11

Después de caminar otras dos horas, animadas por alguno que otro tropezón en los raíles de hierro del suelo, los cuatro enanos llegaron al final de la galería. Selquist dirigió la linterna hacia todos los puntos; se encontraban en una caverna grande. La luz no penetraba la oscuridad lo bastante lejos para alumbrar el techo, pero los enanos sí vieron que se reflejaba en los raíles de hierro, que corrían directamente hacia una sólida pared de roca.

Sus tres compañeros miraron a Selquist.

—Esto no es lo que parece —se apresuró a decir el cabecilla.

—¿Te refieres a un callejón sin salida? —gruñó Majador.

—Sí. Quiero decir, no, que no lo es. Esta pared —Selquist dio unos golpecitos con un dedo en la roca— se añadió en fechas posteriores, construyéndose exactamente sobre los raíles. He de admitir que cuando estuve aquí la primera vez y me encontré con este obstáculo me sentí bastante decepcionado. No obstante, gracias a una concienzuda reflexión, deduje que…

—¡Por supuesto! —lo interrumpió Mortero—. ¡Sé dónde estamos! ¡Sí! Éste debió de ser el mismo túnel utilizado por el thane de los neidars para conducir a su pueblo en el inútil intento de irrumpir en Thorbardin, después que los holgars se negaran a admitirlos tras el Cataclismo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Majador adelantándose a Selquist, que intentaba decir algo—. Hay montones de túneles y pozos por aquí.

—Sí, pero según la leyenda el thane y su clan cruzaron la loma Helefundis, la misma por la que nosotros acabamos de pasar. Además, está el asunto de ese tipo muerto ahí atrás, y las palabras estaban escritas en el idioma antiguo. Éste es un sitio de trascendencia histórica.

—Precioso relato —dijo Selquist con brusquedad—. Erigiremos un monumento. Bien, como iba diciendo, gracias a una concienzuda reflexión, deduje que tenía que haber…

—Eso explicaría por qué el consejo de thanes hizo que se cegara este acceso —comentó Majador—. Era un recordatorio de una época oscura en la historia de Thorbardin, y querían que desapareciera. Ojos que no ven, corazón que no siente, como reza el dicho.

—Estoy seguro de que eso es exactamente lo que pensaron los thanes, Majador, y te agradezco que hayas compartido tu deducción con nosotros —intervino Selquist, que hizo un nuevo intento—. Bueno, como iba diciendo, al principio pensé que estaba atrapado aquí abajo, hasta que llegué a la conclusión, una conclusión realmente brillante, de que…

—Anda, pues si esta entrada a Thorbardin está cegada, ¿cómo vamos a pasar? —dijo Barreno, que le había estado dando vueltas al asunto mientras los otros hablaban.

—¡Eso es lo que estoy intentando explicar! —gritó Selquist, olvidando su propia advertencia de moverse y hablar con sigilo.

Majador se lo recordó, y el cabecilla guardó silencio, aunque por dentro estaba que hervía de rabia.

—Eh, chicos. —Mortero aprovechó mientras su cabecilla rabiaba para sus adentros—. Los enanos debieron de tener una forja aquí abajo, porque si no ¿cómo reparaban los raíles?

—¡Tienes razón! —dijo Majador con entusiasmo—. Y si tenían una forja, hacían falta conductos de ventilación para el calor, lo que significa que esos conductos conducen… de vuelta al exterior. —Su entusiasmo se desvaneció—. Pero nosotros no queremos volver fuera.

—No necesariamente. —Mortero cogió el hilo del razonamiento de su hermano y lo siguió desarrollando—. Ventilar el calor hacia el exterior sería desaprovecharlo. En cambio, dirigiendo la salida de esos conductos hacia Thorbardin, el calor de la forja se podría utilizar para… Selquist, ¿por qué te golpeas la cabeza contra la pared?

—Olvídalo —replicó el aludido con acritud. Cada vez estaba más decidido a organizar un nuevo equipo—. Dejaos de cháchara y venid conmigo.

Selquist giró hacia la derecha y echó a andar. Alzó la linterna y dejó que su luz se reflejara en una de las forjas más grandes que los otros tres enanos habían visto en su vida. Descomunales calderas, suspendidas de enormes cadenas, colgaban sobre hornos gigantescos. Un arroyo subterráneo alimentaba un lago artificial construido por los enanos para enfriar en él el hierro fundido.

Unas cuantas herramientas rotas yacían desperdigadas por el suelo, pero los ahorrativos enanos se habían llevado consigo todo lo aprovechable antes de clausurar esta área.

Los amigos contemplaron todo en maravillado silencio, imaginando a centenares de enanos sudando y trajinando a la luz de los rugientes fuegos de la forja, escuchando los vibrantes golpes de martillos sobre hierro, el siseo del metal al rojo vivo al entrar en contacto con el agua, las nubes de vapor alzándose como espectros del lago artificial.

Majador avanzó unos pasos, recogió unas tenazas rotas, y pasó los dedos sobre la herramienta con expresión arrobada. Así como Selquist era semidaergar, Majador sospechaba que él era medio holgar, y estaba fascinado con el trabajo de forja. En un tiempo había sido aprendiz del herrero del pueblo, pero la desaparición de varias monedas de acero de la caja de dinero que había en el taller tuvo como resultado una discusión acalorada y el despido de Majador. La ambición de Majador era obtener dinero suficiente para abrir su propia fragua.

Selquist dirigió la linterna hacia arriba e iluminó los restos de un sistema de grandes tuberías de hierro por las que se ventilaba la forja y que conducían ese calor a las zonas habitadas de Thorbardin. El hierro se había oxidado y corroído hacía mucho tiempo, dejando tramos de tuberías con grandes agujeros por la parte superior de las forjas.

Selquist se encaramó a uno de los enormes hornos de piedra y soltó la linterna. Desde allí, agarró una cadena que colgaba y trepó por ella hasta situarse de frente al agujero de la tubería. El tramo roto tenía una anchura que duplicaba la altura del enano. Con la agilidad de una araña (con la que, según sus detractores, guardaba un gran parecido) el delgado enano se columpió en la cadena y desapareció dentro del agujero.

Sus tres compañeros, que lo observaban desde abajo, se sobresaltaron; pero, antes de que tuvieran oportunidad de decir nada, Selquist reapareció, sonriente y agitando la mano.

—¡Venid!

Los tres enanos, que pesaban bastante más que él y que no tenían una constitución apropiada para columpiarse alegremente desde una cadena para meterse en un agujero, intercambiaron miradas recelosas. Barreno sacudió la cabeza.

—¡Os ayudaré! —ofreció Selquist.

—¿Y qué pasa con la linterna? —preguntó Mortero.

—Apágala y déjala ahí. La necesitaremos en el camino de vuelta.

Los enanos se encaramaron torpemente a la caldera y treparon por la cadena, con Majador a la cabeza. Selquist tendió las manos, y Majador se columpió de la cadena hacia el agujero. Selquist lo agarró y lo ayudó a entrar sin que ocurriera ningún percance. Los otros dos lo consiguieron sólo con algunas dificultades de poca importancia —como, por ejemplo, que Barreno se desvió al columpiarse y rebotó contra la pared en lugar de colarse dentro del agujero— pero por fin los cuatro enanos se encontraron en cuclillas, sanos y salvos, dentro del conducto. Selquist inició la marcha poniéndose a la cabeza del grupo.

El conducto se estrechó considerablemente, lo cual obligó a los enanos a caminar a gatas. El tramo horizontal tenía unos seis metros; después giraba a la derecha y se extendía otros seis. Para entonces, todos ellos alcanzaron a ver luz al final de la tubería, al otro lado de una reja que tapaba el hueco.

Cuando llegaron allí, Selquist advirtió a sus amigos que guardaran silencio y se asomó para comprobar si había alguien en los túneles que corrían por debajo.

Las galerías estaban desiertas. Rápidamente, Selquist quitó varios pernos del enrejado —había tenido la buena idea de aflojarlos durante su estancia anterior— y abrió la reja.

—¡Deprisa! —susurró—. ¡Y guardad silencio!

Selquist sujetó la reja mientras los otros tres salían de la tubería. Cayeron en el suelo de un corredor iluminado por antorchas. A diferencia de los pozos abandonados por los que habían caminado, este pasaje tenía toda la pinta de estar muy transitado. Estaba limpio, bien iluminado, y se oían voces, muy apagadas y lejanas.

Los tres amigos alzaron los ojos hacia Selquist, que seguía en la tubería.

—¿Aquí vive gente? —Majador tragó saliva con esfuerzo.

—Por supuesto que sí —contestó Selquist—. ¡Sería difícil robarle a la gente si no hubiera nadie a quien robar! Bien, cerrad el pico y coged esto.

Selquist les pasó diversos objetos envueltos en una tela; el envoltorio también lo había dejado aquí en su anterior viaje.

—¿Qué son? ¿Herramientas de ladrones? —le preguntó Majador a su hermano.

—No —repuso Mortero, que había cogido el envoltorio—. Son escobones.

—¡Escobones! —Los tres miraron ceñudos a Selquist.

—Os lo explicaré dentro de un momento.

Selquist soltó la reja y salió retorciéndose por el agujero para después saltar al suelo. Se volvió hacia sus compañeros sonriendo con gesto triunfante.

—Caballeros —dijo—, como nuestro amigo Mortero ya dijo hoy con anterioridad, bienvenidos a Thorbardin.

Los otros tres no compartían su regocijo, sino que lo miraban y se miraban entre sí con consternación.

Mortero trató en vano de limpiarse el hollín, pues lo único que consiguió fue extenderlo y pringarse toda la cara.

—¡No podemos andar paseándonos alegremente por Thorbardin con esta pinta! —farfulló indignado—. Pensarán que somos… enanos gullys o algo así, y nos meterán en la cárcel.

—Tonterías —dijo Selquist—. Y no os quitéis el hollín. Es el disfraz ideal. Yo lo utilicé con éxito durante mi última visita aquí. Vamos, coged un cepillo cada uno, y, si alguien nos pregunta, somos deshollinadores.

Los ojos de los tres enanos pringados de hollín se abrieron como platos. Seguían mirando a Selquist de hito en hito, pero ahora era con admiración. Por algo era su cabecilla.

Se pusieron al hombro los cepillos y echaron a andar corredor adelante. Al girar en una esquina, salieron a una balconada que se asomaba a Thorbardin.

Todos se pararon, sobrecogidos y admirados. La vista era magnífica.

Toda la nación de Thorbardin estaba ubicada en el interior de las montañas Kharolis. Había siete urbes, tres suburbios dedicados a la agricultura, dos áreas gubernativas, una fortificación en la Puerta Norte y otra en la Puerta Sur, y la necrópolis. Desde su ventajosa posición, los cuatro enanos sólo alcanzaban a ver una pequeña parte del vasto complejo de madrigueras, pero era suficiente para dejarlos sin respiración.

Su pueblo, Celebundin, del que se sentían orgullosos con razón, podría haber sido trasladado en su totalidad al piso de esta vasta sala sin que apenas se notara la diferencia.

Lejos, en la distancia, distinguieron el legendario Árbol de la Vida de Hylar, la gigantesca estalactita que constituía por sí misma toda una ciudad autosuficiente y muy fortificada. Sus numerosas torretas y torres de piedra, escaleras y paseos albergaban todos los componentes de una urbe, desde importantes oficinas gubernamentales y residencias privadas hasta jardines y tiendas.

Si un enemigo conseguía irrumpir a través de las puertas de la montaña, los enanos podían retirarse al Árbol de la Vida y resistir allí el asedio del ejército invasor durante un siglo, de acuerdo con algunas estimaciones.

Para entonces, cualquier fuerza invasora habría perdido todo interés en la conquista.

Tres de los cuatro enanos se acercaron a la balaustrada del balcón y miraron hacia abajo.

Barreno se quedó atrás, con el espalda pegada contra la sólida roca de la pared. Sentía vértigo sólo con trepar a un árbol. Cuando sus compañeros se asomaron por el balcón para echar un vistazo abajo, Barreno cerró los ojos y se aferró a un saliente de la pared.

—Aquélla es la calzada séptima. —Selquist señaló a lo lejos—. Estamos justo al norte de la sala de guardia occidental, que desemboca en el Valle de los Thanes. Seguiremos hacia el norte y daremos un rodeo a los Suburbios Oeste, una zona agrícola, y después nos dirigiremos directamente a territorio theiwar. Una vez que estemos allí, podremos relajarnos.

El oír esto, Barreno abrió unos ojos como platos.

—¡Theiwar! —repitió Mortero—. ¡No dijiste nada acerca de los theiwars!

—Son enanos perversos —abundó Majador.

—También lo somos nosotros —hizo notar Selquist.

—No es lo mismo —rezongó Majador.

—Son vampiros —intervino Barreno en voz baja—. Beben sangre, y se cuelgan por los pies de los techos de sus cuevas, y si los toca la luz del sol desaparecen en medio de un estallido de humo verde.

—¿De dónde has sacado ese cuento? —Selquist lo miraba furibundo.

—Me lo contó mi yaya —contestó Barreno.

—Mortero, explícaselo —dijo Selquist.

El aludido contó que los theiwars, tras siglos de vivir en el subsuelo, efectivamente habían desarrollado cierta aversión a la luz del sol, pero que eso no los convertía en vampiros. Y, aunque por lo general albergaban oscuras y retorcidas ambiciones de dominar a los otros clanes de enanos, por cuya razón todos ellos los rehuían, los theiwars no comían bebés, como afirmaba el mito popular.

Y, sí, era el único clan enano que sentía cierta inclinación a practicar la magia pero, aunque tal cosa demostraba su falta de sentido común, eso no quería decir que fueran mala gente.

Mientras Mortero hacía su erudita disertación, Selquist fue conduciendo a su equipo hacia una escalera que estaba tallada en la roca y descendía en zigzag por la pared vertical.

—¡No puedo! —jadeó Barreno mientras se aferraba a la piedra como una lapa. El árbol más alto de los bosques de su valle habría parecido un retoño visto desde esta altura.

—¿Dónde se ha oído que alguien que vive en un segundo piso tenga miedo de las alturas? —demandó Selquist.

—Yo más bien soy un hombre de sótano —repuso Barreno, tembloroso.

—Pues cierra los ojos y agárrate de mi mano —decidió por último Selquist—. Entre todos te guiaremos mientras bajamos hasta que lleguemos a la calzada séptima.

Los enanos no eran de los que se quebraban la cabeza con los nombres (a excepción de la madre de Selquist), y la vía se conocía con el de «calzada séptima» porque era la que hacía ese número a partir de la Puerta Norte, donde empezaba la calzada primera.

Lentamente, con Barreno agarrándoles las manos con tanta fuerza que les hacía daño, los compañeros iniciaron el descenso.