20
Los caballeros negros obligaron a sus cautivos a caminar a paso vivo, empujándolos por detrás cuando se rezagaban y recalcando la necesidad de apresurarse con unos cuantos latigazos en la espalda. Los caballeros hablaban entre sí en su idioma, ya fuera porque creían que los enanos no los entendían o porque no les importaba que lo hicieran. Los dos enanos hablaban el Común, sin embargo, ya que les resultaba útil para la venta de sus mercancías.
Aparentemente, los caballeros eran una patrulla de largo alcance. Hablaban de volver con el grueso de un ejército que estaba acuartelado en un pueblo situado en algún punto más adelante. Era una población de humanos llamada Mish-ka. Los enanos intercambiaron una mirada; conocían ese pueblo. Los caballeros mencionaron los preparativos para una batalla contra Qualinesti y se preguntaban cuándo atacaría el ejército.
Mortero soltó un suave suspiro de alivio. Este ejército estaba demasiado cerca de casa para su gusto, y lo alegró saber que los caballeros negros pensaban arremeter contra otros.
Majador debía de estar pensando más o menos lo mismo, ya que en cierto momento, cuando los caballeros se pararon para darse un respiro y dárselo a sus cautivos, acercó la cabeza a su hermano y susurró:
—¿Sabes dónde estamos? ¡Muy cerca de casa! ¡Si pudiéramos soltar las ataduras!
—Espera hasta que se hayan dormido… —empezó Mortero.
—¡Nada de conversaciones! —El caballero blandió la espada y golpeó a Mortero en la cabeza con la parte plana de la hoja—. Cerrad el pico u os abro en canal aquí mismo.
Los caballeros obligaron a sus cautivos a ponerse de pie y continuar la marcha. Hacía mucho que había oscurecido cuando los caballeros ordenaron parar. Majador y Mortero se dejaron caer en el suelo, contentos de poder descansar. No hablaron entre ellos, ya que cualquier intento por comunicarse tenía por resultado un castigo inmediato. Permanecieron sentados en silencio en medio de la oscuridad, bien que sus dedos estaban muy activos intentando aflojar los nudos de las correas de cuero atadas alrededor de sus muñecas.
Los caballeros instalaron el campamento, abrieron sus mochilas y sacaron comida, que compartieron con los enanos, para gran sorpresa de éstos. Les dieron a cada uno una taza de agua y, una vez que acabaron de cenar, uno de los caballeros comprobó las ataduras —por fortuna, ninguno de los dos enanos había avanzado mucho en su intento de aflojar las correas—, tras lo cual los ató a un árbol mediante una cuerda que sujetó a las ataduras de las muñecas, y con otra les amarró los pies.
—Dormios —ordenó a los hermanos, hablando en Común—. Estaremos en pie antes del alba.
Se marchó para extender su propio petate. Dos caballeros hicieron la primera guardia; uno de ellos fue hacia el otro lado de la calzada y desapareció entre los árboles. El segundo se sentó en un tronco caído.
Los enanos rebulleron entre las hojas secas, fingiendo que trataban de ponerse cómodos cuando, en realidad, lo que intentaban era encontrar la mejor posición para desatar los nudos. Por desgracia, cada vez que uno de ellos se movía, las hojas crujían y chascaban.
El caballero que estaba de guardia se puso de pie, fue hacia ellos y los miró con el ceño fruncido.
—¡Estaos quietos! —ordenó.
Los enanos obedecieron, y permanecieron inmóviles durante una hora por lo menos. Los otros caballeros se habían quedado dormidos y se escuchaban sus suaves ronquidos. El que estaba de guardia tarareaba en voz baja una marcha mientras se daba golpecitos en la rodilla llevando el ritmo de la melodía.
Mortero se acercó más a su hermano moviéndose lentamente para no molestar al caballero.
—¿Sabes? —susurró—. He estado pensando. Todo esto es culpa de Selquist.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Majador también en un susurro.
—Si no nos hubiera hecho robar todo ese botín ni nos hubiera mandado después a venderlo, no nos encontraríamos en este apuro, sino que estaríamos en casa, en nuestras camas. —Mortero suspiró. Su cama nunca le había parecido tan maravillosa.
—Estuvimos de acuerdo con el plan, ¿sabes? —argumentó su hermano, decidido a ser justo.
—Sí, pero a nosotros nunca se nos habría ocurrido ese estúpido proyecto si no hubiera sido por Selquist —manifestó Mortero.
—En eso tienes razón —admitió Majador. Guardó silencio un momento, mascullando para sí mismo.
—¿Qué dices? —preguntó Mortero.
—Estaba haciendo un trato con Reorx —contestó Majador—. Le he prometido que, si nos saca de ésta, jamás volveré a robar.
—¡Buena idea! —Mortero miró a su hermano con admiración—. Yo haré lo mismo.
El enano unió su promesa a la de su hermano, ofreciendo el trato al notoriamente irascible y a menudo tornadizo dios llamado el Forjador de Almas, única deidad a la que adoraban los enanos.
El caballero dejó de tararear, y los enanos no tuvieron más remedio que guardar silencio. Para entonces, los dos habían conseguido situar los nudos de manera que sus dedos entumecidos podían tirar de ellos y desenredar las correas.
El caballero dijo algo en voz alta y los enanos se quedaron muy quietos hasta que se dieron cuenta de que no hablaba con ellos. Por lo que alcanzaron a oír, estaba entonando una plegaria a la Reina Oscura.
—¿Cómo lo llevas? —susurró Mortero.
—Casi lo he conseguido —repuso Majador con otro susurro—. Ya está. Tengo libres las manos. ¿Y tú?
Mortero gruñó; a él le estaba resultando más difícil.
—La mía la han atado más fuerte —protestó.
—Vosotros, dejad de hablar —dijo el caballero.
Mortero esperó a que el hombre volviera a sus plegarias, que por fortuna parecían llevarle bastante tiempo por ser harto extensas. El enano tiró y hurgó los nudos y, de repente, la correa se soltó.
—¡Gracias a Reorx! ¡Lo conseguí! —susurró.
—Estupendo. Ahora esperaremos a que se quede dormido.
—¿Y si no se duerme? —preguntó Mortero.
—¡Bah! Lo hará. Los humanos siempre se duermen cuando están de guardia.
Sin perder la confianza, los enanos aguardaron durante otra hora, y luego otra más, pero el humano iba a defraudar sus esperanzas. El caballero se levantó, vigorizado por las plegarias y al parecer más despierto que nunca. Para empeorar las cosas, echó a andar hacia ellos con la aparente intención de comprobar sus ataduras.
—¡Óyeme, Reorx! —musitó Mortero con desesperación—. ¡No sólo te prometo que nunca volveré a robar, sino que devolveré todo lo que he hurtado!
El guardia se paró y giró la cabeza bruscamente para mirar hacia la calzada. Se quedó muy quieto, escuchando, y después se agachó y sacudió por el hombro a dos de sus compañeros para despertarlos.
—Alguien viene por la calzada.
Los otros caballeros estaban completamente despiertos, de pie y con la espada en la mano, antes de que el primero hubiera terminado la frase. Moviéndose en silencio, avanzaron sigilosos entre los otros caballeros, despertándolos. Éstos se incorporaron, cogieron sus arcos, y tomaron posiciones detrás de un seto.
El golpeteo de muchos pies se oía claramente, así como el tintineo de armaduras.
—Tiene que ser parte de nuestro ejército —dijo uno de los caballeros en voz baja—. ¿Quién más podría estar en marcha a estas horas de la noche?
—No nos informaron sobre ningún movimiento de tropas —replicó el líder del grupo—. Y se alejan de Mish-ka, en lugar de ir hacia allí. Esto no me gusta. Manteneos ocultos, y yo les saldré al paso y les pediré que me enseñen sus órdenes. Si dan una respuesta equivocada, disparad sobre ellos.
Mortero y Majador se miraron entre sí. Era ahora o nunca.
Los dos se incorporaron de un salto y echaron a correr en dirección opuesta a la calzada, confiando en despistar a sus perseguidores perdiéndose en el bosque.
No oyeron ruidos que indicaran que iban tras ellos. Quizá los caballeros —preocupados por las tropas que avanzaban por la calzada— no los habían echado de menos. Los enanos aceleraron la carrera, abriéndose paso entre los arbustos, esquivando los árboles, saltando sobre troncos caídos.
Mortero vio la reluciente silueta rojiza de un cuerpo surgir delante de él con un instante de retraso para tener tiempo de advertir a su hermano. Unos brazos fuertes lo agarraron y una mano se cerró sobre su boca. Reconoció el olor, las garras de los dedos, las cortas y atrofiadas alas que sobresalían de los hombros.
¡Draconianos!
El enano bregó, se retorció, dio patadas y mordió la mano. Por el ruido de otro forcejeo y el rumor de ahogadas maldiciones dedujo que a Majador también lo habían capturado.
—¡Maldición! ¡Ay! ¡Maldito, me has mordido! ¡Bastardo caballero! Estate quieto o te degüello.
Atrapado entre unos dedos resistentes como un cepo de hierro, las garras clavándosele en la piel, y el asqueroso sabor de la carne draconiana en la boca, Mortero cejó de forcejear. Tenía unas cuantas frescas que soltarle a Reorx cuando lo viera, cosa que parecía que ocurriría muy pronto.
—No son caballeros, estúpido baaz —siseó a su compañero el draconiano que sujetaba a Mortero—. ¡Son enanos! Los dos que los caballeros habían apresado. ¡Por nuestra soberana! ¿Llevas veinticinco años oliendo enanos y todavía eres incapaz de reconocer su peste? Además ¿desde cuándo has visto que haya caballeros tan bajos y tan peludos?
—¡Alto! —se oyó gritar a su espalda, en la calzada—. Adelantaos e indentificaos.
—¡Eh! —retumbó una chirriante voz draconiana—. Bien hallado, señor caballero. Al parecer estáis de guardia solo esta noche.
—¿Quiénes sois? —preguntó el caballero, sorprendido—. ¿Un ejército de draconianos?
—La Primera Brigada de Ingenieros Draconianos —fue la orgullosa respuesta.
—He de pediros que me mostréis vuestra orden de marcha, comandante —dijo el caballero—. No tengo noticias de que se haya autorizado ningún desplazamiento de tropas, sobre todo de un regimiento completo, por esta calzada y a estas horas de la noche.
—Tienen arqueros en los árboles —musitó uno de los draconianos—. Hemos de advertir al comandante, pero no sé cómo vamos a salir de este atolladero. —De repente, añadió muy excitado—: ¡Por nuestra soberana! ¡Estos condenados enanos podrían venirnos de perilla! ¡Vamos!
—Sí, lugarteniente Slith —respondió el baaz.
Los draconianos cogieron a los enanos bajo sus poderosos brazos y echaron a andar a través del bosque a paso ligero, dirigiéndose hacia la calzada. A Mortero se le habría caído el alma a los pies si no hubiera sido porque iba casi boca abajo.
Los draconianos pasaron justo entre los arqueros escondidos, que se habían vuelto al oír el ruido de fuertes pisadas y chasquidos de ramas. No dispararon, pero mantuvieron los arcos levantados.
—Hola, chicos —dijo Slith en voz alta al tiempo que saludaba—. Bonita noche para hacer prácticas de tiro, ¿verdad?
Todavía cargando con los enanos bajo el brazo, los draconianos salieron del bosque y se dirigieron hacia otro draconiano muy grande que se encontraba en mitad de la calzada, hablando con dos caballeros. Detrás de él se extendía una hilera de draconianos que llegaba hasta donde les alcanzaba la vista a los enanos.
—Ah, tenéis arqueros apostados en el bosque —dijo el draconiano grandullón.
—Sí, señor. —La expresión del caballero era sombría—. Ahora, si hacéis el favor de enseñarme vuestras órdenes, señor… —Dejó de hablar, pues acababa de fijarse en los dos enanos.
—Por casualidad no habréis perdido a dos prisioneros, ¿verdad, señor caballero? —preguntó Slith.
Cogió a Mortero por el cuello de la camisa y lo sostuvo en alto para enseñárselo. Mortero se retorció y dio patadas, intentando alcanzar al draconiano, pero fue más un impulso debido a su frustración que porque creyera que iba a dar en el blanco.
—Los encontramos corriendo sueltos por el bosque, comandante Kang —continuó Slith mientras saludaba al draconiano grande.
Entonces Mortero se fijó mejor en él y creyó reconocerlo. Retorciéndose en el aire, el enano miró a su hermano, que estaba mirando de hito en hito al draconiano, con expresión asustada. Por lo visto, Majador también lo había reconocido. Era el gigantesco bozak del pueblo draconiano, el que el jefe de combate había dicho que era el cabecilla.
—Estamos perdidos —dijo Mortero por segunda vez en un mismo día, y se quedó colgando fláccido en las garras del draconiano—. Si los caballeros no nos matan, lo harán los draconianos.
—¿Prisioneros enanos? ¿Corriendo sueltos por ahí? —Kang miraba fijamente al caballero, que parecía muy turbado—. ¿Qué significa esto, señor caballero?
—Los apresamos hace unas horas, señor. Deben de haber conseguido soltar las ataduras. Cuando os oímos llegar salí a investigar, y en cuanto les di la espalda debieron de escapar.
—Pues es una suerte que estuviéramos nosotros aquí para cogerlos otra vez, ¿no? —dijo Kang, mientras se balanceaba hacia atrás sobre los pies y la cola.
—Sí, comandante —respondió el caballero, sombrío, y luego añadió—: Si hacéis el favor de entregárnoslos, señor, nos ocuparemos de que no vuelvan a escapar.
Kang miró a los dos enanos. Mortero tenía la inquietante sensación de que también los había reconocido a ellos. El bozak se rascó la barbilla.
—Parecéis bastante descuidados con los prisioneros, señor caballero. Creo que nos ocuparemos de ellos nosotros.
Al caballero no le gustó eso. Debía de estar preguntándose cómo se le había escapado el control de la situación.
—Señor, los prisioneros son nuestra responsabilidad. Además, todavía no me habéis enseñado vuestras órdenes…
El sivak que tenía agarrado a Mortero lo soltó y lo dejó caer al suelo, se adelantó, y aproximó su rostro al del humano.
—Escuchadme bien, señor caballero. Quiero que me deis ahora mismo vuestro nombre y rango.
—Me llamo Glaf Herrik, suboficial de garra…
—¡Suboficial! —El sivak lanzó un aullido—. ¿Y te atreves a hablarle así a un comandante de regimiento? Haré que te azoten ante la tienda del caballero lord Sykes por esto. Y ahora, ya estás llevando a tus jactanciosos y agazapados muchachitos con sus chirriantes vestimentas de cuero de vuelta al bosque, y dejad las tareas serias de la guerra para nosotros, los veteranos. Estos prisioneros son ahora de nuestra competencia. Vamos, muévete, suboficial de garra.
El caballero iba a discutir, pero en ese momento sus arqueros salieron del bosque, escoltados por al menos cincuenta draconianos. El caballero masculló varias amenazas sobre informar de esto a sus superiores, y después, haciendo el saludo de mala gana, dio la orden de regresar al campamento.
—¡Compañía, adelante! —gritó Slith.
Los draconianos formaron en columna e iniciaron la marcha. Slith se acordó de coger a Mortero en el último momento, y lo levantó de la calzada, lo que lo salvó de ser pisoteado por doscientos draconianos.
Con el enano sujeto debajo del brazo otra vez, se apresuró para alcanzar a su comandante y marchar a su lado.
—¿Creéis que informarán sobre esto, señor? —preguntó.
—Infiernos, sí —dijo Kang—. Probablemente estarán enviando un mensajero en este mismo momento. Al menos sabemos que la calzada no es segura. Sin duda tendrán patrullas recorriéndola de un extremo a otro. Caminaremos siete u ocho kilómetros y después nos internaremos en las montañas. ¡Marcha a paso ligero! ¡Vamos, vamos, vamos!
El sivak gritó las órdenes, y los draconianos apretaron el paso. Mortero dobló el cuello, asomándose por debajo del brazo del draconiano para ver lo que había sido de su hermano. El mismo baaz que lo había capturado lo llevaba ahora cargado a la espalda.
Al ver que Mortero miraba en su dirección, el baaz sonrió, y sus afilados dientes brillaron con la tenue luz de las estrellas. El draconiano se pasó la lengua sobre ellos.
—¡Carne de enano para desayunar, ñam, ñam! —dijo.
Mortero tragó saliva con esfuerzo y se apresuró a mirar hacia otro lado.
—Silencio en las filas —ordenó Slith—. No malgastéis el aliento, que vais a necesitarlo.
Los draconianos mantuvieron el veloz paso durante la larga noche. Salieron de la calzada y empezaron a subir hacia las montañas. La marcha resultó dura y difícil, pero ni siquiera eso les hizo perder velocidad. Las garras de sus pies y sus manos los convertían en excelentes escaladores, y sus alas los salvaban de lo que en caso contrario habrían sido unas peligrosas caídas.
Los prisioneros enanos resultaron ser el mayor estorbo, ya que los draconianos no podían transportarlos y trepar al mismo tiempo. Mortero les aseguró que podían dejarlos a su hermano y a él y que no habría resentimiento, pero el comandante Kang se negó. Ordenó que ataran juntos a los enanos, puso a dos baaz a su cargo, y mandó a los prisioneros que caminaran.
Majador rehusó. Después de tantos zarandeos estaba despeinado y magullado, pero se mostraba desafiante.
—No pienso dar un paso —dijo, cruzándose de brazos, ceñudo.
—Ni yo —abundó Mortero.
Kang se agachó para ponerse a su misma altura.
—Siempre me queda el recurso de entregaros de nuevo a los caballeros —dijo.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada.
—Vale, caminaremos —aceptó Majador, sumiso.
Era mediodía. Mortero no se había esforzando tanto en su vida. Gateaba, resbalaba y se deslizaba. Tenía las manos desolladas y ensangrentadas. En más de una ocasión, algún draconiano lo había sujetado cuando estaba a punto de caer y lo había salvado de que se despeñara. Cada vez que llegaban a un tramo que estaba un poco nivelado, los sivaks los hacían correr, descargando sobre sus hombros un látigo si frenaban el paso, y luego, vuelta a trepar. A Mortero no se le fue de la cabeza ni un momento la inquietante idea de que estaban soportando esta tortura sólo para acabar ensartados en un espetón.
Para cuando se hizo de día, Mortero estaba tan agotado y molido que ya no le importaba si iba a ser el desayuno de algún draconiano. Le daba igual, con tal de no tener que seguir escalando y corriendo. Mantenía un trote vivo, con la cabeza agachada, obligando a sus pies a moverse uno tras otro, cuando una mano lo sujetó.
—¡Mortero, mira! —Majador señalaba hacia arriba.
El enano alzó los ojos con trabajo. Inhaló hondo. Era el monte Celebund. Sólo un paso de montaña los separaba de su hogar.
Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
—¡Alto! —ordenó Kang—. Quince minutos de descanso.
Los draconianos se pararon, tan agotados como los enanos. Muchos se derrumbaron en el mismo sitio en que se habían detenido y se tumbaron sobre las piedras, jadeando, con la lengua fuera. Otros cogieron los odres de agua y bebieron con ansia.
Mortero y Majador se sentaron y contemplaron anhelante, tristemente, la cumbre de la montaña.
El sivak se plantó, imponente, ante ellos, tapándoles la vista.
—De pie. El comandante quiere veros.
—Se acabó —dijo Mortero—. Adiós, Majador, has sido un buen hermano.
—Tú también, Mortero —contestó Majador, con lágrimas en los ojos.
Los dos se abrazaron.
—¡Oh, por amor de la Reina Oscura, daos prisa! —gruñó el sivak.
Los hermanos se dirigieron penosamente hacia donde el gran bozak estaba sentado sobre una roca.
—Os conozco. Sois de Celebundin, ¿verdad? —inquirió Kang, que estaba macilento por la fatiga.
—Tal vez sí y tal vez no —respondió Mortero, decidido a no cooperar.
—Bueno, pues si sois de Celebundin —sonrió el bozak—, ese paso de ahí os llevará a casa. Adiós y gracias.
Los dos hermanos se quedaron plantados y mirándolo fijamente durante tanto tiempo que parecían formar parte de la montaña.
—¿Has dicho adiós? —Majador no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Quieres decir que podemos marcharnos? —preguntó Mortero para dejarlo claro.
—¡Largo! ¡Fuera! ¡Pies en polvorosa! —dijo Kang.
Mortero sintió que recuperaba las fuerzas y echó a correr junto a su hermano, temeroso de que el draconiano cambiara de opinión. Unos cuantos metros más allá, sin embargo, Mortero se paró y miró hacia atrás, con el entrecejo fruncido.
—Dijiste gracias. ¿Gracias por qué?
—Nos salvasteis la vida en la calzada —contestó Kang—. Lo menos que podemos hacer es devolveros el favor. —Agitó una mano llena de garras—. Os veré dentro de un par de semanas. Casi no nos queda aguardiente.
—¿Qué? —Mortero estaba perplejo—. ¡Oh, ya entiendo! Vosotros…
Majador agarró a su hermano por el brazo y tiró de él.
Dos horas más tarde, llegaron a la parte más alta del paso y desde allí contemplaron su retirado valle.
—¡Lo conseguimos! —exclamó Mortero al tiempo que respiraba profundamente. Contempló con cariño su pueblo—. Juro que puedo oler el humo de las lumbres de las cocinas.
—¡No son lumbres de cocinas! —manifestó Majador con expresión sombría mientras señalaba al otro extremo del valle, donde un humo negro y denso se elevaba en el aire—. ¡Mira!
—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Mortero, alarmado—. ¡Se nos va a caer el pelo! ¡Corre, tenemos que avisar al consejo!
Majador ya corría, y el miedo daba fuerza a sus cansadas piernas.
Su hermano tenía razón. Se les iba a caer el pelo. Y bien.