tan excitado que daba brincos.

—Comandante Kang —intervino Yethik mientras señalaba al otro oficial—, podríais enviar también al Primer Escuadrón. A Gloth se le va a saltar una hilera de escamas si no lo hacéis, y al Segundo Escuadrón no le vendría mal una ayuda.

Los draconianos atacantes chocaron de frente con los enanos, y se oyó una barahúnda de golpes y encontronazos, gritos, chillidos y maldiciones en dos idiomas distintos. Los enanos llevaban la peor parte, pero habían conseguido frenar a los draconianos, al menos de momento.

Gloth se estremecía como una flecha al clavarse en el tronco de un árbol. Kang consideró el consejo de Yethik; era importante imponerse a los enanos antes de que tuvieran oportunidad de montar una defensa eficaz.

—Muy bien, ve —dijo Kang.

—¡Arriba, chicos! —Gloth agitó la cola de gusto—. ¡Entramos en acción! ¡Adelante!

El Primer Escuadrón se alzó de entre los arbustos; dando vivas, salieron corriendo al tiempo que lanzaban sus gritos de guerra.

Incluso desde esta distancia, Kang pudo ver que los enanos sufrían un sobresalto. No pocos hicieron un alto en la batalla y miraron en derredor intentando localizar la dirección de esta nueva amenaza. Los draconianos del irlih'k se aprovecharon de la distracción de sus adversarios para avanzar más. Pero era una fuerza reducida, menos de cuarenta draconianos del Segundo Escuadrón, ya que el resto o estaba luchando o estaba tendido en el suelo, fuera de combate.

—¿Seguro que no queréis que nos unamos al ataque, señor? —preguntó Yethik, obviamente ansioso de entrar en la refriega.

—No, podemos mantenernos al margen. Si se complican las cosas, aportaré mi granito de arena, pero les conviene arreglárselas por sí mismos de vez en cuando. Eso refuerza la personalidad.

Yethik parecía anonadado, y miró a Kang para ver si estaba en su sano juicio. El comandante esbozó una mueca, y Yethik, al comprender que era una broma, le devolvió la sonrisa.

Pero su buen humor no duró mucho. El cielo nocturno se iluminó repentinamente por encima de Celebundin con un resplandor mágico. Kang reconoció un conjuro de luz bozak.

—¡Maldición! —fue todo cuanto dijo antes de incorporarse y echar a correr hacia el pueblo, arrancando la hierba seca de los campos sedientos con las garras de sus pies.

Llegó al pueblo y se encontró con las calles vacías. Frenó la carrera para recobrar el resuello, y se preguntó dónde infiernos se habían ido sus soldados. Una figura oscura, con las alas extendidas, saltó de un árbol cercano y aterrizó en el suelo, cerca del comandante.

—Gloth me ha enviado a buscaros, señor.

—¿Qué es lo que pasa? —demandó Kang—. ¿Dónde está todo el mundo?

—Los enanos se han hecho fuertes en el almacén de la destilería, señor, y el Segundo Escuadrón tiene rodeado el edificio. El Primer Escuadrón tiene tomada la calle que va al centro del pueblo, donde un numeroso grupo de enanos está reunido, señor.

—Bueno, ¿y qué hay de especial en la resistencia del almacén? ¡Di al Segundo Escuadrón que entre a saco en el maldito edificio!

—Ahí está el problema, señor —se disculpó el baaz—. Los enanos han cerrado las puertas y amenazan con verter la cerveza antes que entregárnosla, señor.

—¡Por el corazón de la Reina Oscura! —juró Kang, conmocionado—. ¿Hablan en serio?

—Tenemos que pensar que sí, señor. —El draconiano parecía preocupado, y con razón.

Kang echó a correr para valorar la situación. Cuando llegó allí, los draconianos siseaban y aullaban y golpeaban los petos con las espadas. Con la sola amenaza de verter las bebidas alcohólicas los draconianos estaban a punto de olvidar las órdenes de Kang respecto al no derramamiento de sangre.

—¿Qué significa esto? —retumbó el vozarrón de Kang lleno de cólera—. Sois soldados draconianos, por los dioses, no un puñado de obtusos goblins. ¡Guardad esas espadas!

—¡Pero, señor! —Gloth se acercó presuroso; los rojos ojos ardían de rabia—. ¡Señor, dicen que lo van a verter!

—¡Eso es! —llegó una voz gruñona a través de la ventana del almacén—. ¡Como os acerquéis más, haremos saltar los bitoques! Lo hemos jurado. ¡Soy Vellmer, el maestro destilador, y, mientras siga teniendo barba en la cara, jamás permitiré que mi mejor mezcla caiga en vuestras manos, lagartos bastardos!

—¡Creo que te estás tirando un farol! —respondió Kang a voces en el idioma enano. Durante los últimos veinticinco años había aprendido bastantes palabras de ese lenguaje—. Soldados, adelante.

Los draconianos se movieron hacia el almacén.

—Ah, ¿sí? Conque es un farol, ¿eh?

En el tejado apareció un enano, silueteado por la plateada luz de Solinari, haciendo rodar un barril. Levantó un hacha y, dejándola caer, la hundió en el costado de la vasija de madera. El líquido salió a borbotones y cayó al suelo. Los draconianos dieron un respingo y se quedaron petrificados en el sitio. Un suspiro colectivo, como un soplo de viento, se alzó entre sus filas.

—¡Tenéis que impedirlo, señor! —aulló Gloth con voz agónica.

—Lo haré —dijo Kang—. Apártate.

Levantó las manos y trazó en el aire los círculos y gestos prescritos mientras musitaba unas palabras arcanas. Gloth lo observaba anhelante, esperando algo espectacular, quizá que apareciera un Dragón Rojo y se llevara volando a los enanos.

No ocurrió ninguna cosa. Ni dragón ni nada de nada.

—Señor, creo que vuestro hechizo debe de haber fallado —dijo Gloth decepcionado, pero con actitud respetuosa.

—Espera —aconsejó Kang.

Una repentina actividad se oyó dentro del almacén. Al cabo de un momento, las puertas se abrían de par en par y los enanos salían en tropel por ellas, corriendo tan deprisa como podían. Boqueaban y tosían, y se tapaban la nariz y la boca con pañuelos. Varios se frenaron en seco, se doblaron por la mitad, y empezaron a vomitar.

—Dejadlos marchar, soldados —ordenó Kang—. No son importantes. Lo que importa ya sabéis qué es.

Los draconianos ya se habían puesto en movimiento y, haciendo caso omiso de los enanos enfermos, entraron a la carga en el almacén para meter de nuevo los bitoques en los barriles y coger el botín. Pero los primeros que entraron corriendo volvieron a salir casi tan deprisa como lo habían hecho los enanos.

—¡Puag! ¡Ese hedor es repugnante! —resopló Gloth, que expulsó aire por la nariz con mucho ruido.

—Esperad un minuto —dijo Kang.

La pestilencia ya empezaba a salir del almacén; Kang tosió y dio unos pasos para no estar en la dirección que soplaba el viento.

—¿Cómo se llama ese conjuro, señor? —Gloth estaba impresionado.

—La nube apestosa —repuso Kang, saboreando las palabras.

Aunque era diestro en el manejo de la espada y disfrutaba con las peleas, ya fueran organizadas, desorganizadas o caóticas, Kang experimentaba una profunda satisfacción cuando usaba la magia. En otro tiempo había pensado que le gustaba el arte arcano por el poder que le daba sobre otros, pero últimamente había descartado esa razón. Como comandante que era, tenía en sus manos la vida o la muerte de todos sus soldados, con magia o sin ella. Su don le permitía crear, aunque no fuera más que un asqueroso olor, y crear era mucho más satisfactorio para él que destruir.

—¿A qué me recuerda eso? —rezongó Gloth, con el ceño fruncido, intentando acordarse—. Sé que lo he olido antes. Algo así como estiércol de vaca mezclado con vómitos y manzanas amargas… ¡Un momento! Casi lo tenía…

—¿Te acuerdas de aquel chiflado, el oficial minotauro para el que trabajamos hacia el final de la Guerra de la Lanza? —preguntó Kang mientras se mecía sobre los talones, permitiéndose descansar, momentáneamente, sobre su larga cola—. Aquel que hizo cuanto pudo para que acabáramos todos muertos, y que tuvo un final tan desafortunado como merecido. El que se emborrachaba como una cuba con sidra amarga…

—¡Eso es! —gritó Gloth.

Los draconianos avanzaron de nuevo hacia el desierto almacén. Kang fue con ellos, y contuvo la respiración al entrar. El hedor se estaba disipando, pero aún tendrían que pasar varios días antes de que nadie fuera capaz de permanecer mucho rato dentro del edificio.

Los draconianos trabajaron a toda velocidad, pues ninguno deseaba quedarse en la vecindad más tiempo del estrictamente imprescindible. Sólo estaba roto uno de los grandes barriles, el que los enanos habían subido al tejado. El resto se hallaba en perfectas condiciones y con los bitoques puestos. Los draconianos cogieron los barriles, se los cargaron a la espalda, y corrieron hacia las afueras del pueblo, donde aguardaba Yethik con la carreta.

—¡Ahí vienen! —anunció la voz del capitán del Primer Escuadrón, que tenía ocupada la calle principal.

Kang salió disparado del almacén.

—¡Está bien, muchachos! ¡Coged lo que podáis y larguémonos! —gritó el comandante.

Una avalancha de furiosos enanos arremetió contra las primeras filas del Primer Escuadrón y toparon de lleno contra los soldados. Aunque los soldados eran mucho más altos y más pesados que los enanos, éstos estaban más cerca del suelo y, con el centro de gravedad más bajo y su constitución compacta, chocaron contra las piernas de los draconianos con la fuerza de unas rocas rodando cuesta abajo. Los golpearon con puños, garrotes, escobas y mangos de hacha. Por si fuera poco, más enanos llegaban por las otras calles. Los draconianos lucharon al tiempo que retrocedían lo más rápido posible, y llevándose todo lo que podían.

Tan pronto como Kang vio que el Segundo Escuadrón llegaba a la seguridad de la arboleda, ordenó que el Primer Escuadrón corriera hacia allí.

—¡Proteged la bebida! —gritó el comandante.

Cogiendo a los heridos y echándoselos al hombro o arrastrándolos por los talones, los draconianos regresaron a la carreta a toda prisa. Unos cuantos enanos —entre ellos el enfurecido maestro destilador, Vellmer— parecieron inclinados a ir en su persecución, pero un tipo corpulento, talludo y canoso, a quien Kang reconoció como el jefe de combate de los enanos, tomó el mando y dio la orden de regresar antes de llegar a la línea de árboles.

Consciente sin duda de que habría más draconianos emboscados entre la maleza del bosquecillo, el jefe de combate decidió que no habría más bajas. Habían rechazado a los invasores, y no quería tentar a la suerte. Siguiendo sus instrucciones, dos enanos hicieron una llave al encolerizado maestro destilador para sujetarle los brazos a la espalda y se lo llevaron de allí a la fuerza, mientras maldecía, soltaba patadas y juraba que vería a todos los draconianos asándose en el fogón de Reorx.

Kang, que salió corriendo del pueblo en ese momento, hizo un saludo al jefe de combate. Este le respondió haciendo un gesto obsceno, y así finalizó otra incursión.

De vuelta a la carreta, Kang se puso al mando.

—¡Bien, buen trabajo, chicos! Llevemos nuestro botín a casa.

Mientras miraba cómo echaba a andar la carreta, el comandante cayó en la cuenta de que faltaba alguien. Llamó con una seña al irlih'k.

—¿Dónde infiernos se ha metido Slith? No lo he visto en toda la batalla.

—Nos acercábamos al pueblo cuando vimos que se marchaba un grupo de cuatro enanos —informó el oficial, encogiéndose de hombros—. Creíamos que nos habían descubierto.

—Ah, así que es por eso por lo que os detuvisteis al principio. Me preguntaba qué habría ocurrido.

—Eso fue lo que pasó, señor. Sin embargo, los cuatro enanos siguieron caminando, y Slith pensó que no se traían nada bueno entre manos, que quizás habían planeado hacer un ataque sorpresa a nuestro pueblo, así que ordenó a varios soldados que lo acompañaran, y fueron tras ellos.

—¿Sólo cuatro enanos?

Kang sacudió la cabeza. No era lógico. Entonces recordó el incidente con su taquilla y el robo del símbolo sagrado. Lo asaltó la repentina visión de varios enanos manoseando todas las posesiones de los draconianos, como un puñado de sucios kenders, y un escalofrío de asco le recorrió la espina dorsal desde la cola hasta el hocico. Se alegraba de que Slith hubiera tomado esa iniciativa y hubiera ido en pos de los puñeteros ladrones.

Enanos volviéndose hacia el Mal. ¡Qué feo asunto!

«Por lo visto, en estos tiempos ya no se puede fiar uno de nadie», pensó Kang mientras corría junto a la carreta y se preguntaba adonde iría a parar el mundo.